Joseph Pulitzer

 



          Joseph Pulitzer nació en Hungría, la patria de la czarda, y, después de una vida muy agitada, murió en Charleston[1].

          Se le recuerda como pionero del infotainment y también por el dinero del premio que instauró. El infotainment —para esos a los que hay que ir explicándoles todas las cosas, porque si no, no se enteran— es una mezcla de noticias verdaderas y falsas que informan y entretienen a la vez, porque la verdad monda y lironda suele ser bastante anodina.

          Pulitzer era makonés (nacido en Makó) y quiso ser soldado en su país. Como no le cogieron (tenía orejas de soplillo, lo que le imposibilitaba para manejar el fusil con bayoneta), marchó a los EE. UU. a participar en la guerra de Secesión, donde los ejércitos no eran tan tiquismiquis en materia de soldados voluntarios. Como tenía su ramalazo militarista y le gustaba arrear, cuando llegó la paz se afilió al Partido Republicano, que era lo que más se parecía entonces a un comando armado.

          Con sus contactos y siguiendo el infalible procedimiento comercial de comprar barato y vender caro, especuló con varios periódicos y se hizo millonario. Se compró el New York World para jugar y se especializó en escándalos y sensacionalismos, con lo que se hizo más millonario aún, superando con creces al tío Gilito.

          Innovó innovaciones, como insertar la primera historieta en color que apareció en un periódico e introducir una hoja dominical en el suplemento dominical (hacerlo otro día habría despistado a los lectores). El diario pasó de vender 15 000 ejemplares a 600 000, éxito que le pilló completamente por sorpresa y sin una caja fuerte de la que echar mano. Como el periódico se pagaba en monedas de céntimo, que abultaban mucho, tuvo que vaciar su piscina y emplearla como receptáculo para sus ganancias.

          La gente le llamaba «el judío que abandonó su religión», aunque esto no era cierto, pues siguió siempre dedicado a ganar todo el dinero posible, que era en lo que ponía su devoción y en lo que verdaderamente creía. Pero cuando los judíos dejaron de comprar su periódico, se llevó un sofocón tan grande que enfermó y ya no volvió a ser el mismo.

          Pulitzer contó muchas mentiras para promover la guerra hispano-estadounidense de 1898 y ese fue el único punto en el que coincidió con William Randolph Hearst, su sempiterno rival. Los dos se inventaron ese conflicto bélico para vender más y más periódicos.

          ¿Cómo sucedió la cosa? Ambos alimentaron las tensiones entre la patria de Cervantes y la de Toro Sentado en relación con Cuba. Cuando algo explotó a bordo del acorazado estadounidense «Maine», dijeron que había sido un sabotaje español. Todo el mundo sabía que eso era mentira, que el ejército español de aquellos años no tenía el conocimiento técnico para sabotear nada en absoluto, pero aquello resultaba el pretexto ideal para que los yankis echaran a los españoles a patadas de allí y se quedaran de facto como dueños de sus últimas colonias. Invitaron al presidente William McKinley a que le declarara la guerra a España y sacaron muchos números especiales que se vendieron como rosquillas.

          Para limpiar su nombre no se le ocurrió otra cosa mejor a Pulitzer que instaurar un premio de periodismo con una dotación en metálico. (Y, en efecto: no hay nada más eficaz que dar dinero para que te recuerden con cariño; eso mismo hizo con igual éxito Alfred Nobel, eximio inventor de la dinamita). El premio Pulitzer lo entrega la Universidad de Columbia y reconoce no solo el mérito en el periodismo, sino también en poesía, historia, música, teatro y otras memeces por el estilo.

          Nuestro hombre dejó, además, dinero para fundar una escuela de reporterismo. El rector de la universidad, en un principio, rehusó aceptar la donación, debido a la mala fama del mangante de la prensa (perdón; queríamos decir ‘del magnate de la prensa’: es que se nos han cambiado de sitio las letras), pero luego se lo pensó mejor y se quedó con la pasta, alegando que Pulitzer podría muy bien ser un indeseable, pero que los billetes eran solo trozos de papel que no podían tener responsabilidad moral ni culpa de nada.

          Desde entonces, todos los periodistas rezan a todos los santos del calendario (e incluso al Buddha, que dicen que da muy buenos resultados) para que llegue a la presidencia del país algún canalla como Nixon que arme un buen escándalo watergático para que ellos puedan hacer un libro-reportaje y llevarse los 15 000 dólares del premio, que luego se completan millonariamente con los royalties del libro y la venta de los derechos para el cine. Puede decirse que en ciertos momentos del año podrías entrar en una redacción cualquiera y matar a siete con un hacha y no informarían sobre ello, porque los reporteros estarían muy ocupados rellenando las solicitudes para el premio.


 



[1] Aquí había un chiste en potencia, pero no hemos sabido construirlo bien.

 

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