Según cuentan los antiguos,
doce trabajos le fueron
encomendados a Heracles
con el mandato directo
de que este, en sus ratos libres,
se ocupará en resolverlos.
Parece ser (es rumor
que hemos oído) que el sexto
de aquel lote consistió
en irse al Peloponeso
para ahuyentar a unos buitres
que llenaban de excrementos
muy malolientes un lago
de por allí y, no contentos
con apestar toda Arcadia
con sus venenosos restos,
devoraban cien paisanos
cada día, por lo menos.
Pero es costumbre insertar
prolegómenos. Contemos
el mito correctamente
y con detalles, cogiéndolo
desde el principio. Resulta
que el oráculo de Delfos
dijo a Heracles: «Si resuelves
doce trabajos con éxito,
tendrás la inmortalidad,
gloria en el Olimpo heleno,
fama veinte o treinta siglos,
o cuarenta, a más del récord
Guinness de héroes legendarios,
valerosos y flamencos».
Heracles, así tentado,
dijo, sin pensarlo,: «¡Acepto!»
y dedicó unos añitos
a ser héroe (y majadero).
Se puso a disposición
de un rey, de nombre Euristeo,
que en la Argólida mandaba
como por su casa Pedro
y que le encomendó a Heracles
cinco servicios completos
(de trabajos de epopeya,
no piensen en nada feo).
Bien. La gesta subsiguiene
era darles para el pelo
a los buitres mencionados,
unos pájaros horrendos
de picos, alas y garras
de bronce (porque el acero
se inventó mucho después:
alrededor del trescientos
después de Cristo, año arriba,
año abajo y más o menos)
y los buitres del Estínfalo
(que ese es el lago en concreto)
no pudieron disfrutar del
metalúrgico progreso.
Pues Heracles, hecho un mulo,
y repleto de ardor bélico,
abrió su armario y se puso
su indumentaria de arquero
decidido a dar batalla
a aquellos bichos tan pérfidos.
Llegó al hogar pantanoso
del enemigo buitresco,
pero no pudo pasar,
que era el fango muy espeso
y hubo de estar esperando
más de dos años y medio
sin que ni uno de los pájaros
asomara el esqueleto.
¡Menos mal que se llevó
un buen taco de cuadernos
(sudokus, sopas de letras,
crucigramas y dameros)
y así, mejor o peor,
combatió su aburrimiento!
Al cabo de cien semanas,
Palas Atenea, viendo
hacer a su protegido
un ridículo completo,
se decidió a intervenir:
le pidió a Hefesto, el herrero
del Olimpo, que forjara
unos címbalos bien hechos
que al golpearse emitieran
tan atroz cascabeleo,
notas tan desafinadas,
tan desagradable estruendo,
que todos los que lo oyeran
por más que solo un momento
quedaran ensordecidos
y se pusieran enfermos.
Heracles cogió el regalo
de la diosa del mochuelo
(que es el ave que acompaña
a Palas en sus paseos,
apalancada en su hombro
y agarrándola del pelo
para no caerse cuando
ella anda con bamboleo)
y subiendo a una colina
que no pillaba muy lejos
del lago aquel en cuestión,
comenzó a tañer aquello,
que sonaba más horrible
que el heavy metal moderno[1].
Pronto se vio el resultado:
aquellos buitres gamberros
salieron de su escondite
diciendo: «Alas, ¿pa’ qué os quiero?»,
prepararon el despegue,
desplegaron los aleros,
calentaron los motores
y así emprendieron el vuelo.
Nuestro héroe (y el de ustedes),
viendo cómo iban huyendo,
comenzó a pegar flechazos
a los bichos carroñeros
con dardos emponzoñados
preparados ex profeso
para la ocasión aquella
y untados con el veneno
de la Hidra, un monstruo al que
ya había dejado tieso
en su trabajo segundo
(¿o quizá fue en el tercero?).
Los buitres damnificados
que salvaron el pellejo
de aquel ataque emigraron
a las costas del mar Negro,
lo cual no fue en absoluto
buena decisión ni acierto,
porque luego, el argonauta
Jasón y sus compañeros
—que iban tras el Vellocino
de Oro, de puerto en puerto—
allí se los encontraron
y allí acabaron con ellos.
Este mito (o como quieran
llamarlo —yo no me meto—)
se lo inventó Apolodoro
si es que mal no lo recuerdo.
Diodoro se lo plagió,
Pausanias lo copió luego,
después Higinio y mil otros:
Cicerón, Virgilio, Servio...
autores de la Edad Media
y hasta del Renacimiento.
La lista es larga, señores,
que nadie tiene respeto
por lo que escriben los otros.
Al menos, yo soy sincero
y les menciono la fuente,
no digo que me lo invento,
sino que como lo supe,
de esa forma se lo cuento,
por lo que espero de ustedes
algo de agradecimiento.
[1] El empleo del sonido como arma de guerra es una posibilidad bélica aún por explorar a fondo, aunque se sabe que los nazis experimentaron con ella y hacían cantar la canción Lili Marlen a sus soldados en el frente a grito pelado para que el enemigo la escuchara y se deprimiera.
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