Un marido de ida y vuelta,
de Jardiel Poncela, es farsa
divertida como pocas.
Es comedia de fantasmas
y aunque solo sale uno,
ese que sale la arma.
Pepe y Leticia son una
pareja de clase alta.
Ella es hembra caprichosa
y el marido es un pelanas
que obedece a su mujer
ciegamente (como pasa
en dos de tres matrimonios).
Hay un baile de gran gala
de disfraces. Pepe va
de torero con su capa
y su montera. Leticia
se ha vestido de Cleopatra
para así eclipsar al resto
de todas las invitadas
que acudirán a la fiesta,
que es una mujer muy guapa,
ansiosa por presumir
y que siempre despampana.
Leti es muy marimandona
y está muy malhumorada;
y la causa es simplemente
que Pepe tiene una barba
hace veinticinco años
a la que cuida con ganas
y, por más que le ha insistido,
él se resiste a quitársela.
«¿Cuándo demonios se ha visto
a un barbudo en una plaza
de toros?», grita, iracunda,
Leti a Pepe; y le ultimata:
se rasura o se armará
un follón de los que espantan.
Pepe tiene el corazón
pocho y decide afeitársela
por dar gusto a su mujer,
porque el infeliz la ama.
Llega entonces Paco Yepes,
un amigo que es un crápula,
un sinvergüenza, un tunante,
donjuán y cantamañanas.
Le hace tilín a Leticia
y ha venido a engatusarla
a poco que se descuide.
Mientras que a Pepe le rapan
la barba, conversan ambos
sobre el día de mañana.
Pepe le dice a su amigo
que el médico que le trata
le ha dicho que va a durar
no mucho más que una tarta
a la puerta de un colegio
de primaria o secundaria.
Y pues va a morir muy pronto,
le hace jurar por su santa
madre que, cuando se muera,
no se casará por nada
del mundo con su Leticia,
que es una mujer que gasta
tanto, que le dejará
ruinoso en una semana.
Paco jura y cuando Pepe
ve la imagen de su cara
reflejada en un espejo,
se le para la patata,
sufre una angina infartosa
de la impresión que le causa
verse afeitado. Se muere,
por lo que el acto se acaba,
se apaga la luz de escena,
hay música, el telón baja
y el público sale al bar
para beber una taza
de café o a desbeberla,
que el descanso de eso trata.
Han transcurrido dos años
desde aquella noche amarga
en que Pepe la diñó
por culpa de una navaja
sin que fuera necesario
sufrir una puñalada.
Leticia y Paco se han
casado como Dios manda,
como todos suponíamos:
la boda estaba cantada.
Pero empiezan a pasar
cosas raras en la casa:
se encienden luces que luego
con gran misterio se apagan,
las tazas desaparecen
o se hallan descolocadas,
hay un piano que suena
aun con la tapa cerrada,
libros de la biblioteca
van al cuarto de la plancha
y el mayordomo está el pobre
con una crisis de ansia,
pues no se explica el porqué
de aquellas bromas extrañas.
Cuenta a Paco sus problemas
y él —que tiene confianza
con el sirviente— le dice
que le han sucedido varias
experiencias paranor-
males, bastante más malas.
Si algunas veces, estando
con Leticia, va a besarla,
se rompe una cristalera;
si en un momento la abraza,
o se vuelcan cinco sillas
o se descuelga una lámpara,
cae al suelo y se hace trizas.
Ambos sospechan que el alma
de Pepe anda por ahí
dedicada a hacer trastadas;
mas ¿cómo impedirlo? Es cosa
peligrosa y complicada.
Leticia ha encontrado un verso
de amor dentro de una caja.
Supone que ha sido Paco
y esto la deja encantada,
que a las mujeres-florero
(aquellas que no trabajan)
siempre les gusta decir
que son un rato románticas.
Le pide que se lo lea
y Paco, ¡claro!, se escama,
que él no sabe componer
versos ni le ha escrito nada.
Mientras Leticia se ausenta
un instante, hace su entrada
el fantasma del torero,
porque, en efecto, allí estaba
desde hacía varios meses,
meditando su venganza.
Solo Paco puede verle
y se queda sin palabras.
Pepe afea su conducta
y Paco sigue sin habla.
Vuelve Leticia trayendo
aquellos versos de marras.
No ve a Pepe y pide a Paco
que lea de una tirada
aquel poema de amor
(escrito por el fantasma).
Paco recita la oda
(que, por cierto, está copiada
de Bécquer) mientras que Pepe,
con mirada embelesada,
contempla absorto a su viuda,
a su exmujer recasada.
En fin, hay muchas escenas
llenas de tensión y gracia
en que Paco disimula
mientras Leticia se escama
al notar que su marido
hace muchas cosas raras;
y es porque Pepe aprovecha
que es invisible y le casca
dos collejas a un sobrino
imbécil, y Paco trata
de impedirlo, aunque no puede.
Al final de la jornada
el espectro va y se dice:
«¡Se acabó lo que se daba!»
y se hace visible a todos,
por lo que pronto se arma
un follón de mil demonios,
una tremenda jarana.
Ya se han cambiado las tornas.
Pepe es señor de su casa
y Paco, dueño hasta ahora,
allí ya no pinta nada.
La servidumbre —que aprecia
a su amo antiguo— se adapta
a estar despierta de noche
para servir al que manda,
porque Pepe ya no duerme,
razón por la que lo pasa
muy mal, pues se aburre mucho
y necesita compaña.
Leticia está confundida,
porque si antes pensaba
que quería a Paco, ahora ve
que quien de veras la amaba
era Pepe, hasta escribirle
aquella rimas nefastas.
Pide consejo a una tía
paralítica y anciana
que se casó cuatro veces
y esta le dice muy clara-
mente que les trate mal,
que se divierta a sus anchas
haciendo rabiar a ambos
esposos, que es una ganga
tener dos maridos juntos,
porque a ella, cuando finaban
no volvían de visita
a que los atormentara.
Leti ve que siempre ha amado
a Pepe y que metió la pata
al casarse con el otro.
¿Cómo salir de esa trampa?
No encuentra más solución
que esperar a que la Parca
venga un día y se la lleve,
pero puede ser muy larga
la espera, pues ella es joven
y el suicidio no le llama
demasiado la atención.
Una cosa tiene clara:
ya no vivirá con Paco,
pues su presencia le causa
repelús. Se irá a otro sitio
y, dicho y hecho, prepara
un poquito de equipaje
(veinte maletas de nada),
pide un taxi y cuando sale
a la calle y va a cruzarla,
un camión que hace en la obra
el papel de Deus ex machina
la atropella y la hace migas,
lo que es una suerte bárbara,
pues su espíritu se une
a Pepe. Mientras derraman
lágrimas Paco y criados,
que están hechos una lástima,
se dirigen muy contentas
hacia el cielo las dos ánimas
de Pepe y Leti que ya
nunca estarán separadas.
La comedia acaba aquí.
los públicos se levantan,
se disponen a marcharse
para cenar a sus casas,
poniéndose los abrigos
y olvidando las bufandas
en el asiento y por ello
han de volver a buscarlas.
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