El crimen de Lord Arturo
Saville es una novela
original y simpática
con el crimen como tema,
lo que, como está en el título,
no nos provoca sorpresa.
La escribió Oscar Wilde, un dandy
muy elegante, un esteta,
a quien los serios ingleses
enviaron a la trena
por tener gustos distintos
a los demás en materia
de relaciones románticas.
¡Una injusticia tremenda!,
que el hombre era inteligente
e hizo obras estupendas.
(Además, era irlandés
y eso allí muy bien no sienta).
Saville es un hombre joven
que va una noche a una fiesta
de esas cursis que organiza
la alta sociedad inglesa
para lanzarse ironías,
pullas y otras indirectas.
Hay sándwiches de pepino
y otras porquerías de esas
que consumen los británicos
porque no tienen paella
y Arturo se pone ciego
comiéndose una docena,
pues ya que no paga él
las viandas, se aprovecha.
Mientras come, un caballero
le mira con insistencia
y cara de mucho susto.
Luego le aborda y le lleva
a un rincón donde no hay nadie
y cuando está allí, le cuenta
lo siguiente: «Soy vidente;
viendo su mano y su jeta
tengo una mala noticia
que darle, aunque no me crea».
«¿Qué es ello?». «Que por influjo
de algún funesto planeta
usted cometerá un crimen,
una muerte muy violenta».
«¿Qué me cuenta?». «Lo que oye».
«¡Está usted loco!». «Pues sepa
que no he patinado nunca
y eso que llevo cuarenta
años en mi profesión.
Tenga». Y le da una tarjeta:
«Mister Podgers, Quiromántico.
Descuentos para parejas».
Arturo acaba creyéndose
lo que el adivino cuenta
y, como no quiere líos
y está su boda dispuesta
con una niña pilonga
pero rica (es una Cresa)[1],
piensa en cometer el crimen
que le toca en una fecha
previa al marital enlace
y así quitarse de penas.
Decidiendo a quién matar,
opta por una parienta:
será Lady Clementina,
que es una tía materna
de esas muy inaguantables
que abundan en el planeta.
Se compra una caja de
bombones, los envenena
metiéndoles con jeringa
una ponzoñosa mezcla,
se los regala a su tía
—que es golosa y se alimenta
tan solo de pastelillos,
profiteroles, lionesas,
tocinos de cielo, trufas,
croissants y bollos de crema—
y, tras de poner en marcha
su plan, se sienta y espera.
Tras dos días, la tía muere
y deja todo en herencia
a Arturo. Mas cuando este
marcha a ver lo que le lega,
ve la caja de bombones
intacta sobre la mesa.
¡A la tía la mató
una nuez, porque era alérgica!
Saville se busca otra víctima
a quien mandar a la huesa.
Recuerda que tiene un tío
que pertenece a la Iglesia
anglicana, deán de Chichester,
pelmazo y pastor protestan-
te, un señor más insufrible
que la otra tía, la muerta.
Esta vez no quiere fallos:
no va a aceptar que se meta
la pata con esta muerte,
que debe salir perfecta.
Así, en vez de recurrir
al puñal o a la escopeta,
piensa en un profesional
que lo mate a ciencia cierta
y pronto le hablan de una
persona que es muy experta
en el oficio del crimen,
que es barata y muy discreta.
Es un anarquista ruso
que huyó por no ir a Siberia
y que está en busca y captura
tras poner bombas siniestras
de esas de reloj, que explotan
cuando dan las ocho y media.
Arturo compra una bomba
(la más gorda de la tienda)
y se le regala al tío,
con lo que el deán se queda
más contento que unas Pascuas
(aunque él no las celebra).
Pasan horas, pasan días,
pasan semanas enteras,
un mes, dos meses, tres meses,
pasa la season completa
—en Londres llaman la «season»
a que toda la nobleza,
que vive sin dar ni golpe,
pase seis meses de juerga—,
sin que explote lo más mínimo
la dichosa bomba aquella.
(La profesión de anarquista
es bastante chapucera:
suelen ser autodidactas
que no van nunca a la escuela,
aprenden todo de oído
y no dominan la técnica,
y así sus bombas no tienen
garantías ni puñetas).
Viendo que aquello no explota,
Arturo se desespera.
No podrá casarse nunca
con su novia (la interfecta,
que se llama Sybil Merton
y es gordita, por más señas),
a no ser que antes de ir
a matrimoniar cometa
su crimen. ¡Y ya no tiene
a mano más parentela!
Pero de pronto, el Destino
que le hizo la jugarreta
va y se pone de su parte,
porque Arturo, un día cualquiera,
en un puente sobre el río
¿a quién dirán que se encuentra?
¡A Podgers, naturalmente!
Y entonces tiene una idea,
una solución genial.
Coge al tipo por las piernas
y, de un empujón, le tira
al Támesis de cabeza.
Podgers cae, haciendo ¡chof!
y le arrastra la marea.
Se ahoga en un periquete
y eso resuelve el problema.
¡Arturo Saville se ve
libre y su Sybil le espera!
[1] Creso fue el millonario antiguo por antonomasia, pero aquí hemos tenido que usar la forma femenina para que no digan que no somos modernos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario