Sala
lujosa en una villa al nordeste de Roma. ¿Cómo puede saber el espectador de una
pieza teatral que el decorado representa una villa al nordeste o en cualquier
otro punto cardinal? Pues muy fácil: haciendo que los actores se lo digan.
Salen Nerón,
el emperador (al que le queda poco tiempo de serlo) y su secretario Epafrodito, patizambo (aunque, como bajo
la túnica no se le ven las pantorrillas, el papel lo puede hacer cualquier
actor que tenga las piernas bien). Se les ve muy cansados.
Nerón.—(Aún jadeante, porque han
venido corriendo.) ¡Menos mal que hemos conseguido llegar hasta la casa de
mi buen amigo, el liberto Faonte, situada al nordeste de Roma!
Epafrodito.—¡Tienes razón, oh, césar!
Cuando huíamos en dirección al sudoeste de Roma tuve la impresión de que
estábamos cometiendo un error y que estaríamos más seguros en el nordeste,
donde podríamos buscar refugio. ¡Menos mal que recordaste a tiempo que la casa
de Faonte estaba en el nordeste y cambiamos de dirección!
Nerón.—Sí, porque en el sudoeste no
hubiéramos tenido dónde escondernos.
Epafrodito.—Pero ya estamos a salvo, en
esta villa del nordeste, y nuestros perseguidores no nos encontrarán.
Nerón.—¡Ojalá tengas razón!
¡Encomendémonos al dios Cecias, guardián tutelar del nordeste, para que nos
proteja!
(Y
una vez que queda ya establecido sin lugar a dudas el emplazamiento de la villa
en el nordeste, puede continuar la acción.)
Epafrodito.—¿Qué nos pasará ahora?
(A
continuación tiene lugar un diálogo malísimo, en donde los dos personajes se
cuentan el uno al otro cosas que ambos saben de sobra, pero que tienen que
decir en voz alta para que el público se entere.)
Nerón.—No lo sé. El Senado ha nombrado emperador al imbécil de
Galba, ninguneándome a mí de una manera escandalosa.
Epafrodito.—En efecto; y te han
declarado enemigo del pueblo, como en el drama de Ibsen.
Nerón.—¿Quién es Ibsen?
Epafrodito.—Un noruego, pero que aún no
ha nacido: no me hagas caso y continuemos nuestra conversación, ¡oh, César!
¿Por dónde íbamos?
Nerón.—Estábamos diciendo que Roma se ha
vuelto contra mí.
Epafrodito.—Sí. Y la guardia
pretoriana...
Nerón.—... me persigue para matarme.
Epafrodito.—¡Tú lo has dicho, oh,
augusto!
Nerón.—Es que a la guardia pretoriana la
han sobornado.
Epafrodito.—¡Ya te digo!
Nerón.—Porque antes, bien que me querían
todos los guardias. Me decían muchas cosas bonitas.
Epafrodito.—¿Los de la guardia
pretoriana eran de esos?
Nerón.—No. Lo que quiero decir es que,
como yo era emperador, me hacían la rosca y no paraban de alabarme.
Epafrodito.—¡Claro!
Nerón.—Pero mi subconsciente me ha
traicionado, porque he dicho «yo era emperador», lo que indica que ya no lo
soy.
Epafrodito.—Bueno: no hay que ser tan
pesimista, señor. Nadie puede arrebatarte el título de emperador; ningún otro
puede serlo hasta que no te maten a ti.
Nerón.—¡Vaya un consuelo!
Epafrodito.—Ten confianza, ¡oh, magno César!
Aquí escondidos es poco probable que nos encuentren. Si consigues pasar
desapercibido y que se olviden de ti, dejarán de buscarte, coronarán a Galba y
pasarán a otro tema.
Nerón.—¿Tú crees?
Epafrodito.—¡Claro! Es como cuando
alguien secuestra a alguna doncella maciza. Si no aparece en los tres primeros
meses tras su rapto, ya es difícil que se la encuentre.
Nerón.—¡Vaya unos ánimos que me das!
¿Así es que en el mejor de los casos y suponiendo que no me encuentren, tendré
que estar escondido en esta villa del nordeste de Roma durante tres meses?
Epafrodito.—No, César: en el mejor de
los casos tendrás que estar escondido en esta villa del nordeste de Roma
durante el resto de tu augusta vida!
(Se vuelve a mencionar lo del
emplazamiento por si algún espectador estaba distraído cuando se dijo las
primeras veces y no se había enterado.)
Nerón.—¡El resto de mi vida! ¡Pero si soy aún un chaval, si acabo
de cumplir los veintiocho!
Epafrodito.—Tienes treinta y uno, césar.
No te quites años.
Nerón.—¿Treinta y uno?
Epafrodito.—Tú me dirás. Naciste en el
790 y estamos en el 821 «ab urbe condita».
Nerón.—¿De qué ubre me estás hablando?
Epafrodito.—Ubre, no: urbe. «Ab urbe
condita», que significa «desde la fundación de Roma». ¿Es que no sabes latín?
Nerón.—Sí que lo sé, obviamente. Me
confundo un poco con la tercera declinación, que es liosa, pero sí que lo
hablo. ¿Qué otra cosa iba a hablar, si no? (Tras una pausa.) Así que
treinta y uno, ¿eh?
Epafrodito.—¡¿Tampoco sabes restar?!
Nerón.—¿Por qué tendría un emperador que
saber restar? Para eso están los esclavos griegos.
Epafrodito.—En efecto. Pero con lo de tu
edad nos estamos desviando del tema.
Nerón.—¿Y cuál era el tema, que he
perdido el hilo?
Epafrodito.—Pues el tema es que vivirás
encerrado si vives, pero yo me apostaría diez sestercios a que eso no sucede.
Por cierto, y cambiando de conversación, ¿no te has dado cuenta de que en Roma
tenemos una moneda oficial que es una paradoja en sí misma?
Nerón.—No entiendo.
Epafrodito.—Claro, César: los
sestercios. ‘Sestercio’ significa «seis tercios» y si en uno hay tres tercios,
entonces seis tercios equivalen a dos monedas. O sea, que cada sestercio vale
el doble: cada moneda vale dos monedas.
Nerón.—¡Anda! ¡No había yo caído!
Epafrodito.—Así es que cuando me apuesto
diez sestercios a que te matan antes de que acabe esta comedieta, en realidad
me estoy apostando veinte sestercios.
Nerón.—Y, según esa regla, ¿veinte sestercios no serían cuarenta?
Epafrodito.—Ahora soy yo el que ha
perdido la cuenta. Si hay algún esclavo en la casa, le preguntaremos.
Nerón.—Por cierto, esta casa está vacía.
¿Dónde está Faonte?
Epafrodito.—En su villa de Capri, su
segunda residencia. Se ha ido con su familia a pasar allí el puente de la
Cerealia. Se marchó el Veneris y no volverá hasta el Martis.
(Como
el argumento no avanza, la Historia —autora e inventora de este hecho real—
saca a escena a otro personaje: al soldado Septicemio,
que llega apresuradamente.)
Septicemio.—¡Te han encontrado, oh, César! Saben que estás aquí,
escondido en el nordeste de Roma.
Nerón.—(Aterrorizado.) ¿Quién lo
sabe?
Epafrodito.—A estas horas, calculo que
toda la ciudad: ya sabes lo cotilla que es la gente por aquí y lo rápido que
vuelan las noticias de colina en colina.
Epafrodito.—¿Quién es este?
Nerón.—Es Septicemio, un soldado que me
ha hecho recados varias veces.
Epafrodito.—¿Es de toda confianza?
Nerón.—Completamente. (Aparte, a Epafrodito.) Creo que le gusto.
Epafrodito.—(Aparte.) ¡Ah!
Septicemio.—(Desolado.) ¿Qué vas
a hacer, oh, magno César?
Nerón.—No veo que tenga muchas opciones,
¿no te parece?
Epafrodito.—Realmente.
Septicemio.—La guardia pretoriana estará
al caer. Y vienen de muy mal humor, porque el Senado les han congelado los
salarios con no sé qué pretexto de una crisis. Así es que pagarán su enfado
contigo.
Nerón.—¿Tú crees?
Septicemio.—Seguro que sí. Además, no
gustan de trabajar a estas horas de la noche, porque saben que no les van a
pagar tampoco las horas extraordinarias.
Nerón.—¡Reminerva!
Epafrodito.—Vista la nueva situación,
¡oh, todavía emperador!, creo que tendrás que ir pensando en ponerte en una
situación incompatible con la vida.
Nerón.—¿En matarme?
Epafrodito.—Eso mismo. Solo que yo, para
suavizar la cosa, he empleado un eufemismo estúpido de esos que se han puesto
tan de moda.
Septicemio.—Coincido con Epafrodito.
Epafrodito.—Gracias, Infeccio.
Septicemio.—(Corrigiéndole.)
Septicemio, me llamo Septicemio.
Epafrodito.—Bueno, viene a ser lo mismo.
Septicemio.—Pero mis amigos me llaman
Sepsio, de diminutivo. Tú puedes llamarme así si quieres.
Epafrodito.—Muy amable.
Nerón.—¡No perdáis el tiempo en
cortesías, que vienen a por mí! ¿Qué puedo hacer?
Epafrodito.—Ya te lo hemos dicho, César.
No te queda otra que suicidarte.
Nerón.—¡Pero
es que yo no quiero hacerlo!
Epafrodito.—En esta vida hay que hacer
muchas cosas que no nos apetecen. A mí, sin ir más lejos, me obligó mi padre a
casarme con una mujer feísima y tuve que hacer con ella muchas cosas que no
quería. Tú, sin embargo, en materia de cama siempre has podido elegir, así es
que no te quejes.
Nerón.—¡No quiero morir!
Epafrodito.—Es matarte tú o que te maten
ellos: tú verás quién lo va a hacer con más cariño. Elige, pero no tardes
mucho.
Septicemio.—(Mirando por un
ventanal.) ¡Ya llegan!
Nerón.—¿Ya?
Septicemio.—(Mirando fuera.) Se
han detenido en la puerta. Ahora sacan un odre de vino y unas aceitunas. Se ve
que quieren coger fuerzas antes de sacudirte. Pero no tardarán en subir.
Epafrodito.—¡Venga, César! ¡No
procastines! ¡Date prisa y mátate de una puñetera vez!
Nerón.—¿Y cómo me mato?
Septicemio.—(Humildemente.) Yo
tengo una espada. Si os sirve...
(Se
la muestra.)
Nerón.—(Contemplando el filo de la espada.) ¡Mecachis! Está afilada.
Epafrodito.—Servirá
perfectamente. Dásela.
(Septicemio le ofrece la espada a Nerón.)
Nerón.—(Sin querer cogerla. A
Epafrodito.) ¿Y no podríamos mandar a Septi al mercado a por un veneno?
Epafrodito.—(A Septicemio.) ¿Te llama Septi?
Septicemio.—Sí: tenemos mucha confianza.
Epafrodito.—¡Vaya por Zeus!
Nerón.—Un veneno agradable, a poder ser.
Epafrodito.—¡No seas tozudo, césar! ¡No
hay tiempo. Además, es de noche y las tiendas de venenos estarán cerradas.
Nerón.—¿Y no habrá algún Septem Undecim,
de esos que abren las veinticuatro horas?
Septicemio.—(Mirando de
nuevo por el ventanal.) ¡¡Que suben!!
Epafrodito.—¡¡Mátate, césar!!
Nerón.—¡Ya voy, ya voy!
(Coge
la espada y pone la punta sobre su pecho.)
Epafrodito.—¡Así no, césar! Si intentas clavártela ahí igual pinchas
en una costilla y no consigues matarte.
Nerón.—¿Entonces?
Epafrodito.—No sé: en el estómago.
Septicemio.—No es buena idea: es mucho
más doloroso y tardas más en morir. Lo sé, porque un primo mío...
Epafrodito.—(Cortándole.) Tienes razón. Y si no mueres al
instante y te hallan con vida, te arrearán por todas partes.
Nerón.—(Desesperado.) ¿Y dónde me
pincho?
Septicemio.—Córtate el cuello: eso no
falla.
Epafrodito.—Gangrenio tiene razón: es lo
más seguro.
Nerón.—(Corrigiéndole de nuevo.) Septicemio.
Epafrodito.—(A Septicemio.) Es verdad. Tengo una
memoria imposible. Perdóname.
Septicemio.—No te preocupes. Y mí
también me pasa mucho.
Epafrodito.—(A Nerón.) ¡¡Pero venga!!
(Nerón se pone la espada en el cuello y
pronuncia la frase famosa.)
Nerón.—¡Qué artista pierde el mundo! (Hay una pausa. Nerón sigue inmóvil.) Echadme una
mano, chicos, que yo no tengo práctica en estas cosas. (Epafrodito coge el brazo de Nerón y le fuerza a rebanarse la nuez.) ¡Aaaaaag!
(Nerón muere.)
Epafrodito.—Ha muerto.
(Ambos
contemplan el cadáver. Se oyen voces dentro.)
Septicemio.—Se ha salvado por los pelos, porque ya llega la guardia.
Epafrodito.—¡Hombre! Salvarse, lo que se
dice salvarse, tampoco...
Septicemio.—Quiero decir salvarse de la
tortura.
(Se
abren las puertas y salen dos guardias pretorianos o cincuenta, según el número
de actores que la empresa pueda contratar.)
Guardia 1º.—¡Aquí está Nerón!
Guardia 2º.—¡Su cadáver!
Epafrodito.—Ha muerto dignamente, por su
propia mano. Bueno: es un decir.
Guardia 1º.—Hemos llegado tarde, Quinto
Sexto.
Guardia 2º.—En efecto, Octavio Nono.
Epafrodito.—No habéis podido hacerle
sufrir.
Guardia 1º.—¿Sufrir? ¿Pero qué estás
diciendo?
Guardia 2º.—¿Hacerle sufrir nosotros,
con lo mucho que le queríamos?
Epafrodito.—¿Cómo?
Septicemio.—¿Qué?
Guardia 1º.—Claro. Nosotros hemos venido
corriendo hasta esta villa en el nordeste de Roma para darle a Nerón la buena
noticia.
Epafrodito.—¿Qué buena noticia?
Guardia 2º.—Pues que Galba le ha
perdonado la vida.
Guardia 1º.—Pero no hemos llegado a
tiempo.
Guardia 1º.—Es una lástima, porque le
iba a desterrar a un palacete en la playa de Amalfi y a asignarle una cuantiosa
pensión, para que pasase el resto de su vida disfrutando.
Septicemio.—No habéis llegado a tiempo
por solo unos segundos.
Guardia 1º .—(Al Guardia 2º.) Ya te dije yo que lo de hacer una pausa para el vino y las
aceitunas no era una buena idea.