(Este episodio de la Biblia es muy
narrable: tiene intriga, violencia, enfrentamientos, venganzas, buenos y malos,
lo que demuestra que el Antiguo Testamento no le va a la zaga a ningún
folletín.)
Hablaremos
de un señor
—mejor
dicho: de un patriarca—
de
hace ya bastantes años,
que
tuvo muy buena fama
y
que dedicó unos lustros
a conducir
en manada
a su
pueblo hacia algún sitio,
sin
saber las coordenadas
exactas,
con la promesa
de
que sería una patria
siete
veces estupenda
si
lograban alcanzarla.
En
fin: prometió mil cosas,
cual
se hace en la democracia
para
no cumplirlas luego.
Les
tuvo anda que te anda
y
les llevó a un pedregal
donde
no crecía nada,
un
asquito de país;
les
soltó y les dijo: «¡Hala!
Aquí
tenéis esta tierra
tan
prometida. ¡Cavadla
y
alimentaos de sus berzas,
sus
coles y remolachas,
pues
todavía no se han
descubierto
las patatas!»
Sus
seguidores tuvieron
que
liarse a bofetadas
con
la gente que había allí
(Y
ha pasado una porrada
de
años e incluso de siglos
y
siguen aún a trompadas.)
Pero
no hay que adelantar
detalles,
pues Moisés... (¡Anda!
¡Si
aún no les había contado
de
quién trataba esta fábula!)
Pues
Moisés, digo, fue hallado
metido
en una canasta
en
el sagrado río Nilo
entre
un arenque y tres carpas.
Una
sirvienta lo vio
flotar,
cual corcho, en las aguas.
Lo
sacó y puso a escurrir
y
logró que lo adoptara
una
hija del Faraón
que,
por fea, no se casaba
ni a
la de tres y tenía
un
carácter de madraza.
Así
se crió Moisés,
de
prestado en la egipciana
corte
y, cuando fue mayor,
decidió
que le gustaba
más
ser judío que otra cosa,
por
lo que armó la jarana
que
se conoce en la Biblia
como
la hebrea escapada
de
Egipto. Ante el Faraón
se
presentó una mañana
de
un martes Moisés y díjole,
con
su miajilla de guasa:
«Verás:
como en tus dominios
hace
una calor que espanta,
los
judíos hemos pensado
partir
con rumbo a Finlandia
o
cualquier lugar fresquito
para
evitar la sudada.
¡Ahí
te quedas, Amenophis!»
(porque
es que así se llamaba
el
faraón en cuestión).
«Gracias
por todo.» «De nada»,
fue
a decirle, por inercia,
el
monarca, al que pillaba
todo
aquello por sorpresa,
sin
tiempo de reaccionada.
Mas,
tras recapacitar,
no
le hizo ninguna gracia.
«No
podéis salir y entrar
como
Pedro por su casa
del
reino», dijo, solemne.
Y ordenó
al punto a sus guardias
que atacaran
a Moisés.
Pero
el muy pillo contaba
con
la ayuda de Yaveh,
que
le había enseñado magias.
Así
es que tiró el bastón,
pronunció
un abracadabra
y el
palo se convirtió
en
una sierpe muy mala
de esas
que te muerden y
te
matan con eficacia.
El
susto del Faraón
no
se describe en palabras.
Cuando,
por fin, se repuso
fue
y le dijo a Moisés: «¡Cáspita!
¡Esto
es trampa, esto no vale!
Has
jugado con ventaja.
Con
tus magias has dejado
a la
corte estupefacta
y a
mí, al borde del infarto.»
Replicó
Moisés: «Monarca,
juzga
lo que puedo hacer
si
es que impides que me salga
con
los judíos de tu reino.»
«Ya
me lo imagino. ¡Vaya!
¡Qué
remedio! Te daré
permiso
para que partas.
Ya
lo sabes: tú y los tuyos
os
podéis ir a hacer gárgaras.»
Esto
fue lo que acaeció
y
esto es lo que se narra
en
la Biblia. Luego vienen
otras
aventuras varias:
lo
del mar Rojo, el maná,
el
monte, las doce tablas,
el
becerro hecho de oro,
el
arca de la alianza,
la
aparición de Josué
y
otras cuantas mangarciadas
que
no contamos aquí
por
una razón muy clara:
esta
poesía descriptiva
es
ya demasiado larga.
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