Muerte en el Nilo


 

 Los finales de doña Aga-

tha Christie son siempre típicos:

tras juntar en una sala

a parientes y vecinos

y explicar cómo lo sabe

para mostrar que es muy listo,

Hercule Poirot da un discurso

y descubre al asesino.

Da igual qué novela sea:

en todas vemos lo mismo.

Sucede en Roger Ackroyd,

así acaba Diez negritos,

pasa en Maldad bajo el sol

y pasa en Muerte en el Nilo,

que es la obra de que trata

este romance octosílabo.

 

 Pues un joven y una jóvena

ella fea y él guapito

piensan hacer un bodorrio

(ya se han tomado los dichos).

Se llaman «Saimon»[1] y Jacque-

line y son los dos muy pijos.

La chica tiene una amiga

que ha heredado a un padre rico

y no solo posee dólares

y unos cientos de edificios

con pisos en alquiler

de esos que cuestan un pico,

sino que Linnet es bella,

te despierta el apetito

y te entran ganas de darle

en algún sitio un mordisco.

 

Como fuere: la heredera

se enamorisca del chico,

que es rubio y de ojos azules,

y mide uno ochenta y cinco;

y aunque levantarle el novio

a una amiga está feísimo,

Linnet no suele privarse

jamás de ningún capricho.

Le seduce un viernes y se

casa con él el domingo,

porque no se pierde el tiempo

en los Estados Unidos

ni para comprarse un coche

ni para pescar marido.

 

Para evitar los furores

de Jackie, se van a Egipto

de luna de miel, a ver

ruinas y a sufrir mosquitos

en un barco que va lleno

de turistas y turistos.

Allí creen estar a salvo

de Jacqueline y sus gritos,

pero, ¡sí sí! Cuando están

sobre una esfinge subidos

admirando aquel paisaje,

viendo en las aguas del río

cómo cenan pato crudo

docenas de cocodrilos,

una voz muy conocida

de un susto les quita el hipo.

Es Jackie, la abandonada,

que hasta allí les ha seguido

(y el lector ya se imagina

que esto va a acabar a tiros).

 

Paso ahora a relatarles

qué sucede en el capítulo

siguiente, con la advertencia

al lector de que este escrito

contiene un total destripe

y describe el homicidio.

El que no quiera enterarse

mejor es que cierre el libro.

 

Zarpa el crucero y en él

viajan nuestros tres amigos

y la tensión entre ellos

se corta con un cuchillo.

En él va también Poirot,

porque el belga se ha cogido

unos días de reposo,

ya que está enfermo del píloro

y su médico le ha

tomado el pelo y le ha dicho

que el remedio de su mal

es beber agua del Nilo.

 

Esa noche Jackie bebe

de ron y vodka seis litros,

hace una escena y sacando

un revólver muy bonito

(con la culata de nácar

y el gatillo de platino),

tras pegarle un tiro a «Saimon»,

sufre ataques de histerismo

de esos que les son tan útiles

en los momentos más críticos

a las mujeres, que así

se quitan de muchos líos.

 

«Saimon» cae redondo al suelo

con la rodilla hecha cisco

y como hasta el día siguiente

no hay remedio hospitalicio,

tiene que pasar la noche

entre dolores fortísimos,

apretándose la herida

de bala con un trapito

y sin poder levantarse

ni para ir al servicio

para hacer eso que haces

al rato de haber bebido.

Jackie duerme como tronca,

ya que le han dado un somnífero

para quitarla de en medio

y evitarse más peligros.

 

A la mañana siguiente

hallan el cadáver frío

de Linnet, con un disparo,

lo que, como ya sabíamos,

tenía que pasar antes

o después, pero de fijo.

¿Quién mata? «Saimon» está

sin moverse de su sitio

y Jacqueline en su cuarto,

soñando con angelitos.

 

Las pistas (un pintauñas

que había desaparecido,

un trapo con sangre roja

y una bala y su casquillo)

bastan al gran detective

para desatar el hilo

de la madeja del crimen,

que es un sabueso listísimo

que tiene mucha cabeza,

aunque no tenga flequillo,

pues es, como ustedes saben,

alopécico perdido.

 

Tras reunir en el salón

a todos (son un gentío,

porque, para ahorrarnos tiempo

y papel, no hemos descrito

al mogollón de personas

que viajan en el barquito),

Poirot crea expectación

y cuenta lo que ha tenido

lugar delante de todos,

aunque ninguno lo ha visto.

 

Destripe anunciado:

La bala no le dio a «Saimon»

—Jackie disparó sin tino—,

pero él se sacó un pañuelo

blanco en el que había vertido

laca de uñas colorada

tras pegar un gran chillido,

haciendo creer a todos

que se hallaba malherido

 

Por la noche se levanta

despacio y sin ser sentido,

va corriendo al camarote

de Linnet y el muy bandido

la mata, vuelve al salón

y entonces, con temple frío,

se descerraja un disparo

de verdad, se toma cinco

pastillas para el dolor,

tira el revólver al río

y obtiene la gran coartada

y estar postrado y malito.

 

¿Todo eso por qué lo hace?

Pues para heredar los millo-

nes que su mujer le deja,

porque, en realidad, el tipo

tiene un mal gusto tremendo

en asuntos de amoríos

y, en vez de caviar, prefiere

bocadillos de entresijos;

es decir: que quiere a Jackie

(que era más fea que Picio,

como ya hemos explicado

mucho antes en un ripio

y está con él conchabada).

En gustos no hay nada escrito.



[1] Simón. No es culpa nuestra si los ingleses pronuncian este nombre de una manera desastrosa.

 

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