Los españoles universales

 

          Al hablar de personalidades famosas y famoseables (dícese de aquéllas que aún no son célebres pero que pueden llegar a serlo), surgen invariablemente las preguntas: ¿Por qué es famoso quién lo es? ¿Qué méritos aduce para que así lo consideremos y leamos sobre él mientras esperamos nuestro turno en la peluquería? ¿Sus frecuentemente horteriles actos justifican su inmensa gloria y la papanática admiración que les tienen las gentes anónimas?

Si pensamos en ello en lugar de no hacerlo, nos interesará de seguro el proceso de «famoseación» de alguien —valga el neologismo— y nos provocará una urticante curiosidad la opinión generalizada sobre el asunto. Para ello recordamos ejemplificantemente un experimento cretino-sociológico de ésos que les dan tan requetebién a nuestras culturizantes televisiones patrias.

          Estas reflexiones hechas con mi aparato reflexor se refieren a aquel momento en el que mis compatriotas eligieron en votación al «Español de la Historia», lo que me compele a protestar en voz alta (lo que en tipografía se conoce como negrilla).

          Para mis queridos lectores de América que tienen el grandioso privilegio de no tener que ver las inmundas televisiones españolas, diré que esta mangarciada (copiada, por cierto de otros países) consistió en una encuesta hecha en los noventa y patrocinada por cierta cadena televisiva cuyo nombre no diré (¿para qué?, si todo el mundo sabe que fue Antena 3), para dilucidar de una vez por todas qué español resultaba más famoso y representativo.

          Tengo ante mí la clasificación final que se hizo y tiemblo cual flan. Los resultados fueron atroces.

          La segunda posición fue para Cervantes, el tópico con patas. Un señor aburrido, que fue a la cárcel por malversación de fondos y contabilidad creativa y que tuvo una idea literaria que no supo aprovechar y desperdició en un libro farragoso que no ha leído casi nadie. ¿La causa de este voto? Sencilla: ¿cómo no vamos a decir que Cervantes era genial? ¿Qué pensarían de nosotros? Hay cosas que es obligado decir y las personas bien amaestradas las dicen cuando se les indica.

          Pero, si Cervantes fue elegido como el segundo español más universal, ¿quién fue entonces el primero? El español más universal e influyente de la Historia resultó ser —a decir de sus contemporáneos— el rey Juan Carlos I.

Esto suena a papanatismo. Parecía que daba miedo no votarle como mejor español. Sus logros, malogros o deslogros la historia los dirá. Sólo indicaré que sirvió esto para que los presentadores —entre risitas— hicieran comentarios sarcásticos de este jaez: «Parece ser que no hay muchos republicanos en este país, ¿no?» Lo cual, puede que sea verdad, pero es un craso error. En un mundo bien organizado, para los puestos de poder debe imperar siempre la meritocracia y no un anticuado sistema de castas, como el que representan las monarquías hereditarias y sexualmente discriminatorias. Pero no sigo con esto, porque me enfado. (NOTA: En la encuesta equivalente hecha en los EE.UU. ganó Ronald Reagan.)

          Lo siguiente ya fue más triste, porque los españoles eligieron como tercer español más representativo a Cristóbal Colón, ¡que no era español! La cultura nos rezuma. Sí hubo, ¡cómo no!, gentes que dijeron en su momento que Colón era gallego (como también lo dijeron de Walt Disney), pero ningún historiador que se precie se ha tomado nunca en serio ese exabrupto patriotero. Los Colón eran genoveses mientras no se demuestre lo contrario. Luego el almirante no podía figurar en esta lista. Tampoco fue una figura honrosa: a) se equivocó al interpretar un mapa; b) no reconoció que aquello no era Cipango; c) murió creyendo tontamente que el fin del mundo tendría lugar a los pocos años; y d) ahorcó a bastantes indígenas inocentes y cometió tantas tropelías que le tuvieron que traer de vuelta a España aherrojado. No fue una persona muy honorable, sino un malvado ambicioso con suerte.

          De ahí para abajo, la lista confundía y abochornaba.

          Un ciclista como Miguel Induráin, incapaz de hablar dos palabras seguidas en correcto castellano, se consideraba un español más representativo que Velázquez, Picasso o Dalí.

          Un chófer con el buen gusto y la elegancia natural de Fernando Alonso estaba por delante de Goya o de Antonio Machado.

          La tonadillera Lola Flores era más importante que Carlos V o Felipe II.

          La también tonadillera Isabel Pantoja vencía a Ortega y Gasset y a Unamuno.

          La asimismo tonadillera Rocío Jurado resultaba más española que el mismísimo don Pelayo.

          Valorábamos más los méritos históricos de la entonces pre-reina Letizia Ortiz que los de Alfonso X, «el Sabio» o de Gaudí.

          Felipe González estaba por delante de García Lorca.

          La labor de David Bisbal era más apreciada que la de Vicente Ferrer.

          No había ningún músico en la lista.

          No estaban en ella Lope de Vega, ni Góngora, ni Calderón, ni Quevedo; pero Aznar sí.

          Franco no ganaba, pero ocupaba un honroso lugar.

          Según esta votación el mejor actor español de la historia había sido Antonio Banderas.

          En cuanto a los presentadores del programa, contribuyeron también decididamente a la cultura con afirmaciones equivocadas, como que Ramón y Cajal fue el primer español en recibir el Premio Nobel, en 1906 (era mentira: José de Echegaray lo había ya recibido en 1904).

          Las gentes entrevistadas no quedaron mucho mejor. Todo fue patriotería. Los habitantes del pueblo natal de San Juan de la Cruz (Fontiveros, en Ávila) dijeron que el santo había sido «el mejor español de todos los tiempos y que indiscutiblemente merecía sobradamente el galardón», aunque reconocían que no sabían muy bien por qué.

Romance teatralizado de la Catalina

 

(El interior de una casa medieval, como el escenógrafo se la quiera imaginar y se lo permita el presupuesto. Una puerta que da a la calle y otra que conduce a una habitación interior. Sentada junto a la ventana y con cara de aburrida está Catalina, protagonista de esta historieta. Está de muy buen ver y, aparte de eso, no decimos nada más, porque nos lo va a contar ella misma en un soliloquio de esos en que los actores dicen en voz alta lo que piensan para que el público se entere de lo que se tiene que enterar.)

CATALINA.—¡Ah! ¡Qué soledad la mía! Ya hace muchos días que mi marido marchó a cazar a los montes de Aragón y no sé cuándo volverá. Y yo soy joven y ardiente, y añoro la compañía en mi lecho. Mientras le espero, no tengo nada más que hacer que mirar a los que pasan por el camino, para entretenerme en algo. (Ahora que ya nos hemos enterado de la situación la obra puede continuar. Catalina ve a alguien en el camino y le hace señas desde la ventana.) ¡EhSoldado! ¡Soldado!
SOLDADO.—(Dentro.) ¿Os dirigís a mí, por ventura?
CATALINA.—Sí, a vos. Acercaos, hacedme la merced. Dejad vuestro caballo y llegaos, pues deseo hablaros. Os franquearé la entrada. (Se acicala un poco y luego se dirige a la puerta y la abre. En ella aparece un Soldado, con cara de pasmado.)
SOLDADO.—¿Qué queréis, buena señora?
CATALINA.—Pasad, os lo ruego. (El Soldado entra.) Acomodaos. (El Soldado deja su capa en el perchero.)
SOLDADO.—¡Que tengáis buenos días!
CATALINA.—Igualmente os los deseo. Quiero hablaros de algo.
SOLDADO.—(Aparte.) ¿Qué querrá esta?
CATALINA.—Voy a ser muy franca con vos. Os vi venir y me parecéis cansado. Eso me produce mucha lástima, porque siempre sentí debilidad por la gente de uniforme. Lo que os ofrezco es cobijo para que descanséis y durmáis una noche o dos en mi lecho.
SOLDADO.—¡Sopla!
CATALINA.—Es una oferta generosa, no me lo negaréis.
SOLDADO.—(Aparte, dirigiéndose al público.) ¿Les ha pasado a vuesas mercedes alguna vez cosa parecida?
CATALINA.—¿Qué me contestáis?
SOLDADO.—No sé qué decir, señora. Vuestra hospitalidad me abruma.
CATALINA.—No hay límites a mi hospitalidad. Puedo llegar a acomodaros en un lugar muy confortable que no osaríais ni imaginar. (Pausa.) ¿Qué me decís?
SOLDADO.—No sé... Vuestro ofrecimiento me ha pillado desprevenido.
CATALINA.—¿No seréis, por ventura, de esos hombres que prefieren otro tipo de compañía?
SOLDADO.—¡No! No es eso, os lo aseguro. Siendo, como soy, soldado, ¡apañado estaría si fuera así!
CATALINA.—¿No me encontráis atractiva, entonces? Puedo aseguraros que lo soy, y mucho, en la intimidad. Son estos ropajes, que no me favorecen. (Comienza a quitarse el corpiño.) Ahora veréis...
SOLDADO.—(Deteniéndola.) ¡No, no hace falta que os apresuréis! Creo en vuestra palabra.
CATALINA.—¿Por qué vaciláis?
SOLDADO.—Sin duda tendréis un esposo, que no verá con buenos ojos lo que me proponéis.
CATALINA.—No os preocupéis por él. Está de caza, es muy tonto y ahora, además, le echaré una maldición para que no vuelva. (Dice unas palabras en voz baja.)
SOLDADO.—¿Eso surtirá efecto?
CATALINA.—¡Oh, sí! Es infalible.
SOLDADO.—En ese caso... (El Soldado comienza a desnudarse, quitándose el jubón y las calzas, hasta quedar en paños menores, mientras Catalina continúa con su conjuro. De pronto, se oye llamar reciamente a la puerta.)
MARIDO.—(Dentro.) ¡Catalina! ¡Catalina, abre!
CATALINA.—(Aterrada.) ¡Mi marido!
SOLDADO.—¡Ya lo sabía yo! ¡Parecía todo demasiado fácil...!
CATALINA.—Pasad a ese aposento y escondeos bajo la cama! ¡Pronto!
SOLDADO.—¿Debajo de la cama? ¡Ese será el primer sitio en donde busque!
CATALINA.—Pues en el armario, entonces. Nunca lo abre: es un desastrado y deja siempre la ropa tirada por ahí, de cualquier manera.
SOLDADO.—Esto parece una mala comedia.
MARIDO.—(Dentro.) ¡Catalina, abre! ¡Que te traigo un conejito!
CATALINA.—¡Daos prisa!
SOLDADO.—¿Quién me manda a mí...? (Recoge la ropa que se ha quitado y se va por la puerta que da al interior de la casa. Catalina abre la puerta de la calle. Sale el Marido, del que no sabemos el nombre ni en realidad nos importa mucho, así es que le llamaremos Marido simplemente.)
CATALINA.—¡Oh, esposo mío! (Se arroja en sus brazos.)
MARIDO.—¿Por qué tardasteis tanto en abrirme, Catalina?
CATALINA.—No os esperaba y estaba descansando en la alcoba. ¿Cómo fue la caza?
MARIDO.—¡Oh, excelente! Os he traído un conejo. Lo comeremos con arroz.
CATALINA.—¿Tres semanas ausente y solo habéis cazado un conejo?
MARIDO.—(Avergonzado.) ¡Oh, no! Cacé muchos más. Pero ya sabéis lo distraído que soy, así es que se me olvidó traerlos. El conejo que os mencioné lo acabo de cazar ahora al volver, en las afueras de la aldea.
CATALINA.—En fin: ya habéis regresado y me alegro. No sabéis hasta qué punto os he echado de menos.
MARIDO.—Sí, sí. Pero tengo que preguntaros una cosa, Catalina.
CATALINA.—Decid.
MARIDO.—Al llegar a casa, vi un caballo blanco en la cuadra. Y mis cinco caballos son todos negros.
CATALINA.—(Tras una pausa. decidida.) No. Cuatro son negros y uno es blanco. Lo recordáis mal, como siempre.
MARIDO.—¿Estáis segura? Ya sé que soy muy olvidadizo, pero yo juraría que nunca he tenido ningún caballo blanco. ¿Podéis explicarme su presencia?
CATALINA.—(Aparte.) ¡Canastos! ¡Vaya situación! (Alto.) Es muy fácil, mi amado esposo. Sí, tenéis razón: esta vez recordáis bien. El caballo blanco es nuevo, en efecto. Es un regalo de mi padre.
MARIDO.—(Extrañadísimo.) ¿De vuestro padre? ¿Es posible?
CATALINA.—(Manteniendo el tipo.) Sí, lo es. Se trata de un regalo que os hace.
MARIDO.—¿Vuestro padre, decís?
CATALINA.—¡Claro!
MARIDO.—Perdonad mi perplejidad. Vuestro padre siempre me ha tenido mucha tirria. No me puede ni ver. ¿Y ahora me regala un caballo estupendo? La verdad es que no lo comprendo.
CATALINA.—Bueno: es verdad que no aprobó nuestro casamiento.
MARIDO.—Y estuvo ocho años sin dirigirnos la palabra.
CATALINA.—... y estuvo ocho años sin dirigirnos la palabra, sí; pero ahora debe de haberse convencido de que sois un buen marido para mí y habrá querido obsequiaros.
MARIDO.—Bien, pues que Dios se lo pague. Pero comprenderéis que me extrañe de que me dé un caballo un hombre que antes no me daba ni los buenos días.
CATALINA.—No penséis en ello. Como dice el refrán: «A caballo regalado...»
MARIDO.—Ya, ya. Pero, ahora que me fijo: en ese perchero hay una capa que no es mía: vedla.
CATALINA.—(Sin mirar hacia el perchero. Con firmeza.) Sí, es vuestra.
MARIDO.—Os digo que no.
CATALINA.—Y yo os repito que sí. Es una de la vuestras. Solo que vos, como sois un despistado de marca mayor, no os acordáis.
MARIDO.—No me acordaría, quizá, si tuviera muchas. Pero da la casualidad que solo poseo dos y las dos son marrones. Esa que cuelga es verde.
CATALINA.—(Mirando la capa.) ¿Verde? No: es marrón.
MARIDO.—(Mosqueado.) ¿Cómo que marrón? Es verde, verde. Se ve a simple vista.
CATALINA.—Bueno, es un marrón verdoso. Pero es una de las vuestras.
MARIDO.—¿Marrón verdoso?
CATALINA.—O verde parduzco, como queráis decirlo.
MARIDO.—Insisto en que no es verde y que no es mía.
CATALINA.—Quizá la comprasteis y ahora no os acordáis. Sería muy propio de vos.
MARIDO.—Nunca me hubiera comprado una capa verde. Aborrezco el verde. Es una manía mía: el verde me produce urticaria.
CATALINA.—Estáis en un error: el color que os desagrada es el azul.
MARIDO.—¡Os digo que es el verde!
CATALINA.—(Fingiendo caer en la cuenta.) ¡Ah, sí! Es verdad. Perdonad. Tenéis razón, querido esposo. Se trata de una capa nueva. Es otro regalo que os hace mi padre.
MARIDO.—¡Otro regalo!
CATALINA.—Sí, por nuestro aniversario de boda. Fue hace unos días, ¿no os acordáis?
MARIDO.—(Aparte, al público.) Será así. ¿Cómo le digo a mi mujer que no me acuerdo en absoluto de cuándo es nuestro aniversario?
CATALINA.—Al revés de lo que le suele pasar a los viejos, mi padre, con el paso de los años, se está volviendo más generoso.
MARIDO.—¿Estáis segura de lo que decís?
CATALINA.—Por completo. Ahora lo recuerdo bien. Vino a verme anteayer y me dijo: «He comprado esta capa para mi querido yerno. Dásela de mi parte en cuanto regrese.» Eso dijo.
MARIDO.—Y me regaló una capa verde.
CATALINA.—Él ignora vuestras manías con los colores.
MARIDO.—Una capa verde y usada.
CATALINA.—¿Cómo que usada?
MARIDO.—Usada. Esta capa está usada. Vedlo vos misma. (Catalina coge la capa del perchero y la examina.)
CATALINA.—A mí me parece nueva.
MARIDO.—Tiene manchas.
CATALINA.—El mercader la llevaría mal envuelta.
MARIDO.—Y aquí hay un remiendo, miradlo. (Pausa.) ¿No decís nada, Catalina? (Catalina rompe a llorar.)
CATALINA.—¡Sois un ingrato!
MARIDO.—¡Qué?
CATALINA.—En lugar de agradecer el regalo, le sacáis defectos. ¡Mi pobre padre, que os la trajo con toda su ilusión...!
MARIDO.—¡No lloréis, Catalina, que se me parte el corazón! (De pronto se escucha en la habitación contigua un ruido fuerte, como de maderas que se rompen y caen, y la voz del Soldado.)
SOLDADO.—(Dentro.) ¡Aaaaay! ¡¡La madre que me parió...!!
CATALINA.—(Aparte.) ¡Dios mío!
MARIDO.—¿Oíste eso, Catalina?
CATALINA.—¿El qué?
MARIDO.—Ese ruido.
CATALINA.—¿Qué ruido?
MARIDO.—El que ha sonado en nuestra alcoba.
CATALINA.—No he escuchado nada.
MARIDO.—¿No habéis percibido un gran estruendo?
CATALINA.—Habrá sido el gato. (Pausa.)
MARIDO.—¿Qué gato?
CATALINA.—Nuestro gato.
MARIDO.—Catalina; nosotros no tenemos gato.
CATALINA.—(Rehaciéndose.) Ahora sí; ahora sí lo tenemos. Como me encontraba tan sola, recogí a un gato callejero para que me hiciera compañía. Imagino que se habrá subido a una estantería y se habrá caído. Espero que no se haya lastimado, ¡pobrecito mío! Le he puesto de nombre «Marramaquiz».
MARIDO.—¿Y «Marramaquiz» habla?
CATALINA.—¿Cómo?
MARIDO.—Le he oído decir claramente «¡¡La madre que me parió!!»
CATALINA.—¿Ah, sí?
MARIDO.—Y eso no lo dicen los gatos, Catalina. No lo dicen nunca, aunque se caigan de una estantería.
CATALINA.—He de confesaros algo, querido esposo.
MARIDO.—¿Confesar?
CATALINA.—La verdad es que... No sé cómo decíroslo. Bien, allá va: la verdad es que se trata de un gato mágico. No lo recogí en la calle, como os conté. Me lo dio una anciana de la aldea, que tiene fama de bruja. Me aseguró que el animalito tenía poderes increíbles. Pero, no os preocupéis: si no os agrada la idea de tenerlo en casa, me desharé de él enseguida. Ahora lo que tenéis que hacer es salir afuera, ir al pozo a lavaros y asearos. Para cuando volváis, os tendré preparado algo de comer.
MARIDO.—¡Basta de tonterías, Catalina! Si tenemos en casa un gato que habla, quiero verlo ahora mismo. (Se dirige hacia la puerta de la alcoba. Catalina se interpone.)
CATALINA.—¡No! Ya sé quién he hecho el ruido y quién ha hablado. No ha sido el gato. Es que se me olvidó deciros que ha venido a visitarnos mi hermano, el pequeño.
MARIDO.—¿Tu hermano?
CATALINA.—Sí. Llegó anoche, muy cansado y quería dormir. Le dejé que ocupara nuestra habitación. Debe de haber tenido una pesadilla y gritado en sueños.
MARIDO.—Entraré a saludarle. (Intenta abrir la puerta. Catalina se lo impide.)
CATALINA.—¡No! Estará acostado. Se hallará desnudo y... Es mejor que le veáis después.
MARIDO.—¿Y puede saberse el porqué de su visita?
CATALINA.—Claro. Vino a veros a vos.
MARIDO.—¿A mí?
CATALINA.—Sí. Vino a traeros una invitación.
MARIDO.—¿Una invitación?
CATALINA.—A las bodas del hijo de vuestro íntimo amigo, el Corregidor de Belchite. Se celebrarán mañana, así es que debéis partir de inmediato, si no queréis llegar tarde. Salid a ensillar vuestra caballería. Os prepararé algo de comer para el camino.
MARIDO.—(Tras una pausa tremenda. Con tono trágico.) Catalina.
CATALINA.—(Asustada.) ¿Qué?
MARIDO.—¡Catalina! Yo vengo precisamente de esas bodas. (Pausa.) Se celebraron anteayer. (Pausa larguísima.)
CATALINA.—¡Oh!
MARIDO.—¿De verdad imagináis que soy tan necio? (Aparta bruscamente a Catalina, abre la puerta de la alcoba y mira dentro.) Lo que me figuraba. Un hombre desnudo y que, además, no se parece nada a vuestro hermano, porque vuestro hermano es pelirrojo y tiene las narices grandes, y este es rubio y más bien chato. Es vuestro amante, con el que os habréis divertido en mi ausencia. ¡Sois una mala mujer! Pero yo sé bien cuál es mi deber como marido.
CATALINA.—¿Qué vais a hacer? (El Marido sujeta a catalina por el pelo y comienza a tirar de ella.) ¡Socorro!
MARIDO.—(Sacándola a rastras de la casa.) Os llevaré a casa de vuestro padre, le daré las gracias por el caballo y la capa, y luego os repudiaré y os entregaré a él para siempre, para que se haga cargo de vos hasta que muráis, que espero que sea muy tarde. ¡A ver qué le parece ese regalo! (Hacen mutis. La escena queda sola y, al poco, sale tímidamente de la alcoba el Soldado, algo magullado.)
SOLDADO.—Pues al final el hombre sí ha resultado ser bastante despistado, porque se ha olvidado de mí.

TELÓN