Unas cuantas metáforas

 





Hemos pretendido aquí enmendarle la plana al culteranismo y lo hemos hecho con un resultado lo suficientemente satisfactorio como para darnos por contentos.
          La razón para haberlo hecho es que las gentes de buen gusto venimos estando un poco hartas de que todos los manuales de literatura elogien continuadamente la habilidad retórica de los culteranos imitadores de Góngora, ese señor con cara de hígado que haciendo Soledades se quedó solo.
Alaban la capacidad de estos señores en creación de metáforas, que no son, a fin de cuentas, sino grandes mentiras, como muy bien denunció Quevedo cuando dijo aquello de que si los cabellos de su amada fueran de verdad de oro, haría ya tiempo que la habría pelado, para venderlos.
          Un historiador literario que, evidentemente, no tenía nada mejor que hacer (concretamente Juan de Jáuregui), recogió un montón de metáforas discipuligongorinas sobre el Sol e hizo un pedante listado de las mismas:

Rey de la luz
Honra y lucimiento del cielo
Espejo del día
Fuente de la luz
Lámpara del mundo
Padre universal
Rector de la claridad
Rosada antorcha
Cadena de oro del cielo
Alma del mundo
Mayorazgo del esplendor
Cochero del día
Príncipe de los astros
Presidente de las antorchas
Corifeo de las estrellas
Ojo resplandeciente del cielo
Gigante de la luz

          Yo, para ilustrar a los lectores en las técnicas escritorias, les revelo que esto no tiene ningún mérito. Con el empleo de un diccionario ideológico (esos que tienen juntas todas las palabras de un tema) se pueden crear metáforas a placer y con un esfuerzo mínimo. Cojamos, por ejemplo, los vocablos relacionados con la luz, para definir al sol, combinemos y sale lo siguiente:

Plaza de toros del cielo
Anillo quemante
Rueda del carro de Apolo
Cerilla de los dioses
Mechero inagotable
Lámpara de emergencia de la galaxia
Faro para cometas
Antorcha automática
Farola inapedreable
Candelabro perenne
Suprema bombilla
Segurata del firmamento
Gran Hermano del sistema
Padre del fuego
Abuelo de las chispas
Vitrocerámica del espacio
Rey de los fotones
Candileja del teatro del universo
Monopolista del bronceado
Cenital inapagable
Terror del fotófobo
Contrincante de la noche
Fábrica de fahrenheits
Barbacoa sin humos
Torrefactor del mundo
Tirano del clima
Pirómano impune
Inventor del verano
Hoguera sin excursionistas

          (Podríamos seguir así indefinidamente.)
          ¿Ven como no hay que acomplejarse ante nadie?

Chofismo

 

          Se trata de una enfermedad nueva, de un mal de nuestro tiempo, al que conviene conocer y combatir.
          Alguien te ve alicaído y te pregunta:
          —¿Qué te pasa? Tienes mala cara.
          Y tú respondes:
          —No sé. Estoy así como «chof».
          Eso es el chofismo. (Hasta hace nada se le denominaba «estar con la depre»).
          Ahora, unas disquisiciones pedantolingüísticas sobre el asunto.
          El término ‘chofismo’ no es correcto, aunque tampoco deja de serlo, ya que indicaría «movimiento relacionado con lo chof» o «relativo a lo chof». Nos preguntamos si ‘chofería’ no sería más preciso. Puede que sí, pero entonces podría confundirse con ‘choferería’ o «arte u oficio de chofer».
          ‘Chofitis’ suena más médico, pero tampoco nos vale, pues indica inflamación de algo y el chof no es susceptible de hincharse.
          Sin embargo, es imprescindible hallar una palabra cuanto antes, porque el número de pacientes de este mal aumenta por minutos. Uno de cada dos españoles reconoce haberse sentido chofado al menos una vez en la última semana. Y este porcentaje es mayor en daneses, suecos y finlandeses.
          En espera de una cura para el mal, lo único con lo que yo puedo contribuir al asunto es con la propuesta a la Academia de la inclusión en el DRAE del verbo ‘chofarse’, en su forma reflexiva, porque no sé si sería de buen gusto que el verbo fuera transitivo y se pudiese chofar al vecino.
          Tendríamos usos útiles, como en los siguientes ejemplos:
          «Al ver sus notas del examen de matemáticas, Juanito se chofó
          «Mi novia es muy alegre y no se chofa con frecuencia.»
          «Como no consiga ese empleo me chofaré mucho.»
          El verbo es regular y puede emplearse en los tiempos y formas verbales que más nos apetezcan.
          En imperativo: «¡Anímate! No te chofes por tan poca cosa.»
          En subjuntivo: «Si me chofara (o chofase) tú serías el primero en saberlo.»
          En las formas más complejas del indicativo (como el pretérito anterior): «Después de que se hubo chofado, Luis se fue animando.»
          La familia léxica añadiría riqueza de matices a nuestra lengua: «Es una noticia muy chofante.» «Este médico es uno de los mejores chofólogos del país.» «A Pedro le gusta estar triste: es un chofófilo redomado.»
          Y no sigo con esto porque creo que a esta onomatopeya ya le hemos sacado bastante jugo y porque contemplar cómo se va deteriorando nuestra lengua es algo que a mí también me deja chof.

Harun al-Raschid

 

Según se cuenta en Las mil y una noches, el Califa de Bagdad Harun al-Rashid (766-809), de la dinastía abasí, gustaba de disfrazarse de cosas raras y mezclarse entre su pueblo, para enterarse de cotilleos y correr aventuras, hasta que dejó de hacerlo de un día para otro. Los historiadores especulan con que esto se debió a que oyó que sus súbditos decían de él cosas que no le agradaron especialmente y que le designaban con palabras que no es de buen gusto escribir. Pero ésta no fue la verdadera razón. Si ustedes quieren conocerla, lean esta comedieta.

 Primer y último acto (porque sólo hay uno)

(Una callejuela de Bagdad, con barro y excrementos de cabras hasta el tobillo de los viandantes. Es de noche. Salen Harun al-Rashid, su ministro Jafar, su poeta de corte Abu Nuwas y Masrur, eunuco del harén y guardaespaldas del Califa. Van los cuatro disfrazados de pordioseros.)

Harun al-Rashid.—¡Cómo me gusta pasear entre mi pueblo y ver de cerca a mis súbditos!
Masrur.—(Aparte.) Pues esta noche no hemos visto a nadie, porque es tardísimo y están ya todos en la cama.
Harun al-Rashid.—(A Abu Nuwas.) ¿Estás tomando nota de mis andanzas, Nuwas?
Abu Nuwas.—¡Oh, sí, Emir de los Creyentes! Estad seguro de que la posteridad sabrá de sobra vuestra generosidad y valor.
Harun al-Rashid.—No emplees mis títulos para interpelarme. Alguien podría oírnos.
Abu Nuwas.—Y entonces sabría que erais vos y ello aumentaría vuestra fama de campechano entre el pueblo.
Harun al-Rashid.—Bueno; a un monarca nunca le viene mal dárselas falsamente de campechano. A algunos reyes inútiles les ha servido muy bien esa treta.
Abu Nuwas.—Mi única queja, gran señor, es que no puedo contar en mi crónica nada interesante. Vuestro pueblo es feliz bajo vuestra férula, reina la paz en Bagdad y estos paseos nocturnos son muy agradables debido a vuestra excelsa compañía, pero resultan poco emocionantes para un relato.
Harun al-Rashid.—No te quejes de tu suerte. Y, sobre todo, no te inventes nada. Cuenta tan sólo la verdad de nuestras salidas nocturnas. Pero no olvides recoger mis frases lapidarias y llenas de sabiduría.
Abu Nuwas.—Desde luego, gran señor. (Quedan ambos hablando aparte.)
Masrur.—(Aparte. A Jafar.) ¿Se puede saber qué hacemos aquí a estas horas, Gran Visir?
Jafar.—(Aparte. A Masrur.) Obedecer a nuestro amo, Masrur. No creas que a mí me hace mucha gracia tener que vestirme con estos pingajos. Pero a él le complace esto de andar de incógnito. Dice que es para saber en realidad cómo vive su pueblo, pero eso es una gran mentira. Lo hace para que luego, en las historias, le describan como un monarca moderno y justiciero.
Masrur.—(Aparte. A Jafar.) El caso es que yo tengo que hacer horas extras para acompañarle y cuidar de su persona. Y luego no me las paga. Además, no me fío mucho de lo que esté pasando en palacio durante mi ausencia. Mis ayudantes...
Jafar.—(Aparte. A Masrur.) ¿No confiáis en ellos para la seguridad de las esposas de nuestro Califa? Son todos eunucos, estoy seguro.
Masrur.—(Aparte. A Jafar.) Yo no lo estoy tanto. Al menos, yo no he tenido ocasión de comprobarlo personalmente y de manera directa. Veréis: algunos consiguen el puesto por recomendación.
Jafar.—(Aparte. A Masrur.) ¡Ya!
Masrur.—(Aparte. Jafar.) De todas maneras, no sé para qué quiere un harén: nunca va por allí.
Jafar.—(Aparte. A Masrur.) Es una cuestión de estatus, más que nada. ¿Qué birria de Califa sería si no tuviera un harén como es debido?
Masrur.—(Aparte. A Jafar.) Y luego está su esposa preferida, su prima Sett Zobeida.
Jafar.—(Aparte. A Masrur.) A quien se dice que al-Rashid ama con amor extremado.
Masrur.—(Aparte. A Jafar.) Yo no sé exactamente con qué la amará, pero caso es que prefiere pasarse las noches pisando estiércol por estas callejuelas infectas en vez de en su compañía, así es que no la querrá tanto.
Jafar.—(Aparte. A Masrur.) La voluntad de Califa debe ser sagrada para nosotros, Masrur. Después de todo, él no sólo es el descendiente del Profeta, sino también quien nos paga el sueldo. (Por un lateral sale el Cadí, con su patrulla de guardias correspondiente.)
Cadí.—(Indignado al verlos.) ¿Eh! ¿Qué es esto? ¿Mendigos en Bagdad? ¡Qué dirán los turistas chinos que vienen por la ruta de la seda! Nuestra ciudad es famosa por ser un lugar limpio y próspero, donde los pordioseros no importunan a los transeúntes. (A sus guardias.) ¡Detenedlos!
Harun al-Rashid.—¡Eh? (Los guardias del Cadí agarran fuerte a los cuatro.)
Masrur.—¡Nos hemos caído!
Harun al-Rashid.—(Aparte. A Abu Nuwas.) Esto no pongas en tu relato. (Al Cadí.) ¡Oh, Cadí de Bagdad! ¿Por qué se nos detiene?
Cadí.—¡Son las ordenanzas municipales, perro! La gentuza como tú no merece pisar las calles de nuestra preciosa ciudad, que es el orgullo de Oriente. Tenemos un edicto que sólo permite pedir limosna en las escalinatas de las mezquitas. En otros lugares está terminantemente prohibido y los que infringen esa ley deben ser encarcelados y azotados sin compasión.
Harun al-Rashid.—¿Y quién fue el grandísimo idiota y cretino que decretó tal cosa?
Abu Nuwas.—(A Harun al-Rashid.) Fuisteis vos mismo, señor.
Masrur.—(Aparte.) Si no tuviera esa manía de decretar y decretar sin parar todo el rato, no nos veríamos ahora en tan grande apuro.
Harun al-Rashid.—(Al Cadí.) Pues pese a esa norma, Cadí, deberéis soltarnos. ¡Hacedlo!
Cadí.—¡Esta sí que es buena! ¿Os atrevéis a darme órdenes? Tomad. (Le cruza la cara al Califa con la fusta.)
Harun al-Rashid.—¡Por Shaitán y todos los diablos de Gehenna! ¡Cómo duele!
Jafar.—(Aparte.) ¡Lo estoy viendo y no me lo acabo de creer! Este Cadí ha hecho las diez de últimas, eso esta claro. Pero antes de que eso suceda, yo no daría un dinar por todos nosotros juntos.
Harun al-Rashid.—(Rabioso.) ¿Qué habéis hecho? ¿Es que no sabéis quién soy?
Cadí.—Ni lo sé ni me importa unos orines de camello.
Harun al-Rashid.—¡Soy Harun al-Rashid Muhammad al-Mahdi Abu Jafar Abdallah ibn Muhammad al-Mansur, Califa de Bagdad y Comendador de los Creyentes!
Cadí.—¡Qué humorista!
Harun al-Rashid.—Y me acompañan el Gran Visir Jafar al-Barmaki y...
Cadí.—(Con sorna.) Y mi tía, la del pueblo.
Harun al-Rashid.—¿Cómo?
Cadí.—¡No agotéis mi paciencia. (A los guardias.) Lleváoslos y encerradles.
Jafar.—No somos mendigos: ved. (Saca de la faltriquera una bolsa, que vacía en su mano. mostrando un montón de monedas de oro.)
Cadí.—¡Oro! ¡Tanto oro en manos de mendigos! ¿Cómo es posible? De seguro que se lo habréis robado a algún honrado ciudadano. Os acusaré, además, de ser ladrones y perderéis vuestra mano derecha. ¡Se os ha caído el pelo!
Jafar.- (Mostrándole una moneda al Cadí.) Ved aquí; ¿no reconocéis este perfil? ¿Sabéis de quién es la efigie que aparece en la moneda?
Cadí.—¡Claro que sí! De nuestro amadísimo Califa, Harun al-Rashid, las bendiciones del Profeta sean con él!
Jafar.—Pues bien: contemplad el rostro de mi compañero. (Señala a Harun al-Rashid y éste pone la cara de lado, para que se le vea mejor.)
Cadí.—¿Me tomáis por tonto? No se le parece en nada.
Harun al-Rashid.—¡Os aseguro que soy el Califa!
Cadí.—Os haré azotar el doble, por el delito de querer suplantar la personalidad de nuestro muy amado príncipe.
Harun al-Rashid.—¡¡¡Os lo juro por Alá, el Clemente, el Misericordioso!!!
Cadí.—¿Sois perjuro, además? ¡Esto ya es intolerable! ¡Guardias! ¡Dadle su merecido a esta escoria humana! (Los guardias comienzan a golpear a Harun al-Rashid, dándole puñetazos y puntapiés.)
Harun al-Rashid.—¡Ay, mi madre!
Masrur.—(A Jafar.) ¿Por qué no le ha reconocido?
Jafar.—(A Masrur.) El tallista le embelleció para adularle y en las monedas aparece mucho más guapo de lo que es y con la nariz menos ganchuda.
Abu Nuwas.—(Contemplando cómo le dan la paliza al Califa.) ¡Lo más original que nos ha pasado y no lo voy a poder contar!
TELÓN

La Araucana (fragmento)

 

(Este descomunal hallazgo literario, que hubiera hecho inmensamente dichoso a don Ramón Menéndez Pidal, lo efectué en el transcurso de mis investigaciones sobre la famosa comedia de Plauto Epoctílides y sus amores con Eufratinimeno, de la que existen varias copias manuscritas. Hallé los versos en la biblioteca de un monasterio, junto con un códice miniado del siglo XII que contenía la receta para hacer tocino de cielo sin emplear huevos en absoluto. Este fragmento perdido viene a completar el poema, por si éste no era ya lo suficientemente largo. Son cuatro octavas reales, que pertenecen indudablemente al Canto III de la epopeya, donde el caudillo español arenga a sus tropas y les infunde ánimos, como solía hacer siempre que la ocasión lo permitía.)

Dijo Valdivia: «Ínclitos hispanos,
honra y orgullo de cualquier milicia:
me pesa, porque os quiero como a hermanos,
tener que daros una cruel noticia;
en nuestra guerra con los araucanos
variará nuestra dieta alimenticia
y habremos de ser parcos como ascetas
porque se han acabado las galletas.»

Entre las filas cunde el desaliento
y aquellos aguerridos combatientes
—que valen cada uno como ciento
y son soldados de los más valientes—
tienen todos el mismo pensamiento
e iguales obsesiones persistentes;
la misma duda asalta a cada uno:
¿qué tomaremos para el desayuno?

Mas Pedro de Valdivia es gran caudillo,
pues hizo un Máster que duró dos cursos
en donde trucos aprendió a porrillo
y donde le enseñaron mil recursos
para hacer que olvidaran su frenillo
aquellos que escucharan sus discursos
y para convencer de cualquier cosa
a quien esté al alcance de su prosa.

Y con tal confianza, a los famélicos
se dirige con estos argumentos:
«No rebajéis vuestros furores bélicos
porque os sintáis escuálidos y hambrientos.
Usad de pensamientos eutrapélicos,
imaginando bollos suculentos
y así, aunque alimentados de cebada,
creeréis que estáis comiendo una ensaimada.»

Curiosidades literarias

 

Poco y erróneo se ha dicho sobre la inmensa galería de personajes que pueblan esa cosa imprecisa que es la literatura universal. Se impone un destripamiento objetivo de toda la galería de personajes literarios, aunque empezaremos por unos pocos, para no cansarnos
          Raskolnikov, de Crimen y castigo fue un cobardica, que se entregó por miedo a que le cogieran. Mató a hachazos a la anciana usurera (¡Hala! ¡Bruto!) y luego hizo todo lo posible para que le apresaran. Como la policía rusa era mala, tardaron quinientas páginas en hacerlo.
          D’Artagnan era tan tímido que se sumó a los tres mosqueteros y les siguieron llamando «los tres mosqueteros».
          A Cyrano de Bergerac le olía el aliento, pero nadie se enteró nunca.
          Phileas Fogg acabó divorciado de su mujer, la bella princesa india, porque ella tampoco le calentaba a la debida temperatura el agua para el afeitado.
          Dante bajó a los infiernos porque la Italia de su época olía tan mal que no se podía aguantar.
          Lady Godiva se paseó desnuda para ahorrarles los impuestos a unos cuantos campesinos por no sé qué estúpida apuesta, se constipó y murió de una pulmonía.
          Gog era un millonario excéntrico que daba dinero a muchos que se lo pedían, demostrando así que era un personaje de ficción.
          Ifigenia estuvo en Táuride, efectivamente, pero nadie sabe qué fue a hacer allí, porque, para enterarse, hay que haberse leído la tragedia de Eurípides, cosa que nadie ha hecho.
          El rey Arturo se aburría mucho. Decidió buscar el santo Grial, a falta de otra cosa mejor en qué entretenerse.
          A la buena de Ana Karenina lo que le iba era el masoquismo y se desnudaba para cometer adulterio porque nevaba y hacía un frío que te producía sabañones en las narices. Si el clima hubiera sido bueno, no se habría desnudado nunca.
          Sancho Panza era enormemente cretino. Porque don Quijote hacía de caballero andante porque estaba loco. Pero Panza no estaba loco y también se marchó con él, así es que díganme qué otra explicación le encuentran.
          El coronel Aureliano Buendía hizo la revolución para que los conservadores no le pintasen la casa de azul.
          Al doctor Fausto le fue tan bien en su pacto con el diablo, pese a todo lo que se diga, que Goethe tardó nada menos que sesenta años en conseguir encontrarle un final trágico a la historia y poder acabar de escribirla.
          La estatua de Don Gonzalo de Ulloa, comendador de Calatrava, se empeñó en que don Juan le invitara a cenar, a sabiendas de que no iba a poder probar bocado y se tendría que tirar toda la cena a la basura. A eso se le llama desperdiciar los recursos del planeta.
          A Godot le robaban frecuentemente el reloj y por eso llegaba siempre tarde a todas partes o no llegaba en absoluto.
          Helena de Troya tenía una belleza legendaria. Pero en aquello época sin Internet, las comunicaciones eran un tanto pigres y nadie conseguía fama de poseer belleza legendaria de un día para otro. De donde se deduce que desde que Helena fuera bella hasta el momento en que Paris se enteró de que era bella y la raptó tuvieron que pasar unos cuantos años, por lo que en el momento del rapto ella estaba ya un tanto pasadita. Afortunadamente Paris era miope.
          El Zorro se hacía llamar antes «El Coyote», pero tuvo que cambiar de nombre, porque no conseguía hacer el trazo de la «ce» con la punta de la espada.