Sobre MANUSCRITOS PEQUEÑITOS

Reseña de Filosofía en Benidorm, de Roberto Vivero

 


Roberto Vivero: Filosofía en Benidorm, Ediciones Oblicuas, Barcelona, 2023, 208 págs.

 

Con el mismo énfasis con el que recomendamos esta novela a todos los lectores «sanos», la desaconsejamos encarecidamente a los profesores de filosofía, pues, de hacerlo, iban estos últimos a sentir irresistibles deseos de buscar al autor para agredirle mortalmente. Aunque cabe también la posibilidad de fueran ellos los que hallaran la muerte antes de finalizar la lectura, debido a cualquier variedad de apoplejía fulminante (la medicina nos dice que existen muchas diferentes).

No es para menos. Si la palabra hiere, si el ingenio aplasta, si es verdad —como dejó dicho Mark Twain— que el humor es el arma más eficaz de la humanidad, entonces este libro debería ser letal para esa subespecie integrada por los especialistas en filosofía de la ciencia, filosofía política, filosofía del lenguaje, filosofía de cualquier otra cosa, hermenéutica superior, fenomenología inferior, deconstrucción de la parte de en medio, dialéctica trascendental, gnoseología solo un poquito trascendental y otras diferentes categorías estéticas, éticas, peléticas y pelambréticas. Pero los sofistas son pertinaces y, por mucho que los combatas e intentes extinguirlos para que no ensucien el saber y el conocer con sus triquiñuelas —y esto se ha intentado muchas veces—, tornan a aparecer con renovadas fuerzas y vuelven a apoderarse de un país —el pensamiento— que no les pertenece.

Como fuere, Vivero les ha vuelto a dar la batalla, ha denunciado sus fraudes, sus mentiras, sus trucos y sus corrupciones ante el Tribunal de la Inteligencia, mediante la inculpación narrativa que supone este libro. Su postura en este asunto es impecable y solo queda por ver hasta qué punto resulta eficaz o si constituye únicamente la expresión del derecho al pataleo ante una situación que presumiblemente no cambiará. Pero seamos optimistas.

El hombre importa por lo que sabe, los tontos no contribuyen en nada al universo, la generación y preservación del conocimiento son lo más valioso que tenemos y, por ende, no merecemos perdón si contratamos al lobo para canguro o babysitter de las gallinas. Y la maltratada filosofía —en su más cara acepción, porque desgraciadamente tiene muchas más baratas— ha quedado (la hemos dejado) en manos de embaucadores que mercadean con los conceptos, que dedican su tiempo —generosamente remunerado por sus instituciones— a inventar palabras grandilocuentes detrás de las cuales ninguna idea se halla y a ostentar una pretendida superioridad intelectual sobre el resto de los mortales, sin contestar (sin ni siquiera pretender contestar) ni la más sencilla de las cuestiones que se les plantean. La contribución actual de nuestros expertos filosóficos a la consecución de una vida buena y bonita para nosotros y para nuestros semejantes es —¡qué pena!— nula.

¿Y qué mejor herramienta para denunciar esta penuria sapiencial que la siempre efectiva sátira, que la descripción ácida y punzante de un puñado de «filósofos» en un congreso de esos a los que vas con todos los gastos pagados, con las únicas intenciones de cobrar por no hacer nada, de ponerte morado a comer, de acostarte con alguien diferente de tu pareja habitual, de poner a caer de un guindo a tus enemigos profesionales y de añadir una entrada a tu currículo tan vacía de contenido como las anteriores? Filosofía en Benidorm debería ser un oxímoron, pero lamentablemente no lo es, pues ambos términos han pasado a representar la misma superficialidad. Por ello mismo, la ambientación de la novela es altamente prometedora, como verán.

Y Vivero cumple lo que promete: es un escritor de palabra. Los filósofos «a la violeta» (unos más violetas que otros, obviamente, y algunos rayando el morado) se descubren en estas páginas. Nos muestran (sin ellos saberlo) todas sus carencias, sus mezquindades, sus ignorancias, sus fatuidades. El libro —divertidísimo— se burla a placer de toda erudición inane y de esa moda de hablar completamente en serio de la esencia del Yo distinto cuando entra en contacto con el Otro, que no es sino el Tú de siempre, intentando centrarse en su propia mismidad, aunque diferenciado en su Otredad, al tiempo que el Ego se desdobla en un no-Yo que es un Tú-sí.

Las comunicaciones que esta horda de sabios presentan al congreso benidormense son deliciosamente cáusticas y descubren el vacío mental que existe en nuestra embaucadora elite de pensadores, el esnobismo imperdonable de los que la admiran y también —y esto es quizá lo mejor— el procedimiento de creación de la mentira. El autor no se limita a denunciar el sofisma: nos desvela en detalle cómo se construye, para que estemos al tanto y no nos embauquen.

Y entre ponencias y discursos, esta novela coral se torna dialogal y estimula nuestras células grises —que diría un Poirot—, mostrándonos al sabio en sus ratos libres, hablando pomposamente con sus camaradas de la esencia y la existencia en el Ser y tiempo heideggeresco cuando en realidad está pensando en la próxima subvención que pedirá a las instituciones públicas. Estas conversaciones nos revelan infinidad de verdades poco alentadoras sobre el ser humano, ante las que no puede emplearse ni otro escudo ni otro medio de defensa que la risa.

La iconoclasia del autor está aquí excelentemente empleada y su estupenda novela es todo un alegato para evitar la entrada de ratas, ratones de campo, filósofos y otros nocivos roedores en el granero de la sabiduría. Si el Estado decide por nosotros y manda en nuestras personas físicas, hay también otros grupos que influyen en nuestras personas mentales y no se puede dejar la creación de opinión, de tendencias y de decisiones sobre qué postura hemos de tener ante el mundo en manos de falsos profetas ni de falsos maestros. Porque, como dijo Metastasio una tarde en que estaba especialmente inspirado: «Por tolerar en silencio la intromisión del necio se arruinan las civilizaciones».

El comité, de Kafka

 


Se ha descubierto un manuscrito olvidado de un relato de Kakfa. Los especialistas están contentísimos, como niños con zapatos nuevos.

A mí esto no me hace feliz. Uno supone que las cosas están en su sitio, que uno se conoce a sus clásicos y, de pronto, te obligan a leer cosas nuevas y a modificar tus juicios. ¡Ya podrían estarse quietos todos aquellos que se dedican a escudriñar en cajones y baúles polvorientos en busca de textos de esta clase!

          Pero ¡qué se le va a hacer! Habrá que bregar con ello, digo yo. ¡Cuánto nos toca sufrir a los amargados que ejercemos el oficio de la crítica por ser incapaces de escribir nada por nosotros mismos!

          Aunque me da pereza, sigo. Se ha descubierto un nuevo texto kafkiano y vamos a tratar de él.

          Se titula El comité. El protagonista es un ser un tanto amorfo que no sabe muy bien si se llama Krontz o Krunch, porque en el relato se le denomina de ambas maneras indistintamente. Él mismo no se molesta en aclarar el equívoco. Quizá tampoco sabe muy bien cuál es la respuesta.

          Hay más imprecisión: Krontz es oficinista y trabaja en un edificio gris cuyas ventanas dan a un río que unas veces parece ser el Volga y otras, un afluente del Alto Orinoco.

          El caso es que el día de San Cosme y San Damián recibe una carta en la que se le comunica que pasa a formar parte de un comité, quiéralo o no, y se le conmina a presentarse tal día en tal sitio. No se especifica quién le convoca ni con qué fin.

          Krontz se presenta en el sitio indicado con una lata de atún en aceite en la mano derecha. Este dato se incluye, obviamente, para dar al relato un elemento de cotidianeidad, rasgo habitual en Kafka. (Cf. Arthur M. Brewster: The Presence of Tinned Foods in Various European Story Writers of the Twenties, Oxford University Press, 1984, pp. 253-256.)

          Hay diez personas alrededor de una mesa. Ellos son «El Comité» y tampoco tienen ni zorra idea de qué va aquello. Encontramos diálogos de verdadera maestría y altamente esclarecedores:

—Soy Krontz.

—Yo no.

—¿Qué tenemos que hacer aquí?

—Siéntate, por favor.

—Yo soy oficinista.

—¡Qué bien!

 

Todo esto proporciona al lector gran cantidad de información sociológica sobre la Europa de entreguerras.

          Resumiendo: el Comité no habla entre sí. Los que lo integran se limitan a estar muy serios todo el rato. Krontz quiere irse a su casa, pero no se va.

          Pasan días y la situación no mejora. Algunos integrantes del Comité salen y regresan al poco, pero sin información: sólo han ido al baño.

          En fin, ¿para qué aburrirles a ustedes con kafkianismos? El final de la historia es que el Comité se gasta un montón de fondos públicos en no se sabe qué. Como el dinero no es suyo, no les importa.

          Esta novela dará mucho de qué hablar.

 

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Electrodomésticos en el cine

  


Sobre el empleo de los electrodomésticos en el cine hay una serie de reglas fijas que ningún guionista de Hollywood se salta nunca. Si lo hiciera, sufriría las iras y violencias de la AAA (American Association of Appliances), que no sé en qué se beneficia de todos estos usos estúpidos.

          Enumeraré las reglas, para que las conozcan en España nuestros guionistas patatrios (perdón; quise escribir «patrios», pero es que he pisado mal las teclas).

 

Secador de pelo

Nunca se emplea un secador para que la protagonista se acicale y ponga guapa. Se supone que su cabello es magnífico desde que levanta por la mañana, sin que ella haga nada. Así es que su uso en el cine se limita a echarlo en una bañera para electrocutar al bañista incauto.

 

Frigorífico

          En el cine de Hollywood los policías no comen nunca, ni tampoco compran alimentos. Esto lo sabe todo el mundo. Pero sus neveras no deben estar completamente vacías. Se pretende indicar que, en otros tiempos pasados, sí comían algo. Por ello, cuando regresan a sus destartaladas casas y abren las neveras, dentro han de hallar un cartón de leche estropeada y un tomate pocho. Pero no cierran la nevera con desilusión, sino que tienen obligación de atizarse un trago de leche inmunda y escupirla en seguida, entre muecas de asco. Así es que, como policías, no resultan perspicaces.

 

Teléfono

          Esta máquina es importantísima, de máxima prioridad. Da igual que los personajes estén en medio del acto con una diosa (o dios) del sexo o teniendo la conversación más trascendental de sus vidas; si oyen el teléfono, paran todo y lo cogen. ¿Por qué? Porque en los EE.UU. no se hacen llamadas inanes del estilo de «Ya he salido. Voy de camino.» Todas las llamadas allí son importantísimas: vienen ya filtradas y a los protagonistas de las películas nunca les quieren colocar una oferta de móviles ni nada por el estilo.

 

Aspiradora

          El objetivo fílmico de las aspiradoras es tapar con su ruido otros ruidos que puedan producirse. Si encierran a alguien en el sótano, si raptan a un niño en el jardín o lo que sea, nunca se oyen los gritos de auxilio, porque ése es el momento de quitar el polvo y el ruido de la aspiradora impide que se escuchen. Esto es fijo.

 

Maquinilla de afeitar eléctrica

          Las afeitadoras eléctricas tienen poco mercado, porque sólo se venden a policías, detectives privados o abogados sin clientela. Los gangsters, que dominan el arte de vivir, se hacen afeitar con navaja y la otra gente se afeita en casa con cuchillas normales. La norma sobre maquinillas eléctricas es que sólo se emplean en la oficina y que sólo las usan aquellos que tienen la barba tan cerrada que tienen que estar afeitándose sin parar.

 

Plancha

          La aparición de una plancha en una película tiene lugar únicamente cuando se va a producir una distracción y la prenda se va a quemar. Si esto no va a suceder, nunca veremos a nadie planchando.

 

Lavaplatos

          Son de mentira. En la secuencia de la fiesta, el dueño y la dueña de la casa se van a la cocina y se ponen los guantes de goma. Van comentando lo que ha pasado durante la cena (mientras los invitados aún siguen en el salón) y llenando el lavavajillas. Pero ¡después de lavar en el grifo cada plato! Es decir: que meten los cacharros en la máquina, pero ya los meten limpios. Ésta es, para mí, una de las grandes incógnitas del ethos estadounidense.