El crepúsculo de los dioses

 


 

Sunset Boulevard, que es

un peliculón tremendo,

recibió grandes elogios

de la crítica en su estreno

y entre los cien films mejores

tiene el duodécimo puesto.

Cecil B. DeMille y Buster

Keaton salen en cameos

y se considera que es

lo mejor del cine negro.

Y es curioso, porque aparte

de ser muy bueno en su género,

presenta una idolopeya.

Y alguno dirá: «¿Qué es eso?».

Pues para aquellas personas

que desconozcan el griego,

voy a decir y diré

(mejor en plural), diremos

que ‘idolopeya’ es figura

retórica en la que un muerto

nos cuenta su vida. (Es raro,

pero tiene mucho efecto).

 

En esta «peli» en cuestión,

en este caso concreto,

es un guionista fiambre

que se ahogó y se quedó tieso

en una sucia piscina

de un caserón, cuyo dueño

es una actriz vieja que

no está en su mejor momento.

(¡Hay que ver qué anacoluto

he puesto en el otro verso:

«cuyo dueño es una actriz»;

eso así es muy incorrecto.

Si es una actriz, será ‘dueña’.

El que haya ocurrido esto

es un síntoma muy claro

del declinar de los tiempos:

¡hasta yo, Enrique Gallud,

pongo errores en mis textos!).

 

La película retrata

un mundo sucio y perverso

—Hollywood— en donde en cuanto

te haces un poquito viejo,

ya no te quieren ni ver

y es como si hubieras muerto.

 

Trata de una actriz que tiene

casi, casi siglo y medio

de edad y que fue muy cono-

cida como Norma Desmond.

Hace mucho que no actúa

(porque presenta un aspecto

muy ajado, decadente,

gastado, caduco y viejo)

y vive encerrada en casa,

mirando pasar el tiempo,

recordando viejas glorias

y leyéndose tebeos.

 

Para salir del olvido

(y entrar así en el recuerdo),

la gloria del cine mudo

ha proyectado un proyecto:

hará un gran peliculón

en cuanto tenga completo

un guión que está acabando

y volverá a su apogeo.

Quiere hacer de Salomé,

que fue quien le corto el pelo

a Juan «el Bautista», un día

en que se le ocurrió hacerlo

(aunque se le fue la mano

y, al final, le cortó el cuello).

 

Para ello busca y contrata

por un misérrimo sueldo

—puesto que es más agarrada

que un escocés o un hebreo—

a un escritor muerto de hambre

que no tiene otro remedio

que acceder y dar el callo,

pues su futuro es más negro

que una cucaracha, un mirlo,

la boca del lobo, un cuervo,

un murciélago o un es-

carabajo pelotero.

 

Ella, que quería a alguien

que fuera artista y efebo,

y tan hábil con la máquina

de escribir como en el lecho,

al comprobar que el guionista

es guapito y es atlético,

se propone trajinárselo

y le tira muchos tejos.

Él se resiste al principio,

se hace el sueco y el noruego,

pero al cabo de unos días

—para no perder el puesto—

claudica (y ya se imaginan

en qué acaba todo eso).

 

Durante un tiempo conviven

en la casa-mausoleo,

entre álbumes de fotos,

telarañas y recuerdos,

viendo películas mudas

y sin salir de paseo.

La actriz, que es marimandona,

le trata como a un muñeco,

le llama inútil y bobo,

tonto, majadero y necio;

le hace muchas perrerías,

muchos desaires y feos,

y lo maneja a su antojo,

teniéndole en cautiverio.

 

El pobre quiere escaparse

de ese círculo grotesco

y, en cuanto tiene ocasión,

dice: «Pies ¿para qué os quiero?».

Mas ella, para impedirle

la huida, sale corriendo

tras él y, cuando le alcanza,

le pega un tiro certero

que no le sienta muy bien,

sino que lo deja seco.

 

Cuando la cosa se sabe

(pues Hollywood es un pueblo

lleno de género cotilla),

viene a detenerla el Cuerpo

de Policía. Para entonces

la vieja ha perdido el seso

(cosa fácil, porque nunca

tuvo excesivo cerebro)

y está ya loca del todo.

Se encierra en sus aposentos

y no hay manera de hacer

que salga de su agujero.

¿Qué hacer? ¿Cómo detenerla?

La opción es echar al suelo

la puerta que está cerrada

o, si no, pegarle fuego

al cuarto para que salga

de su escondite. Un sargento

tiene una idea genial:

les dice a los reporteros

que vienen por la noticia

que pongan focos a cientos

en la puerta de la casa.

La diva escucha el jaleo

y piensa que su rodaje

va a comenzar al momento.

Se maquilla y pone un traje

y se dirige al encuentro

de los «polis» que la esperan

para apresarla, creyendo

que se filma y que es la hora

de demostrar su talento.

 

La historia que hemos contado

es más triste que un sepelio

y enseña una gran lección:

lo efímero que es el éxito,

cuán poco te quiere el mundo

si no produces dinero.

 

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