Otro soneto a Violante

 

Todo el mundo que sabe algo sabe que Lope de Vega improvisó un poema para una dama que se encontró en una fiesta y que le insistió mucho. El soneto trataba precisamente de eso: de en qué consistía un soneto. Recordémoslo:



Un soneto me manda hacer Violante
que en mi vida me he visto en tanto aprieto;
catorce versos dicen que es soneto;
burla burlando van los tres delante.

Yo pensé que no hallara consonante
y estoy a la mitad de otro cuarteto;
mas si me veo en el primer terceto,
no hay cosa en los cuartetos que me espante.

Por el primer terceto voy entrando,
y parece que entré con pie derecho,
pues fin con este verso le voy dando.

Ya estoy en el segundo, y aun sospecho
que voy los trece versos acabando;
contad si son catorce, y está hecho.

          Lo que no sabe la gente es que Lope, esa noche, al llegar a su casa, escribió otro soneto muy distinto, contando detalles sobre la improvisación que tuvo que hacer. Esa composición (inédita hasta ahora) es la que reproducimos aquí, porque no tiene desperdicio:

Para mostrarme amable ante el anhelo
de Violante —que estaba muy pesada
pidiéndome una obra improvisada—
le escribí una, por tomarle el pelo.

Me saqué en un plis plas del cerebelo
una sarta de versos en cascada
que parecían algo y eran nada.
Para aclararlo: le metí un camelo.

En un cuarteto describí un soneto,
de su estructura dile la receta
y con argucia tal pasé un buen rato.

Llegué de esta manera hasta el terceto
final y concluí la cuchufleta
poniendo como firma un garabato.


UNA NOVELA DE KAFKA

 Hallazgo de un manuscrito inédito del autor

 

Se ha descubierto un manuscrito olvidado de una novela de Kakfa: El comité. Los especialistas están contentísimos, como niños con zapatos nuevos.

A mí esto no me hace feliz. Uno supone que las cosas están en su sitio, que uno se conoce a sus clásicos y, de pronto, te obligan a leer cosas nuevas y a modificar tus juicios. ¡Ya podrían estarse quietos todos aquellos que se dedican a escudriñar en cajones y baúles polvorientos en busca de textos de esta clase!

Pero ¡qué se le va a hacer! Habrá que bregar con ello, digo yo. ¡Cuánto nos toca sufrir a los amargados que ejercemos el oficio de la crítica por ser incapaces de escribir nada por nosotros mismos!

Aunque me da pereza, sigo. Se ha descubierto un nuevo texto kafkiano y vamos a tratar de él.

Se titula El comité (esto ya lo hemos dicho). El protagonista es un ser un tanto amorfo que no sabe muy bien si se llama Krontz o Krunch, porque en el relato se le denomina de ambas maneras indistintamente. Él mismo no se molesta en aclarar el equívoco. Quizá tampoco sabe muy bien cuál es la respuesta.

Hay más imprecisión: Krontz es oficinista y trabaja en un edificio gris cuyas ventanas dan a un río que unas veces parece ser el Volga y otras, un afluente del Alto Orinoco.

El caso es que el día de San Cosme y San Damián recibe una carta en la que se le comunica que pasa a formar parte de un comité, quiéralo o no, y se le conmina a presentarse tal día en tal sitio. No se especifica quién le convoca ni con qué fin.

Krontz se presenta en el sitio indicado con una lata de atún en aceite en la mano derecha. Este dato se incluye, obviamente, para dar al relato un elemento de cotidianeidad, rasgo habitual en Kafka. (Cf. Arthur M. Brewster: The Presence of Tinned Foods in Various European Story Writers of the Twenties, Oxford University Press, 1984, pp. 253-256.)

Hay diez personas alrededor de una mesa. Ellos son «El Comité» y tampoco tienen ni zorra idea de qué va aquello. Encontramos diálogos de verdadera maestría y altamente esclarecedores:

—Soy Krontz.

—Yo no.

—¿Qué tenemos que hacer aquí?

—Siéntate, por favor.

—Yo soy oficinista.

—¡Qué bien!

Todo esto proporciona al lector gran cantidad de información sociológica sobre la Europa de entreguerras.

Resumiendo: el Comité no habla entre sí. Los que lo integran se limitan a estar muy serios todo el rato. Krontz quiere irse a su casa, pero no se va.

Pasan días y la situación no mejora. Algunos integrantes del Comité salen y regresan al poco, pero sin información: sólo han ido al baño.

En fin, ¿para qué aburrirles a ustedes con kafkianismos? El final de la historia es que el Comité se gasta un montón de fondos públicos en no se sabe qué. Como el dinero no es suyo, no les importa.

Esta novela dará mucho de qué hablar.

 

El Partenón

 

Los atenienses tenían una muy pobre opinión de ellos mismos. Por eso, cuando vencieron a los persas en el siglo v a.C., sabían que no había sido por sus propios méritos, sino que los dioses habían tenido forzosamente que intervenir. Como los persas eran de natural tozudo e iban a volver a la carga más tarde o más temprano, los griegos decidieron congraciárselos para tenerlos a su lado a la vez siguiente y por ello construyeron el Partenón. Que los dioses se pongan contentos porque los mortales coloquen unas piedras encima de otras es algo que todavía está por ver.
El caso es que lo hicieron, por iniciativa de Pericles, que lo decidió alegremente porque él no tenía que acarrear los pedruscos. Si se les hubiera preguntado a los esclavos de la ciudad, con toda probabilidad habrían dicho que no era menester hacerlo, pues Palas Atenea era una diosa muy comprensiva y con unas cuantas flores en cualquier altarcillo se habría dado por contenta.
          Este templo —dórico como él solo— se erigió en bastante menos tiempo que la Sagrada Familia y ha dado bastante más dinero en turismo, lo que demuestra que los griegos nos llevan la delantera en muchas cosas: incluso los griegos de hace veinticinco siglos.
          Está emplazado en la acrópolis de Atenas, una colina a la que se accede sólo después de sudar mucho.
          El encargado de esta construcción fue el famoso escultor Fidias, que se quedó con la mayor parte del presupuesto y subcontrató a Ictinio y a Calícrates para que realizaran la parte más dura. Lo llevaron a cabo desde el 447 al 438, trabajando cinco días y medio, pues hacían semana inglesa[1].
          Para la construcción se contó con una patulea de canteros, albañiles, pintores, herreros, y tiradores de la cuerda (los que hacían funcionar las poleas, queremos decir; no sabemos si este oficio tiene un nombre específico). Los trabajadores eran esclavos, metecos (extranjeros) y ciudadanos de los que estaban muertos de hambre. Cobraban una dracma cada día (cada día que se la pagaban, que no eran todos). Se dice —y es hecho famoso— que los arquitectos también cobraban una dracma solamente. Pero lo que no se dice es cada cuanto tiempo la cobraban (era cada minuto).
          El templo se realizó con mármol blanco procedente del monte Pentélico, de una cantera elegida por la calidad de su material y porque pertenecía a un cuñado de Pericles, aunque no creemos que esta circunstancia tuviera nada que ver en su elección. Este mármol adquirió con el paso del tiempo una fina pátina dorada (se puso amarillento y viejo, vamos,) lo que le dio un toque vintage. Se usaron 22.000 toneladas de este material. Se tallaba allí mismo y luego se deslizaban las piezas colina abajo en unos trineos muy chulos.
La pieza central era una estatua criselefantina, que no sabemos lo que significa, pero que nos suena a que era algo impresionante. Representaba a Atenea Párthenos y era de oro y marfil, concretamente 1.200 kilogramos de oro y el marfil de una manada de elefantes medianita.
          La efigie estaba colocada en un patio central que se hallaba situado en el centro, como es la obligación de cualquier patio central digno de su nombre. Amplias ventanas dejaban pasar la luz con el decidido propósito de iluminar el interior del recinto de tal modo que el que entrara a contemplar a la estatua de la diosa se quedara sobrecogido y patidifuso.
          Atenea Párthenos, «la virgen», era la deidad tutelar como ya hemos dicho (y si se nos había olvidado decirlo, lo decimos ahora) y en su honor el edificio recibió su nombre. Así es que ‘partenón’ viene a significar el «virginón», lo que no se traduce porque suena feo.
          Según hemos leído en algún sitio, este edificio es octástilo y períptero, lo que no deja de ser un consuelo. Aparte de eso tiene pronaos y un epistodomo con próstilo, lo que nos alegra aún más, si cabe.
          Pero lo que ha hecho famoso al Partenón son, sin duda, sus metopas, que resultan tremendamente divertidas. Representan diversas escenas mitológicas: la gigantomaquia en el este, la centauromaquia en el sur, la amazonomaquia en el oeste y la troyamaquia en el norte. En el tímpano este (no en este tímpano, sino en el tímpano del lado este) se veía a Atenea naciendo y en el del oeste, el momento en que discutía con Poseidón por el patrocinio de la ciudad de Atenas, y después, cuando firmó el contrato por el que se comprometía a ser la deidad tutelar de la ciudad y defenderla.
          En la parte exterior del muro se añadió un friso con trescientas sesenta figuras. Estaba a doce metros del suelo, por lo que no era especialmente visible, circunstancia que aprovecharon los escultores para tallar dieciocho veces la misma escena repetida, sin que nadie se diera nunca cuenta de ello. Oficialmente se supone que el friso representa a las Panateneas saliendo de paseo.
          Todo el edificio estaba pintado de colores vivos, porque los colores muertos le daban un aspecto demasiado fúnebre. Pero la pintura desaparecía con la lluvia, por lo que había que estar restaurándolo continuamente. Otra opción que se consideró para evitar esto fue conseguir que no lloviera nunca. Los atenienses se pusieron a la tarea de impedir la lluvia y hemos de confesar que estuvieron a punto de conseguirlo, aunque al final sus intentos no lograron todo el éxito deseado.
          Cuando se inauguró el templo en el 438 —el día del Corpus—, se acusó a Fidias de haberse quedado con parte del oro destinado a la efigie de Atenea. Fidias era amiguete de Pericles y le pidió ayuda, pero el insigne estadista chaqueteó miserablemente. El gran escultor se fue al exilio —con el oro puesto— y no se supo más de él, salvo que no volvió a coger un cincel en el resto de sus días, sino que se dedicó a vivir la vida, convencido de que el trabajo daña a la salud.
El edificio se ha convertido en uno de los símbolos más destacados de Grecia, junto con el sirtaki que bailaba Zorba, los bigotes desmesurados y el queso feta.
          A lo largo de los siglos conservó su función religiosa (salvo las mañanas de los jueves, días en que se instalaba un mercadillo entre sus columnatas). Fue iglesia bizantina, iglesia latina, mezquita musulmana y hasta sirvió como lugar de conferencias de los rotarios en una o dos ocasiones.
          En el año de 1687 los turcos pasaron por allí y usaron el edificio para guardar la pólvora que necesitaban para sitiar la República de Venecia. Un almirante veneciano, Francesco Morosini (apellido que significaba que nunca pagaba sus deudas), disparó un cañón contra Atenas con muy mala idea. La bala cayó en el Partenón y lo partenó por la mitad. La explosión deterioró un gran montón de columnas y hay constancia de que al menos ciento cincuenta de las trescientas sesenta figuras del friso salieron corriendo de allí y no volvieron nunca.
          La cosa no terminó ahí. Allá por el 1810, a principios del siglo vii, Thomas Bruce Elgin, el embajador británico en Constantinopla, con toda su cara inglesa, desmontó la mayor parte de la decoración escultórica que quedaba y la hizo trasladar a Inglaterra, donde se la vendió al Museo Británico, con lo que quien visita Londres no necesita para nada ir a Grecia[2].
¿Qué más podríamos decir del Partenón? Podríamos decir muchas cosas, pero entonces no quedaría ningún misterio y ninguna incógnita. Así es que preferimos callarnos y dejarlo aquí, lo que resulta mucho más descansado.




[1] Hemos dicho que hicieron el trabajo, pero no hay verdadera constancia. De hecho, el ingeniero bizco y romano Vitruvio escribió cuatro siglos más tarde que hubo un tercer arquitecto, llamado Carpión, del que no se dijo nada, así que es probable que los subcontratistas sub-subcontrataran a su vez.
[2] En dicho museo se exhibe también medio Egipto, robado igualmente de su emplazamiento original, por lo que la entrada al lugar acaba saliéndote muy rentable, ya que visitas tres países por el precio de uno.

Velázquez literal

 

          Diego de Silva Velázquez perteneció a la nobleza, que nunca lo quiso vender, pese a que el clero y la burguesía le hicieron a la nobleza sucesivas ofertas por él, a cual más tentadora. A lo sumo, la nobleza llegó a alquilarlo por unos días, pero siempre haciendo que dejaran un buen depósito.
          Desde muy joven Diego decidió consagrarse a la pintura, por lo que no tardó en hacer los votos y aportar una dote a fondo perdido, renunciando a su vida pasada.
          Ya pintor, puso especial énfasis en dominar el retrato; pero el retrato era díscolo, no se dejaba dominar y ambos terminaban siempre teniendo grandes discusiones. Velázquez lo intentó todo y recurrió finalmente a la fuerza bruta para domeñarlo. Pero el retrato, harto de estos malos tratos, se escapó varias veces.
          Sus primeros años de pintura fueron muy prometedores, pero luego se descubrió que eran falsas promesas. Velázquez demandó a los años por incumplimiento. Los años se defendieron como pudieron, dando largas al asunto. Finalmente, el pintor los llevó ante el rey, que falló en su favor, obligando a los años a que cumplieran lo prometido.
          A partir de este momento, la carrera de Velázquez fue imparable, por lo que el pintor, sin un minuto de descanso, estaba siempre hecho polvo.
          Su posición en la Corte le permitió realizar un ansiado viaje a Italia. Su posición le dijo: «Tú, vete y no te preocupes de nada, que yo me ocupo de tus asuntos.» Velázquez se fue.
          Velázquez mantuvo siempre una postura de proximidad al rey. Le puso un piso a la postura en la calle Mayor y le pasaba una saneada renta en maravedíes todos los meses, aunque ocultó a su mujer sus relaciones con la postura, para evitarse problemas domésticos.
          Su importancia en la Corte se vio alterada por el alejamiento del Conde-Duque de Olivares. Se hubo de llamar a los mejores médicos, que aconsejaron una cura de reposo. Al cabo de unos meses en el balneario de Loeches, a su importancia se le pasó la alteración y pudo hacer ya su vida normal.
          El pintor aprovechó un segundo viaje a Italia para empaparse del estilo del Tiziano y del Veronés. No regresó a España hasta que no estuvo seco del todo.
          En 1652 fue nombrado aposentador de los palacios reales y, gracias a su nuevo cargo, pudo gozar de un amplio apartamento en la Casa del Tesoro. El apartamento, por su parte, no gozaba mucho con aquello, pero fingía hacerlo para no crearle complejos al pintor.
          En este cometido, Velázquez arreglaba las habitaciones del Palacio Real. Pero éstas se volvían a estropear enseguida y había que esperar a que trajesen los recambios de Italia.
          De entre los retratos que hizo en esta época, Las meninas se convirtió en un paradigma de la obra del pintor. Fue el primer paradigma que pudo ser admitido en la Corte y a muchas mentes retrógradas no les pareció bien, porque consideraban a los paradigmas como propios del pueblo llano e indignos de alternar con la nobleza.
          En 1660, tras haber pasado la mañana con el rey, el pintor se sintió mal y se le disparó la fiebre. De resultas de este accidente falleció.
          Su obra ha pasado a la posteridad y se ha quedado allí, porque la posteridad es un sitio con un microclima muy agradable donde, al parecer, se vive muy bien.

La conspiración


El embozado llamó a la puerta. Le respondió una voz hosca.
          —¡La contraseña!
          —«¡Salve y viva Pepe Hillo!»
          —Adelante, hermano.
          La puerta se abrió y el embozado penetró en la estancia. Se despojó de la capa, pero no se quitó el antifaz.
          —Soy el «Hijo de Rousseau».
          —Bienvenido. Llegas a tiempo —le contestó «Chacal sanguinario».
          —¿Y los demás?
          —Aún no ha venido nadie.
          El recién llegado estalló en cólera:
          —¡Ya estamos otra vez igual que el jueves! ¡Esto no puede ser! Si se queda a una hora, se queda a una hora. ¡Hay que ser serio!
          —No grites —le conminó el otro—. Los esbirros del malvado Fernando VII están por todas partes. Las paredes oyen. No pongas en peligro a nuestra hermandad secreta.
          —¡Qué hermandad secreta ni qué ocho cuartos! Esto me pasa por conspirar en España. En Londres era todo bien distinto.
          Sonaron golpes en la puerta.
          —¡Vaya, menos mal! ¿Quién va? —preguntó el «Hijo de Rousseau» por la mirilla.
          —«Azote de tiranos» —respondió la voz.
          —La contraseña.
          —No me acuerdo bien. Era «¡Salve!» y el nombre de un torero, pero no estoy seguro de cuál. Yo es que soy de la Sociedad Protectora y estoy en contra de la fiesta. Me parece una costumbre bárbara. Pero dénse prisa en abrir, por favor.
          Lo hicieron y «Azote de tiranos» entró corriendo.
          —¿Dónde está el retrete? —preguntó, angustiado—. Me estoy meando.
          —Llegáis tarde.
          —Lo sé, lo sé —dijo «Azote». Y desapareció por una puerta pequeña.
          —¿Quién más falta por venir? —preguntó «Hijo de Rousseau» a «Chacal sanguinario».
          —A ver... —recapituló—. Faltan «El silencioso», «El Pirata del Mar de los Sargazos», «Cosaco barbudo», «Un amigo de Marat», «El Tigre hambriento», «Atila español», «El verdugo despiadado», «Látigo fustigante», «El sangriento salmantino», «Flor de azalea» y otros leales compañeros.
          —¿«Flor de azalea»?
          —No os dejéis llevar por una primera impresión. Es un caballero fiel y dispuesto a los mayores sacrificios. Sabrá dar su sangre por la causa, llegado el momento.
          —Bueno, pero reconoceréis que son unos nombres estúpidos. No sé por qué me he dejado liar para conspirar con unos individuos tan informales.
          —Lo habéis hecho por el bien de la patria, para derrocar al tirano Fernando, que sólo se dedica a hacer ganchillo y ha acabado con las libertades que nuestros padres quisieron asegurarnos en las Cortes de Cádiz.
          «Azote de tiranos» volvió a entrar con cara de alivio.
          —¡Uf! —dijo—. ¡Qué a gusto me he quedado! ¡Ah!, por cierto, he visto a «Atila español» por el camino. Que no viene.
          —¡¡¡¿Qué?!!! —la voz del «Hijo de Rousseu» era un rugido.
          —Tiene al niño malo, con paperas. Pero me ha dicho que está de acuerdo con todo lo que decidamos, que contemos con él para lo que sea. Que lo que haya que hacer, lo hará.
          Esperaron un rato, sin que llegara nadie más.
          —Yo creo que podemos quitarnos el antifaz —propuso «Azote» tímidamente—. Da mucho calor y, de todas formas, nos conocemos todos.
          —Sí, Emilio, nos conocemos. Muchos de nosotros incluso hemos ido juntos al colegio —respondió «Chacal sanguinario»—. Pero hay que hacer las cosas como es debido. Y hemos jurado no quitarnos el antifaz.
          Estuvieron callados otro rato. Al cabo llegó «El Pirata del Mar de los Sargazos». Traía un saquito con peras de agua.
          —¡Perdón! —dijo—. Me he retrasado un poco, pero como aquí al lado hay un mercadillo que abre hasta tarde, he pensado en aprovechar el viaje. ¿Qué? ¿Cuándo damos la voz de ataque? ¿Cuándo empieza la revolución?
          —Eso quisiera yo saber. Habíamos quedado en decidirlo todo hoy y faltan muchos por venir.
          «Pirata del Mar de los Sargazos» profirió una terrible blasfemia y añadió:
          —Esto me cabrea mucho, porque al final siempre venimos los mismos. Así es como se pierde la motivación.
          —Espero que los demás no tarden —terció «Azote»—, porque yo hoy me tengo que ir un poco antes.
          —¿Pero qué os pasa? —preguntó, iracundo, «Hijo de Rousseau»—. ¿Es que no queréis librar a España del yugo fernandino?
          Nadie se atrevió a decir que no. Pasó otro largo rato.
          «Hijo de Rousseau» se paseaba como un león enjaulado. «Azote de tiranos», sentado en una silla, hacía solitarios con una baraja. «Pirata del Mar de los Sargazos» tenía la mirada perdida y parecía pensar en sus cosas.
          Tres cuartos de hora más tarde, «Chacal sanguinario» formuló la propuesta que rondaba por las mentes de todos:
          —¿Y si lo dejáramos para otro día, eh? Porque parece que hoy ya no va a venir nadie más.
          El alivio se reflejó en los rostros de los conjurados.
          —Será lo mejor —dictaminó, resignado, «Hijo de Rousseau»—. Nos reuniremos el primer domingo de julio, a la misma hora.
          —Pero que ese día venga todo el mundo. Y si no pueden, que lo digan con antelación.
          «Chacal sanguinario» se aseguró de que la calle estaba desierta y despidió a sus hermanos de ideas. Los conspiradores se cubrieron con el embozo y, tras decir el santo y seña, salieron sin ser vistos y desaparecieron en la oscuridad de la noche.
          Al cabo de un rato, volvieron a llamar a la puerta.
          Era «Pirata del Mar de los Sargazos», que volvía porque se había olvidado la fruta.

«Voltaire»

 

Contar las maldades de Voltaire es un no parar, porque el tipo fue un canalla redomado o al menos eso dijo de él mucha gente durante mucho tiempo. Parece ser que se dedicó básicamente a atacar a unos y a otros, lo cual está muy feo, ¿no les parece?

Repasemos ahora cómo fue su vida, intentemos juzgar sus actos sin apasionamientos y salgamos de dudas.

François-Marie Arouet nació en 1694, lo que de por sí ya es una grosería imperdonable.

En el colegio destacó por su habilidad en el latín y el griego, que llegó a dominar a la perfección, lo que demuestra que incluso de niño era ya repelente y odioso.

          Tuvo la desfachatez de estudiar Derecho, cuando lo que tenía que haber hecho, si quería ser un caballero elegante, era no estudiar nada en absoluto, sino dedicar su juventud a bailes, saraos y calaveradas, que es lo que se espera de un joven de la buena sociedad.

          En esa época recibió una cuantiosa herencia de la cortesana Ninon de Lenclos, que se la legó con el propósito expreso y declarado de que «se comprase libros». Voltaire obedeció y se compró todos los que pudo, lo que a nuestro entender fue un gran error. Ese dinero hubiera estado mucho mejor empleado en carruajes, caballos, vestidos elegantes, bastones con puños de plata y cosas por ese estilo, imprescindibles para la vida. En lugar de ello, Voltaire se compró librotes y se dedicó a la lectura, ese hábito tan pernicioso que corrompe a los jóvenes.

          Fue un gran mujeriego, entendiéndose por ello que galanteaba a las mujeres y les hacía muchos regalos, las amaba y las mimaba. Ahora bien, ustedes coincidirán con nosotros en que esa conducta es indigna de un hombre y que a las mujeres no hay que tratarlas como si fuesen reinas ni haciéndoles la vida tan agradable, como se la hizo el libertino de Voltaire.

          En 1715, al joven Arouet, arrastrado por su carácter vicioso, no se le ocurre otra cosa mejor que escribir una sátira contra el duque de Orleans. ¿Dónde se ha visto algo de tan mal gusto como ir criticando a los que detentan el poder? Por dar su opinión en un escrito fue justísimamente condenado a ser encerrado en la Bastilla durante un año (se merecía mucho más). ¿Y qué dirán ustedes que hizo durante su estancia en prisión? No se dedicó a delatar a sus conocidos, ni a explorar nuevos terrenos amatorios con sus compañeros de reclusión, como suele ser lo habitual, ni tampoco simplemente a vegetar. El muy perverso pasó su tiempo de condena ¡aprendiendo literatura! ¿Cabe mayor depravación?

El malvado Voltaire tuvo un conflicto serio con el noble De Rohan. Ambos decían hallarse enamorados de la misma dama y ustedes estarán de acuerdo en que si un aristócrata pretende a una mujer, el hijo de un notario tiene el deber de renunciar al amor y dejar el campo libre a su oponente, que para eso ha nacido en mejor cuna. Pues bien, el vil Voltaire, sin respeto alguno por la sacrosanta institución de la nobleza, siguió enamorado de la dama. De Rohan, claro está, mandó a sus lacayos a darle una paliza a Voltaire y nosotros decimos que hizo muy bien. La orden era matarle, pero los lacayos —gentuza baja y sin principios— no obedecieron la orden, sino que se compadecieron del escritor y no llegaron a acabar con él, sino que sólo le dejaron medio muerto. Voltaire retó a De Rohan a un duelo para vengar su honor —como si un hombre del pueblo tuviera honor— y, por supuesto, De Rohan se negó, porque sería una deshonra cruzar su espada con un burgués cualquiera. Así es que lo que hizo para quitarse de encima a una mosca tan molesta fue usar su influencia en la corte para hacer encerrar de nuevo a Voltaire en la Bastilla, de donde no tenía que haber salido.

          Tiempo después, el escritor marchó a Inglaterra, donde se dedicó a otras actividades infames como todas las suyas: difundir y defender el pensamiento del científico Isaac Newton y del filósofo John Locke, enemigos declarados del Antiguo Régimen.

          Escribió entonces sus Cartas filosóficas, en las que aconsejaba a los franceses que adoptasen usos y costumbres de los ingleses, alegando que aquéllos estaban más avanzados. Esta tremenda falta de patriotismo de Voltaire era realmente intolerable. En el libro mantenía que Francia era una sociedad atrasada, lo que era una manera de ir contra la sagrada tradición. Ello causó un escándalo justificado y todo el país galo reaccionó odiando al escritor como se merecía.

          En ese libro y otros, el pernicioso Voltaire defendió la tolerancia religiosa (ser débil en defensa de las propias creencias) y la libertad ideológica (permitir el caos resultante de que cada uno piense lo que quiera en lugar de que todos piensen lo que se les diga y obedezcan ciegamente a la autoridad, que es lo correcto y lo que todos deben hacer). Se comprende que Voltaire se convirtiera en un símbolo del mal para muchos europeos.

          Francia hizo muy bien rechazando a Voltaire y a su obra. En Alemania, en cambio, le acogieron con aprecio. En Berlín le nombraron académico, historiográfico y Caballero de la Cámara Real. El mismo Federico II «el Grande» le invitó a alojarse en el palacio de Sanssouci y a dirigir sus tertulias. Pero ya sabemos que de los alemanes no se puede uno fiar porque todo lo hacen al revés. El que ellos apreciaran a Voltaire no significaba absolutamente nada, porque se sabe que la única gente con inteligencia en todo el mundo es la de París.

Voltaire tuvo otros vicios asquerosos que pasamos a listar.

          Por ejemplo, fue muy aficionado al teatro, ese receptáculo de malas costumbres, que él decía que era un arte sublime.

          Escandalizó a los calvinistas ginebrinos, afeándoles el hecho de haber quemado a Miguel Servet. Y es lo que nosotros decimos: si quemaron a Servet fue porque expresó opiniones que no estaban de acuerdo con las de la autoridad religiosa de la ciudad, que era Calvino, lo cual era inaceptable. Y a fin de cuentas, ¿quién era Voltaire para protestar de lo que los calvinistas habían hecho o habían dejado de hacer?

          Satirizó en sus obras a los corruptos, ya fuesen clérigos, nobles, reyes o militares. Carecía del sentido común suficiente para saber que la corrupción entre el pueblo llano y los burgueses debe perseguirse siempre, pero que el primer y segundo estados son intocables y nunca se les ha de criticar, hagan lo que hagan, porque eso socavaría las bases de la sociedad.

No contento con sus deleznables escritos propios, colaboró también —y gratuitamente— en la redacción de L’Encyclopédie o Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers, esa recopilación del saber que tanto mal hizo.

          Como además de todo lo antedicho era también un metomentodo, se dedicó a intervenir en distintos casos judiciales en los que él consideraba que se había hecho una injusticia, protestando del nombramiento de algunos jueces —recomendados por nobles poderosos que sabían muy bien lo que hacían y no iban a apoyar a nadie por amiguismo o interés, sino que siempre proponían a personas muy íntegras, como ellos— e incluso favoreciendo con su propio dinero a las víctimas de lo que él llamaba «errores judiciales» (como si los jueces pudieran equivocarse nunca), en un asqueroso despliegue de caridad y ostentación.

          Criticó la esclavitud, esa práctica tan útil y que tantos beneficios económicos reporta a las naciones civilizadas.

Rechazó todo lo que él consideraba irracional e incomprensible, sin querer aceptar que la vida es un gran misterio y que el deber del hombre no es resolverlo, sino aceptarlo tal y como es, según nos dicen los sabios.

          Insistió en que la literatura debía ocuparse de los males de su tiempo, lo que es un trastocamiento perverso de su función, pues los escritos no deben criticar las cosas, sino sólo servir de entretenimiento a los ocios de los poderosos.

          Escribió frases tan absurdas y carentes de sentido como la siguiente: «La labor del hombre es tomar su destino en sus manos y mejorar su condición mediante la ciencia y la técnica, y embellecer su vida gracias a las artes».

          Defendió la convivencia pacífica entre diversos pueblos y gentes de distintas creencias y religiones, lo que es algo absurdo y muy nocivo, pues disuade a los jóvenes de que vayan a la guerra contra cualquier enemigo cuando el rey les ordena hacerlo. Y todo el mundo sabe que las guerras son imprescindibles para la gloria del propio país.

          Esta sido la relación de los gravísimos errores y pecados del ruin Voltaire. Y puede que nos dejemos alguno.

Pero quizá el más grave de todos sus pecados fue tener un gran sentido del humor, lo cual es algo deleznable, pues la sociedad y sus instituciones son algo muy serio y sólo los mayores canallas se ríen de ellas.

          Como habrá podido observarse, Voltaire era efectivamente un ser repelente y a nosotros no nos ha cegado ninguna animosidad ni prejuicio contra él, sino que le hemos juzgado con toda ecuanimidad y justicia.

 

Moisés

 

(Este episodio de la Biblia es muy narrable: tiene intriga, violencia, enfrentamientos, venganzas, buenos y malos, lo que demuestra que el Antiguo Testamento no le va a la zaga a ningún folletín.)

Hablaremos de un señor
—mejor dicho: de un patriarca—
de hace ya bastantes años,
que tuvo muy buena fama
y que dedicó unos lustros
a conducir en manada
a su pueblo hacia algún sitio,
sin saber las coordenadas
exactas, con la promesa
de que sería una patria
siete veces estupenda
si lograban alcanzarla.
En fin: prometió mil cosas,
cual se hace en la democracia
para no cumplirlas luego.
Les tuvo anda que te anda
y les llevó a un pedregal
donde no crecía nada,
un asquito de país;
les soltó y les dijo: «¡Hala!
Aquí tenéis esta tierra
tan prometida. ¡Cavadla
y alimentaos de sus berzas,
sus coles y remolachas,
pues todavía no se han
descubierto las patatas!»
Sus seguidores tuvieron
que liarse a bofetadas
con la gente que había allí
(Y ha pasado una porrada
de años e incluso de siglos
y siguen aún a trompadas.)

Pero no hay que adelantar
detalles, pues Moisés... (¡Anda!
¡Si aún no les había contado
de quién trataba esta fábula!)
Pues Moisés, digo, fue hallado
metido en una canasta
en el sagrado río Nilo
entre un arenque y tres carpas.
Una sirvienta lo vio
flotar, cual corcho, en las aguas.
Lo sacó y puso a escurrir
y logró que lo adoptara
una hija del Faraón
que, por fea, no se casaba
ni a la de tres y tenía
un carácter de madraza.

Así se crió Moisés,
de prestado en la egipciana
corte y, cuando fue mayor,
decidió que le gustaba
más ser judío que otra cosa,
por lo que armó la jarana
que se conoce en la Biblia
como la hebrea escapada
de Egipto. Ante el Faraón
se presentó una mañana
de un martes Moisés y díjole,
con su miajilla de guasa:
«Verás: como en tus dominios
hace una calor que espanta,
los judíos hemos pensado
partir con rumbo a Finlandia
o cualquier lugar fresquito
para evitar la sudada.
¡Ahí te quedas, Amenophis!»
(porque es que así se llamaba
el faraón en cuestión).
«Gracias por todo.» «De nada»,
fue a decirle, por inercia,
el monarca, al que pillaba
todo aquello por sorpresa,
sin tiempo de reaccionada.
Mas, tras recapacitar,
no le hizo ninguna gracia.
«No podéis salir y entrar
como Pedro por su casa
del reino», dijo, solemne.
Y ordenó al punto a sus guardias
que atacaran a Moisés.

Pero el muy pillo contaba
con la ayuda de Yaveh,
que le había enseñado magias.
Así es que tiró el bastón,
pronunció un abracadabra
y el palo se convirtió
en una sierpe muy mala
de esas que te muerden y
te matan con eficacia.
El susto del Faraón
no se describe en palabras.

Cuando, por fin, se repuso
fue y le dijo a Moisés: «¡Cáspita!
¡Esto es trampa, esto no vale!
Has jugado con ventaja.
Con tus magias has dejado
a la corte estupefacta
y a mí, al borde del infarto.»
Replicó Moisés: «Monarca,
juzga lo que puedo hacer
si es que impides que me salga
con los judíos de tu reino.»
«Ya me lo imagino. ¡Vaya!
¡Qué remedio! Te daré
permiso para que partas.
Ya lo sabes: tú y los tuyos
os podéis ir a hacer gárgaras.»

Esto fue lo que acaeció
y esto es lo que se narra
en la Biblia. Luego vienen
otras aventuras varias:
lo del mar Rojo, el maná,
el monte, las doce tablas,
el becerro hecho de oro,
el arca de la alianza,
la aparición de Josué
y otras cuantas mangarciadas
que no contamos aquí
por una razón muy clara:
esta poesía descriptiva
es ya demasiado larga.

El impresionismo

 

Digamos, para simplificar, que el impresionismo es el mismo realismo de toda la vida, pero con una técnica completamente nueva. En vez de usar luz y sombras se emplea la diferencia de color. Se limita el negro (un ahorro), se ponen manchas yuxtapuestas en el lienzo con trazos sueltos y se usan colores más puros, creando una impresión, como el nombre indica.
          No se trata de que los cuadros estén bien pintados: solamente se trata de que nos den la impresión de que están bien pintados. Con lograr eso es más que suficiente.
          Es Francia el país donde surge este diabólico arte, claro está. Los franceses son tremendos en esto de generar modas tontas. Como fuere, el impresionismo triunfó plenamente y sus cuadros son los que por más precio se subastan hoy en día, para desesperación de Velázquez, de Tiziano y compañía, que allí, en la Gloria, se muerden los puños de rabia.
          Dicen los cursis que este arte trata de captar lo fugitivo y lo fluido: luces que pasan de acá para allá, neblinas provocadas por esto y por lo otro, centelleos sutiles, efluvios vagos, sutilezas etéreas y mangarciadas a porrillo.
          Tenemos que confesar con la mano puesta sobre las Páginas Amarillas que Claude Monet fue el iniciador de esta tendencia y como pintó más de tres mil cuadros ya casi no hacía falta que hubiese ningún otro pintor de ese estilo. Cuando le gustaba un paisaje (cosa que sucedía cada miércoles y cada jueves) pintaba varios cuadros del mismo sitio, a distintas horas del día, con distinta luz y con brochas de distinto tamaño, de modo que al final no reconocían el sitio ni las lagartijas que vivían en los huecos de las tapias.
          Impresión, sol naciente es una obra célebre de ésas que se pueden colgar al revés sin que pase nada, pero en tonos muy agradables azul pastel. La calle Montogueil muestra un desfile apresurado con cientos de banderas, que no son sino trazos azules, blancos y rojos, una obra intensamente patriótica pero obviamente pintada en dos patadas.
          A Monet se le confunde, como es natural, con Manet. Édouard Manet copió a los maestros españoles. A Velázquez le debe mucho (y no tiene trazas de que vaya a pagarle nunca). Se caracteriza por usar el blanco, el negro y el gris, a diferencia de los otros impresionistas. Pero es que para cuando se decidió hacerse impresionista ya se había comprado los tubos.
          Pintó el Retrato de Émile Zola, jovencito. Y una estupenda Olympia, que resultó un escándalo porque había una señora desnuda con un negro al lado. En El almuerzo sobre la hierba también saca a una mujer desnuda, mientras que los dos caballeros que la acompañan tienen frío y no se han quitado ni la chalina.
          Muy famoso fue Pierre-Auguste Renoir, también pintor de gachises en cueros (parece una obsesión impresionista o quizá que las mujeres francesas eran en verdad tan coquetas como la fama las hace). A Renoir le gustaban las fiestas campestres, los merenderos, los ambientes populares y las ensaladas de pimientos.
          Su cuadro Baile en el Moulin de la Gallete es muy conocido. Casi todo el mundo ha hecho alguna vez un puzzle en donde aparecía este cuadro. Hay en él muchos hombres con sombrero de paja y muchas mujeres con mangas jamoneras. Y muchas farolas por todas partes. Es, obviamente una tarde de domingo: la gente ríe, bebe, ríe, baila y procura olvidar que al día siguiente tiene que ir a trabajar.
Edgar Degas fue pintor de bailarinas de ballet, que le gustaban especialmente. Es, pues, un artista de los denominados «tutuístas» (especializados en pintar tutús de baile).
          No trabajaba al aire libre, porque era propenso a los catarros. Fue entusiasta de Ingres y de Delacroix. Usó la pincelada yuxtapuesta disociada (¿se enteran ustedes?; nosotros, no). También se dejó influir por algunos grabados japoneses. Una de sus obras es Bailarina verde. Otra, Bailarinas en la barra. También tenemos Tres bailarinas con faldas amarillas y Ensayo, donde aparecen bailarinas. Generalmente se ven desde arriba, como si el artista tuviera la costumbre de pintar subido a una escalera.
          También pintó caballos, pero sin tutús.
          Siguiendo con los impresionistas nos damos de bruces con Paul Cézanne quien, como se apuntó al impresionismo ya fuera de plazo, acabó catalogado como post-impresionista.
          Intentó mezclar lo figurativo con lo no figurativo, cosa harto complicada; quiso encontrar las formas esenciales de la naturaleza en formas más o menos geométricas y acabó sus días artísticos entre prismas, cubos, esferas, pirámides y paralelepípedos. Esto sirvió para que luego los cubistas le adoptaran como abuelo honorífico.
          Su cuadro Cesto de manzanas es un bodegón vulgar y corriente con la diferencia de que la botella está torcida y el plano de la mesa parece inclinado, por lo que todas las manzanas —en buena lógica euclidiana— tendrían que estar rodando y cayéndose al suelo, cosa que no hacen porque Cézanne no quiere y para eso el cuadro es suyo.
          Vicent van Gogh —al que todos asociamos con Kirk Douglas cortándose una oreja ante la brutal indiferencia de Anthony Quinn en la película El loco del pelo rojo— fue un pintor fracasado que sólo vendió un cuadro en su vida (a su hermano Theo y eso porque su madre se empeñó). No obstante ello, ahora se cotiza como la espuma y si por casualidad tienes uno de sus cuadros en tu trastero, debes venderlo enseguida y hacerte millonario, porque sus obras son caras, pero no bonitas —no sé si nos hemos explicado bien— y no te merece la pena tenerlo en tu comedor, porque no te sentarán bien los alimentos. Puesto en la alcoba, perturbará tu sueño. Así es que lo sensato es vender.
          Vicente pinta a brochazos gordos, especialmente con amarillos, y su estilo es muy peculiar, eso no se le puede negar. Pretende siempre expresar sus sentimientos íntimos, como si le importasen a alguien. Sus cuadros tienen multitud de espirales de colorines y provocan una sensación intermedia entre la epifanía artística y la náusea común. Su Autorretrato deja ver una expresión de enfado poco habitual. Parece que el pintor está enojado contigo mismo por pintarse; pese a ello lo hace, en un caso de desdoblamiento de personalidad que no nos extraña lo más mínimo, si consideramos las noticias que tenemos sobre su vida privada.
          Otra manera de enfocar el asunto es no ver sus composiciones como cuadros, sino como colecciones de manchas. Si así lo hacemos, entonces a Van Gogh no hay quien le meta mano.
          Henri de Toulouse-Lautrec hizo un arte muy personal, retratando la vida bohemia de París con colores puros sacados directamente del bote, para no tener que manchar paletas, que luego son complicadas de lavar.
          Reveló el apabullante secreto de que todas las mujeres livianas de la capital eran feas como el mismo demonio. Se especializó en carteles, como Molin Rouge: La Goulue, donde se entrevé a un señor narizotas con sombrero de copa mirándole las piernas a una bailarina. Ese es el leitmotiv de este pintor que, como era muy bajito, gozó siempre de una posición y un ángulo privilegiados a la hora de verle la ropa interior a las chicas.
          Camille Pissarro también fue impresionista y a este Pissarro no hay que confundirlo con el conquistador extremeño. Es un pintor más relamido que otros. En su cuadro Dos mujeres conversando junto al mar son las dos mujeres quienes no añaden nada a una agradable imagen. Paisaje tropical con casas rurales y palmeras es bastante más bonito, aunque sobre gustos no hay nada escrito, si se exceptúan algunas decenas de miles de tratados de estética.
Para que no se diga que ignoramos a los ingleses porque nos caen mal,
le hacemos un huequecito a Alfred Sisley, que lo era sólo a medias.
Este francobritánico fue paisajista soleado, pues los días que hacía niebla se quedaba en la cama bien arrebujado entre las mantas y no salía a pintar.
          Hizo Las orillas del Oise, a base de manchas, que era lo que se esperaba de un impresionista que se preciara de serlo. Si te acercas mucho al cuadro, no ves absolutamente nada. Si te alejas, entonces ves un río, aunque muy borroso.
Otro pintor igual pero diferente fue Paul Gauguin, del que se ha dicho que era post-impresionista, que era simbolista, que era cromatista y que era un borrachín de campeonato. Parece ser que todo era verdad.
          Lo de ser simbolista consistía en dar más importancia a la idea que a la impresión. O sea, lo mismo de toda la vida. Elimina la realidad de un plumazo y se centra en la imaginación. Pinta las cosas como le gustaría que fueran.
          Se concentró principalmente en pintar muchachas con poca ropa. Parece ser que su ideal eran las indígenas de los mares del Sur, delgadas y tostaditas.
          Gauguin se fue a Tahití y a la Martinica, y allí paso sus días en una hamaca, abanicándose, bebiendo limonada y rodeado de chicas espectaculares.
Vahine no tiare (Mujer con flor) es un cuadro típico de indígena con fondo amarillo, que era un color que le gustaba mucho. De hecho, tiene también El Cristo amarillo, sobre un paisaje amarillo también. (Se le habían acabado los otros colores y parece ser que le dio pereza vestirse y salir a comprarlos.)
          Darío de Regollos es el primero de los impresionistas españoles. Asistió a las clases de Carlos de Haes y a los pocos días sintió la imperante necesidad de irse a Bruselas sin perder un momento. No sabemos qué pasó en aquellas clases.
          Allí entra en contacto con los impresionistas franceses y decide pintar lo mismo que ellos, sólo que traducido. Volvió a España y se la pateó toda, pintando cuadros llenos de color, porque el blanco y negro ya se habían pasado de moda. Sin embargo, eran cuadros pesimistas, dicen los que los han visto.
          Almendros en flor o Paisaje de Hernani son lienzos coloristas, con unas tonalidades muy contrastadas, que parecen estar pintados ambos justo en ese momento en que deja de llover y sale el sol.
          Otra pintura que recuerda todo el mundo (por lo cual nos vemos en la obligación de mencionarla para que nadie la eche de menos) es El gallinero, que muestra desde arriba el patio trasero de una casa de campo. Hay ocho gallinas contadas, un primer plano de lechugas y varios árboles que así, de pronto, parecen almendros, pero que muy bien pudieran ser algarrobos (nosotros no entendemos de botánica). Al fondo hay sábanas tendidas secándose al sol. Más al fondo todavía, se ven casas. Y encima, montañas. Y más encima aún, el cielo. Y sobre el cielo... ya no hay nada más. ¿Es que les parece poco?
          Pero el que de verdad se llevó el gato al agua en esto del impresionismo fue Joaquín Sorolla, nacido en Valencia y muerto, sin embargo, en Cercedilla.
          A su impresionismo se le ha llamado «luminismo» por sus tonos claros, sus blancos, sus reflejos y, en general, por los muy limpios que van todos sus personajes. Pinta el Mediterráneo y todo lo que le rodea: bañistas, señoras que se mojan los pies en el mar, pescadores, chiringuitos de playa, ensaladas de tomate y atún con aceitunas, etc.
          Este estilo resplandeciente tiene como resultado que en el invierno y en los días de lluvia, Sorolla no daba golpe.
Paseo por la playa muestra a dos señoras de blanco impoluto paseando por la playa con grandes sombreros. Se anticipa que los bajos de los vestidos se les van a poner perdidos. ¡Y aún dicen que el pescado es caro! es un cuadro social, donde vemos a un pescador herido al que le están curando en un sitio tan cochambroso que nos tememos que la herida se le infecte y se le ponga mucho peor.
          Dicen los libros que Sorolla era el pintor de la alegría, pero es mentira. Vean el gesto que pone en su Autorretrato y ya nos dicen.