Las aves (Aristófanes)

 


Como Atenas es un asco político y sus ciudadanos pasan todo el día insultándose y arreándose unos a otros, dos de sus ciudadanos se largan de allí con la esperanza de poder vivir más decentemente en otro lugar. Estos dos emprendedores son Pisetairo y Eudelpides, a quienes, en pro de la brevedad, llamaremos de ahora en adelante Piset y Eudelpi, aun a riesgo de que parezcan catalanes.

Marchan en búsqueda del legendario rey Tereo, que, por motivos que no hacen al caso (aunque imaginamos que por su gusto), se había transformado en abubilla. En Grecia estas cosas pasaban casi todos los días y a nadie le sorprendían. Cuando hallan al rey-pájaro, Piset le expone su idea: fundar un reino de aves que domine a dioses y a humanos. Después de todo —argumenta—, los pájaros son más antiguos que las deidades olímpicas y pueden alegar derechos naturales sobre el mundo, especialmente si se inventan un «territorio histórico». Al escuchar esta propuesta, a Tereo se le cae la baba del pico (y un gusanito que estaba masticando) y convoca de inmediato a todos los alados.

Aparece entonces el coro de aves, que desconfía inicialmente de los humanos y amenaza con picotearlos, para lo cual convoca a un escuadrón de pájaros carpinteros. Pero Piset, con mucha labia, consigue convencerlos de que los humanos les roban (sus derechos) y de que estarán mucho mejor viviendo por su cuenta.

Su plan quinquenal consiste en construir una gran ciudad en el cielo, a mitad de camino entre Grecia y el Olimpo, para así poder interceptar los sacrificios que los humanos hagan a los dioses y quedarse ellos con el poder y el control del orbe, que es, en definitiva, a lo que aspiran todas las criaturas terrenales, celestes y de otros sitios. La ciudad se denominaría Nephelococigia (literalmente «la ciudad de las nubes y los pájaros bobos») y podría estar hermanada con las localidades de Águilas (de Murcia), Palomas (de Badajoz) y El Cuervo (de Teruel), entre otras.

Comienzan las obras de la muralla que rodeará la ciudad celeste y antes de que esté acabada ya empiezan los pájaros a adoptar costumbres humanas, tales como designar magistrados sinvergüenzas, fundar tribunales corruptos y establecer leyes cretinas. Piset se postula para dirigente, se vota a sí mismo y se proclama Ave Mayor del Reino. Eudelpi, en cambio, no interviene prácticamente en la acción y Aristófanes, el comediógrafo, se da cuenta (tarde, después de estrenarse la obra) de que este personaje no hacía falta ninguna y que se podía haber ahorrado el sueldo de un actor.

Pasan los días y comienzan a aportar por allí señores que no tienen otra finalidad que simbolizar los defectos atenienses, que era para lo que se había escrito la comedia en primera instancia.

Un poeta se ofrece a versificar y odar (hacer odas), cantando la grandeza de la ciudad en pies yámbicos o dáctilos, a elegir. El único pie que interviene en la escena es el de Piset, golpeando la espalda del vate en su parte sur.

Un arúspice o auríspice o aróspice (un adivino, vaya) pretende venderles a los pájarosa una profecía antigua que pronosticaba su encumbramiento. «Los pájaros estaréis en lo alto», les dice, lo que no impresiona en absoluto. Le echan de allí pronosticándole al profeta, a su vez, una muerte no muy agradable.

Un legislador —un sofista con pretensiones de sopista, es decir, de los que pretenden vivir de la sopa boba— se ofrece para hacerles leyes a medida que beneficien a las aves más que a los humanos. Pero el líder pajaril afirma que ya se las hará él y despide al otro con palabras de esas que no deben escuchar los niños y que a los niños les gusta tanto repetir, porque al hacerlo les da la risa.

Por último, aparece un inspector ateniense a fiscalizar la ciudad y a cobrar impuestos, como representación de la injerencia administrativa de Atenas en las colonias. Con este no bastan palabras y los cieliciudadanos tienen que recurrir a los contundentes bofetoi griegos.

La obra se termina (la obra urbana; la comedia no se acaba aún). El hito se celebra. Todos se emborrachan y arman una bacanal aérea. Muchos pájaros y pájaras se dan un pico[1].

La muralla es tan alta que ni Hércules podría saltarla, dicen todos, aunque nosotros desconocíamos que el legendario héroe fuera famoso por pegar saltos[2].

Un mensajero les mensaja que a los dioses olímpicos les rugen las tripas de hambre, porque los sacrificios terrestres no les llegan y están famélicos sin el humo de las ofrendas. Están tan indignados que llevan varios días sin hacer ninguno de esos actos inmorales que se pasan la vida haciendo.

Como con las cosas de comer no se juega, el Olimpo —a falta de teléfono rojo— comienza a mandar un embajador tras otro para negociar y cada uno de ellos hace un ridículo mayor que el anterior. Aportan por allí el propio Hércules, Poseidón y un personaje secundario, Tribalo. (¿A que nunca habían oído ustedes hablar de este tipo, eh? Nosotros tampoco, antes de leer la obra).

Comienza una negociación que es como todas las negociaciones: marrullerías para ver quién engaña a quién, lo que no es sino la base del comercio. Piset quiere que le elijan rey del Olimpo. «¡Váyase, señor Zeus!», exige. Y quiere también que se reconozca la soberanía de la aves. Hércules, que es el que más hambre tiene, se muestra dispuesto a ceder. Poseidón quiere resistir un poco más, pero como tiene más tripa de la necesaria para vivir, sufre más y más por minutos. Tribalo contribuye poco a la conversación y solo balbucea frases incoherentes, parodiando a los extranjeros bárbaros.

Finalmente, los jugos gástricos ganan la partida y obligan a la embajada a ceder y a firmar un tratado de paz. Piset consigue privilegios extraordinarios, como, por ejemplo, desposarse con Basileia, diosa de la soberanía que personifica el gobierno y la autoridad de Zeus. Dicho de otra manera: Piset sustituye a Zeus en el cargo y se convierte en nuevo rey divino, sacándose de la manga un nuevo orden cósmico. La obra concluye con una apoteosis en la que el nuevo dirigente marcha hacia su boda con los símbolos del poder absoluto y con toda la intención de convertirse en un tremendo déspota en cuando le den ocasión. El coro grazna alabanzas en su honor, las aves se regocijan por haberse convertido en la nueva aristocracia mediterránea y todos (por todos nos referimos a todos los pájaros) quedan tan contentos.

Con esta pieza Aristófanes se da el gusto de burlarse de la política ateniense, aparte de tomarle así el pelo a la religión tradicional, y, encima, tiene un gran triunfo dracmático (porque gana muchas dracmas con las representaciones).

 


 



[1] Pedimos perdón al lector por esta broma de tan pésima calidad que Gallud Jardiel nos ha colado a traición. (Nota del editor).

[2] Hemos buscado en Internet la relación de Hércules con los saltos y solo hemos encontrado un tipo de avioneta de ese nombre (Lockheed C-130 Hercules) y algunos consejos para paracaidistas.

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