El sensacionalismo

Los archivos del Pentágono

 

 


(Steven Spielberg, 2017)

 

Los EE. UU. fueron muy chulos al Vietnam, se gastaron miles de millones, diezmaron —por así decirlo— a la juventud de su país, perdieron la guerra, hicieron un ridículo sonado y se volvieron con el pato entre las rabas.

          Y, además, mintieron como bellacos, porque sabían desde un principio que no podían ganar de ninguna de las maneras y se lo ocultaron al pueblo americano. (Bueno, tampoco es que importe mucho: el pueblo americano ignora tranquilamente un montón de cosas; muchos creen que España está debajo de México y que América se descubrió en el siglo XIX[1]).

          Esta desfachatez política es la que se denuncia en esta película stevenina spielbergiana, en la que el secretario de Defensa Robert McNamara (durante un vuelo con muchos gin tonics y azafatas macizas) le confiesa un amiguete que la guerra es inganable, aunque en público dice otra cosa, obviamente.

          El amiguete fotografía docudores comprometedentos (documentos comprometedores, vaya; perdón por la metátesis imprevista) y los filtra (tras cobrárselos) a The New York Times. La editora en jefa de The Washington Post se hace con los papeles (no nos pregunten cómo, porque no está claro) y viene entonces un tira y afloja sobre si se publica o no se publica el material, sobre si el gobierno toma represalias o no las toma y sobre si el espectador se aburre o no se aburre, porque durante muchas secuencias la historia no avanza.

          El asunto llega por sus pasos contados al Tribunal Supremo (cuyos miembros llegan en taxi) y los editores del Post y del Times, sentados en el banquillo como los malos jugadores, se sienten como si se hubieran tomado un litro de café con trozos de melón y un potente laxante (valga el eufemismo). Se produce entonces una pelea por cómo interpretar la Primera Enmienda.

 

Inciso aclaratorio

          Sobre las importantísimas enmiendas de la Constitución americana hay que decir que se hicieron más tarde precisamente porque los temas que trataban no les parecieron importantes a nadie durante la primera redacción, por lo que se quedaron fuera del texto.

 

*

 

Ahora la pregunta es: ¿acertará el Tribunal cuando falle? ¿O fallará cuando falle, lo que sería lo más lógico? La cosa tiene sus bemoles y hasta algún sostenido. Finalmente, todo se arregla con un happy ending, pues no deja de ser una película americana. El veredicto favorece a los periodistas, a los que se les da permiso para imprimir libremente todo lo que les salga de las rotativas. El presidente Nixon coge un cabreo tan monumental como el monte Rushmore o el Gran Cañón del Colorado, por lo menos, y prohíbe a los reporteros del Post pisar la alfombra de la Casa Blanca ni informar de nada de lo que pase por allí. Prohíbe incluso que se compren perritos calientes en el puesto que hay en la esquina de Pennsylvania Avenue con la calle 14, cerca de la Casa Blanca. Pero dará igual, porque el Post se vengará con el escándalo Watergate.

          Pero eso ya es otra película.


 



[1] No es invención: hay encuestas que lo prueban.

 

Poemas de amor de la antigua India

Vademécum del oficinista eficaz

 

 

 

          ¿Quién no ha soñado con un genio de la lámpara que esté a nuestras órdenes y trabaje por nosotros? Yo, desde luego que sí he soñado con el tal fulano. Pero para rendir más con menos esfuerzo no hay fórmulas mágicas. He probado todas las que vienen en los libros esotéricos y he convertido a algunos animalitos en objetos curiosos, pero no he conseguido liberarme del trabajo.

Además, el mundo laboral nos exige cada día más en rendimiento y calidad, bajo la solapada amenaza de prescindir de nosotros si no les damos a los empresarios más plaquetas de nuestras venas a cambio de su dinero. Así es que no sólo tenemos que realizar nuestros cometidos y los de los compañeros a los que han puesto recientemente de patitas en la calle, sino que lo hemos de hacer muy eficazmente y que, encima, se note.

          He aquí algunas buenas prácticas que nos pueden ayudar.

 

Planificación

Está comprobado que un plan diario mejora el rendimiento. Si somos carteros y repartimos el correo por el orden alfabético de las calles, probablemente caminaremos más. O, si no tenemos planificación en absoluto y tendemos a hacer lo que nos es más agradable o más fácil (como quemar las cartas en una papelera para no tener que repartirlas), eso no siempre será lo mejor de cara a un ascenso. Por ello nos conviene tener una lista de las actividades cuya demora en su realización sea causa innegable de despido y asignarles importancia y prioridad, así como indicar la fecha en que deberían estar acabadas. A medida que las vayamos completando, debemos tacharlas de la lista, pero no borrarlas por completo, para poder saber luego lo que hicimos y cuándo, así como dónde tiramos la basura. Esta precaución es especialmente necesaria si manejamos residuos radioactivos o libros de Saramago.

Empecemos siempre por las tareas más urgentes e importantes y acostumbrémonos a que nuestro estado de ánimo o preferencias no nos impulsen a trabajar en algo accesorio, como la comprobación de que el Tetrix o el Candy Crush siguen en su sitio.

         

Conversaciones telefónicas

Al hablar por teléfono hay que procurar que nadie escuche lo que decimos, por si se descubre que no era un tema laboral. O bien podemos establecer un lenguaje en clave, si hablamos con nuestros familiares. Por ejemplo, en dicha clave, la frase «Señor Rodríguez, no tramite el expediente hasta que compruebe que le ha llegado la notificación pertinente» puede servir para decirle a nuestra hija que está en casa ayudándonos con las labores del hogar: «Yolanda, no eches los pimientos a la olla hasta que él guiso no lleve un rato cociendo».

Otra regla es que siempre hay que otorgar prioridad a la persona que tiene una cita o a la que estamos atendiendo que a cualquier llamada entrante. De esta manera obtendremos dos ventajas: daremos la impresión de ser muy profesionales y nos evitaremos tener que hablar con quien sea que nos llame, que de seguro será un pesado. Tampoco es conveniente telefonear inmediatamente cuando tenemos que preguntar algo. La mayor parte de los problemas y dudas que surgen en la oficina desaparecen por sí mismos si dejamos de ocuparnos de ellos durante un período de, digamos, tres meses. Así es que no hay que apresurarse a llamar a nadie. Por supuesto, debemos apagar el móvil en reuniones, pues si suena en medio de una, todos mirarán en nuestra dirección y es posible que se den cuenta de que estábamos dormitando. Tampoco es útil que suene mientras hacemos cuentas, crucigramas o alguna otra actividad que precise gran concentración.

 

Correo electrónico

Si estamos recibiendo y leyendo constantemente mensajes de algún líder africano en el exilio pidiéndonos que le dejemos usar nuestra cuenta bancaria para sacar una pila de dólares de su país a cambio de una gratificación multimillonaria, nuestra capacidad de trabajo se reducirá considerablemente. Así que no conviene tener avisadores de llegada de correos.

Muchos mensajes nos los mandarán a primera hora de la mañana o última de la tarde; éstos no se deben leer bajo ningún concepto. Los que nos mandan mensajes a primera hora son, obviamente, adictos al trabajo que quieren que nosotros trabajemos tanto como ellos, lo que no nos conviene nada. Los que los escriben a última hora son vagos olvidadizos y no vamos nosotros a meternos prisa por compensar un retraso que se debe a la pereza de otros. Así es que tales correos es mejor ignorarlos por completo.

No leamos tampoco mensajes antes de las reuniones: puede que sea una broma divertida de algún amigo y nos riamos luego sin querer en las barbas del jefe recordando el contenido del mensaje. O, como mínimo, nos desconcentrarán y nos harán llegar tarde.

 

Reuniones

Hay que evitarlas, siempre que se pueda. Muchas de ellas sólo sirven para compartir información que podría difundirse por otro medio y para que justifiquen su sueldo personas que no hacen otra cosa que reunirse aunque no haga falta. Si nos vemos obligados a asistir es mejor que seamos el moderador (para asegurarnos de que acabamos antes) o el que toma nota de las decisiones (para poder olvidarnos de apuntar aquellas decisiones que redunden en más trabajo posterior para nosotros). Pero, generalmente, las reuniones acaban en pérdida de tiempo, así es que conviene planificarlas de antemano para poder dosificar sabiamente nuestros moscosos y nuestras gripes.

 

El punto y coma

Million Dollar Baby

 


 

¿Películas de deportes?

Por ejemplo: Million Dollar

Baby, en que salen Clint Eastwood,

Hillary Swank y hasta Morgan

Freeman. Va de boxeadoras

y, como ya es la costumbre,

en cuanto sale en la historia

una mujer que arrea fuerte,

la Academia le da un Oscar.

 

La «prota» de la película

es camarera por horas,

tiene nombre de pastilla

de caldo para la sopa

(la mujer se llama Maggie)

y es un rato soñadora.

Quiere ser profesional

y llegar a campeona

de los pesos pluma o wélter.

Para conseguirlo, ahorra,

nutriéndose en su garito

de los filetes que sobran,

reciclando las patatas

fritas, aguando la cola

y viviendo en una ca-

ravana sucia y pringosa,

porque cuando se le mete

alguna idea en la chola,

no para hasta conseguir

lo que pretende. No es broma.

 

Va al gimnasio cochambroso

de Frankie, porque este cobra

muy poco. Y ella pretende

—cual quien no quiere la cosa—

que él le enseñe y que la entrene.

Él responde: «¡Ni de coña!,

que yo llevo a un campeón

fuerte, cual de aquí Oklahoma,

por lo que no entreno a chicas,

incluso aunque estén buenorras».

Vamos, que se niega a hacerlo,

porque la Maggie no es moza

(tiene ya cuarenta tacos)

y las fuerzas no le sobran.

 

Pero el boxeador de Frankie

es una mala persona:

no agradece que le haya

representado hasta ahora

y en vísperas del mayor

combate, va y le abandona.

 

A falta de algo mejor,

como la otra le llora,

Frankie decide enseñarle

la práctica y la teórica.

Ella empieza a ganar títulos

y enseguida ambos se forran.

 

Viendo el éxito, decide

Frankie enfrentarle a «la Osa»,

púgila que —si le place—

te deja la nariz rota,

un ojo a la funerala

y los dientes en la lona.

 

Comienza al fin el combate

con una ración de tortas

y cuando Maggie se piensa

que va a ser la triunfadora,

la otra tipeja le atiza

un cate con mala sombra,

pues Maggie se cae de lado

y se da en la cocorota

con un banquito, quedándose

tetrapléjica y marmórea.

Pierde el combate y las piernas,

y está con respiradora

automática, pasándose

veinte semanas en coma.

El film te hace llorar más

que si peleases cebollas.

Así es que, si van a verlo,

llévense ustedes la mopa.

 

La visita su familia

con la intención insidiosa

de que firme unos papeles,

dando hasta el último dólar.

Aunque Maggie está impedida,

no es cretina ni es idiota

y, haciendo un tremendo esfuerzo,

manda a todos a la porra.

 

Y por si el público había

vertido muy pocas gotas,

hay otro episodio triste

de angustia, miedo y zozobra,

porque la feroz gangrena

le pone una pierna pocha.

Se la tienen que cortar,

porque, en realidad, le sobra.

 

Se acerca ya el final trágico

de esta «peli» tan famosa

y Maggie le pide a Frankie

que la mate por la posta

sin que se enteren los médicos,

que a ellos ¿qué les importa?

Frankie duda, no se atreve

y va a ver al padre Horvac,

su consejero, quien dice

que es acción pecaminosa,

que ¡de ninguna manera!

Frankie hace la cosa lógica:

pasa del cura, va a ver

a Maggie y la desenchofa.

(Si pongo ‘la desenchufa’,

la rima es defectuosa,

por lo que tengo que cam-

biar una letra por otra).

 

Y ya no hay más que contar,

lector, así que ¡hasta otra!


 

 


Reyes contraproducentes

Los gatos en la Antigüedad

 

 


 Origen mítico

          Si hemos de creer en los mitos —que no hemos de hacerlo, porque todos son mentira—, la especie gatuna se originó en el arca de Noé. Un ratón y una ratona que no tenían nada mejor que hacer durante la travesía se dedicaron a aumentar sus camadas en progresión geométrica, creando un problema de abastecimiento alimentario. Entonces Noé le pasó tres veces la mano por los morros a una leona que había por allí y la leona estornudó un gato, que se ocupó del problema ratonil.

          Según otra versión (solo tolerada para mayores de 18 años), la vida en el arca era muy aburrida y como el león estuviese durmiendo casi todo el rato, un mono convenció a la leona de que olvidara sus votos de fidelidad. Esta transgresión de las leyes naturales dio origen al gato tal y como hoy lo conocemos.

 

La Prehistoria

Se cree que la domesticación del gato comenzó en el 7 500 a. C y se completó en el 7 000, a mediados de diciembre. Los gatos actuales tienen un antepasado común, relacionado con los aitanis, un carnívoro de los bosques que apareció hace 60 millones de años, a principios de julio, y que tenía la talla y velocidad de las jinetas. Estos bichos poseían un cuerpo alargado y colas largas, y comían como limas.

De los proailurus y los pseudaelurus surgen los gatos. Los félidos se dividieron en dos subfamilias... (¿de verdad les interesa esto?; a nosotros, no, así es que lo resumiremos al máximo).

Durante el Oligoceno... (hace mucho tiempo de eso).

En el Mioceno (también es muy antiguo).

Hace diez millones de años (esto ya es más digerible) surgieron los félidos modernos, que se originan en Asia y se dispersan enseguida por todo el mundo, a excepción de Australia, Madagascar y Murcia (no se sorprendan: no hay leones ni tigres en Murcia).

Hablamos del Felis catus, cómo lo llamó Carl von Linneo, que se ganó la vida inventándose nombres para las cosas, como un publicista cualquiera. Los primeros datos sobre la domesticación de los gatos se hallaban en Egipto, hacia el año 2000 a. C., hasta que se descubrieron restos de uno en una tumba de Chipre y se dio un salto atrás de 5000 años más, hasta el 7500. Ese margen de error es el que nos hace desconfiar ligeramente de arqueólogos e historiadores.

Por sus características, se dedujo que aquel, más que un gato domesticado, era un gato «acostumbrado». Vamos, que aguantaba vivir cerca de los hombres, pero sin que le hiciese demasiada gracia la cosa.

Con la aparición de la agricultura se inventaron los silos y graneros, y, consecuentemente, la Naturaleza fue e inventó los ratones para que se comieran el excedente de alimento. Luego vinieron los gatos a poner orden en aquel buffet libre en el que los graneros se habían convertido.

Un especialista, Charles Driscoll, hizo una encuesta entre 979 gatos y de las respuestas de estos dedujo que la domesticación del gato había tenido lugar en el creciente fértil del Nilo entre el 8000 y el 10000 (no quiso pillarse los dedos con la fecha exacta).

 

 

Grecia y Roma

          ¡Qué curioso, que en muchas historias Grecia y Roma aparecen juntas, como hermanas gemelas, cuando en realidad se llevaron muy mal, guerrearon y la otra sometió a la una, robándole su cultura! En fin...

          Los griegos se dedicaron en un momento histórico al comercio de gatos (así, como suena). Los precisaban para acabar con esos «marditoh roedoreh», que diría el gato Jinks; como los egipcios no se los quisieron vender, los robaron impunemente. Se hicieron con seis parejas y las llevaron a Grecia para que se reprodujesen, tras hacer esas cosas que hay que hacer cuando quieres reproducirte.

          Años después, establecieron un comercio muy lucrativo, vendiéndoles mininos a los romanos, a los galos y a los celtas, haciendo una rebaja en el tercero si les comprabas dos. De esta manera, la cuenca mediterránea se gatificó.

          Los griegos no llegaron a deificar al gato, como habían hecho los egipcios, pues eran gente un tanto sensata, pero sí que le cogieron cariño, pues era más elegante y limpio que los humanos (y las humanas) y que las mangostas que solían usarse antes para desratizar y desratonizar, que lo. dejaban todo perdido.

          Como animal de compañía, en Grecia se prefería al perro, pero se puso de moda regalar gatos por los cumpleaños y la gente se acostumbró a tenerlos en casa y a limpiarles la arena.

          Claro que no todos amaron a los gatos. Esopo, sin ir más lejos, no saca ninguno en sus fábulas, sino que se las apaña con la comadreja. Parece ser que de niño le arañó uno ya les cogió manía para siempre. Por ello, los gatos no tienen lugar en la literatura helénica fabulística y esópica, porque en otros libros sí aparecen.

          Roma no quiso saber nada de gatos. Allí llamaban ‘feles’ a un felino de pequeño tamaño: el gato montés, que luego apareció protagonizando alguna zarzuela. Como no era costumbre criarlos en las casas, no podemos decir nada más de ellos. Bien es verdad que los griegos se los estaban vendiendo a precios imposibles y que esto dificultó su propagación.