¿Tiene sentido darle vueltas a Cervantes y marearlo más de lo que está? No parece fácil decir de él nada que no haya dicho ya esa legión de sus defensores acérrimos que estamos seguros de que no lo han leído. La abundancia de material nos abruma y casi asfixia. De hecho, se ha escrito tanto, que los ensayos sobre Cervantes recuerdan aquel cuento de Borges en donde los geógrafos elaboraban un mapa del reino de tamaño natural que, cuando se desplegaba, abarcaba y tapaba todo el reino.
Como los elogios a la persona y a la obra de Cervantes se dan por descontados, a ninguna mente crítica se le debería caer ningún anillo porque pusiéramos algunos ligeros contrapesos a su gloria. Por ejemplo, el de afirmar —y luego demostrar— que fue un envidioso como pocos lo han sido. Y ¿quién podía ser más motivo de envidia en aquella época que el gran Lope, genio de casi todo? Ante su solo nombre Cervantes se ponía verdoso y bilioso.
Cervantes se dedicó a realizar ataques sistemáticos al tipo de teatro creado por Lope, cuya calidad nos parece fuera de toda duda. En la primera parte del Quijote se lee un párrafo que deja traslucir al envidioso, al pomposo y al moralista: «En materia ha trocado v.m. que ha despertado en mí un antiguo rencor que tengo contra las comedias que ahora se usan [...] espejos de disparates, ejemplo de necedades e imágenes de lascivia».
Los ataques al teatro abundan en el Quijote: «La poesía, señor hidalgo, a mi parecer, es como una doncella tierna y de poca edad y por todo extremo hermosa, pero esta tal doncella no quiere ser manoseada ni traída por las calles ni publicada por las esquinas de las plazas».
Cervantes insistió en sus ataques; en el Viaje del Parnaso, de 1614, insertó el siguiente terceto: «Adiós teatros públicos honrados / por la ignorancia, que ensalzada veo / en cien mil disparates recitados». El escritor o bien fue incapaz de ver el potencial del teatro barroco español o no lo quiso reconocer debido a su frustración, porque sus obras teatrales habían quedado totalmente eclipsadas por el triunfo de Lope. En cualquiera de los dos casos, malo.
Además, aunque nos lo podemos imaginar como queramos, hay hechos y escritos que no admiten más que una interpretación poco bonita. Pese a su imagen adusta, callada y modesta, era un grandísimo vanidoso. Presumió simiamente de haber sido él y no Lope el que creó e impulso el nuevo teatro en España, para lo que ya hace falta tener caradura. En el prólogo a sus Ocho comedias y entremeses nuevos afirmó: «Yo fui el primero que [en teatro] representé las imaginaciones o los pensamientos escondidos del alma, sacando figuras morales al teatro con general y gustoso aplauso de los oyentes».
El hecho fue que sus obras no gustaron ni pizca y que Cervantes dejó de escribir teatro porque nadie quería verlo. El disgusto que tuvo con esto fue mayúsculo.
Sin embargo, si dejáramos fuera de este libro al manco 3.721 de Lepanto (pues no fue el único en perder un brazo), no faltaría quien nos pusiera de vuelta y media, pues el número de los cervantistas es infinito, como las arenas del mar. Así es que, para evitarnos complicaciones, hablaremos algo de varias de sus piezas y fingiremos que Cervantes fue un autor teatral de verdad.
El cerco de Numancia (1585) es la mejor tragedia de todas las tragedias que Cervantes escribió con ese título, no podemos decir nada mejor sobre ella. Su argumento es el que todos nos figuramos: los romanos atacan, los numantinos se defienden y luego se sacrifican. Cervantes no añade ni un ápice de originalidad a la trama. No hay acción central ni cosa que se le parezca, sino tan solo una serie de episodios aislados e inconexos, puestos uno detrás de otro, lo que significa una limitada concepción del teatro.
Un grave defecto de la obra es la chapucera intervención de personajes alegóricos que no hacen ninguna falta, pero que se empeñan en salir y en cargarse la verosimilitud dramática. Porque si un caudillo valeroso está intentando organizar a sus huestes para resistir el sitio y llega el río Duero a hablar con él y a darle conversación, la situación se convierte en algo grotesco y es muy difícil que la escena quede bien. A veces sale España a decir unos cuantos diálogos; otras veces es el Destino quien siente la necesidad imperiosa de meter baza; en fin, que la pieza no tiene arreglo.
El trato de Argel (1582) —llamada también Los tratos de Argel, porque no queda claro cuántos tratos se tratan— es, como dice uno de los personajes al final de la comedia, «un trasunto de la vida de Argel y trato feo», porque el público todavía no se había enterado de qué iba la pieza. Consiste en un conjunto de cuadros de la vida en cautiverio, de nuevo sin una relación dramática que los una. De hecho, puedes quitar alguno de estos cuadros sin que nadie —ni siquiera los actores— se dé cuenta de que faltan. El cristianismo y el islamismo aparecen llevándose como el perro y el gato y esta rivalidad es la causa de todos los males del mundo. Los cautivos españoles las pasan «morás» y el happy ending consiste en que los monjes trinitarios llegan con el dinero, rescatan a los prisioneros y les regañan por haberse dejado apresar, pues, si hubieran escapado, el asunto le habría resultado más barato a la Cristiandad.
Tiene Cervantes una comedia de santos, El rufián dichoso (1605), sobre Cristóbal de Lugo, argumento que le obligó a escribir (¡por fin!) una obra que tuviera un protagonista claro. Este señor en el primer acto es un pícaro protegido por un inquisidor, lo que le permite llevar a cabo todo tipo de maldades. Entonces tiene la epifanía más tonta que nunca se le ocurrió a escritor alguno. Decide jugarse su destino a las cartas y meterse a bandoleros si pierde. Pero gana como nunca había ganado y entonces se hace bueno y pío en menos de lo que se tarda en decirlo y sin que sepamos cómo ni por qué.
En el segundo acto ya es santo y le vemos en México convertido en fray, luchando contra las fuerzas del mal y venciendo la mayor parte de las veces. El recalcitrante alegorismo cervantino vuelve a asomar el hocico y sale la Curiosidad preguntándole a la Comedia por qué se ha cruzado el charco y por qué ahora la acción tiene lugar en Nueva España. La Comedia no sabe muy bien cómo justificar esta ruptura de la preceptiva y de la unidad de lugar, y hace lo que puede para explicarlo, fracasando miserablemente en el intento.
Fray Cristóbal, en un rapto de generosidad, accede a tomar sobre sí los pecados de una tal doña Ana, que es una mala pécora. Por ello, el cielo le manda la lepra al final del segundo acto. En el tercero, el santo lucha con Satanás y le da una paliza. Consigue curarse la lepra mediante un milagrito ad hoc y recibe el homenaje del representante de la autoridad civil.
Hablaríamos también de sus entremeses, pero creemos que ya hemos dejado claro que, en nuestra opinión (que igual no vale ni un pimiento, pero es la nuestra), Cervantes, como autor teatral, es un verdadero bluff.
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