Voy a contarles, señores,
la historia de El gato negro,
que es un cuento de Allan Poe,
(no de Hawthorne ni Longfellow),
aquel autor que escribió
tonterías sobre un cuervo.
Su protagonista era
un tipo bastante espeso,
borrachín como el autor
y cortito de intelecto;
el susodicho señor
estaba como el cencerro
de una cabra dolomítica,
era malvado hasta el tuétano
y, resumiendo, más raro
que un acento circunflejo.
Un día sí y otro también
bebía y se ponía ciego,
y tenía por costumbre
para librarse del tedio
sacudir fuerte a su cónyuge,
bien un gancho o un directo
a la barbilla, dejándola
knock-out, como pasatiempo.
Otras veces le arreaba
con un garrote de cedro,
que es una madera fuerte
que sale muy bien de precio
y te permite pegar
mil bastonazos sin miedo
alguno a que se te rompa
mientras estás sacudiendo.
Y la razón principal
por la que contamos esto
es para darles idea
de cómo era aquel tipejo,
que importa para la acción;
y no hay que estudiar Derecho
para entender que el gachó
estaría mejor preso
en una cárcel cualquiera
que no por la calle y suelto,
pues su historial delictivo
era más largo que el Ebro,
que el Nilo o que el Mississippi,
por poner algún ejemplo.
Había en su casa un gato,
Plutón, que tenía mal genio;
y una noche en que el beodo
lo agarró por el pescuezo
para tirarlo a un rincón
como si fuera un prospecto,
el gato fue y le pegó
un gran bocado en el dedo.
El borracho... ¡ay, cuánto horror!
El relato nos da vértigo,
mas ¡qué le vamos a hacer!
Esto es lo que cuenta el cuento:
el amo le saca un ojo
al gato y lo deja tuerto,
que en un concurso de malos
merecería el primer premio.
Y como el bicho se queda
por ello bastante feo,
el amo le coge tirria,
le raciona el alimento
y el pobre minino queda
a más de tuerto, famélico.
Harto de mirar al gato,
aquel hombre tan perverso
un buen día va y lo ahorca
y se lo quita de en medio.
La historia no acaba aquí,
claro está, pues tras un tiempo
se encuentra con otro gato
que le recuerda al primero
en todo y de tal manera
que piensa que es un espectro;
y si no le da un infarto
es porque aquel tipo pérfido
no tenía corazón,
como ya ha quedado expuesto.
Se lleva al gato a su casa
sin propósito concreto,
pues aquel hombre tenía
en el lugar del cerebro
un espacio muy vacío:
vamos, que lo tenía hueco.
Y un día de borrachera
en que estaba muy colérico
quiso pegarle al minino
con un hacha y poco acierto,
y fue y mató a su mujer,
que se había puesto por medio.
Cuando pasó la cogorza
vio entonces lo que había hecho,
sin sentir en absoluto
el menor remordimiento,
porque es claro que quien hace
un cesto puede hacer ciento
y no iba a preocuparse
por un crimen más o menos.
Viene ahora a continuación
otro episodio siniestro.
Como tener el cadáver
en casa iba a ser molesto
y era un tanto peligroso
trasladarlo al cementerio,
se dijo: «La hago cachitos
y aquí, en el jardín, la siembro
cerca de las remolachas
y al lado de los pimientos.
Así servirá de fer-
tilizante para el huerto».
Luego lo pensó mejor,
pues trocear carne y huesos
mancha de sangre y después
te toca fregar el suelo.
Al final se decidió
a construir un anexo
a la bodega, pues era
un albañil muy experto
y sabía hacer virguerías
con la argamasa y el yeso.
Llevo a rastras a su esposa
(a sus restos cadavéricos),
hizo un muro de ladrillos
delante, con azulejos
de esos que hay de florecitas
y que te venden al peso.
Buscó al gato en derredor
para darle para el pelo
y no lo encontró. Pensó
que habría salido corriendo
y que no regresaría
por allí, pues no era lerdo.
Olvidó todo el asunto
y se dedicó de pleno
al güisqui, al coñac, al ron,
al vodka y a otros venenos
en tanto hacia el equipaje
para irse de veraneo.
Tres días después del crimen
llegaron cuatro sabuesos
(que eran, todo hay que decirlo,
detectives, que no perros)
por si sonaba la flauta
y lograban un arresto
(que era lo que perseguían
para lograr un ascenso),
porque precisaban de alguien
para cargarle el mochuelo.
Registraron el inmueble
desde el sótano hasta el techo
y el hombre estaba tranquilo
y le llegaba el chaleco
al cuerpo y aun le sobraba.
Vamos: que no tenía miedo,
pues la pared era sólida
y ocultaba bien el cuerpo.
Pero, ¡ay!, cuando ya se iban
yendo los «polis» aquellos,
detrás del muro se oyó
un «¡marramiau!» lastimero.
El canalla, al escucharlo,
se quedó muy patitieso,
se le atascó la garganta,
el corazón le dio un vuelco,
aunque pretendió no haber
oído nada y se hizo el sueco.
Pero el «¡miau!» volvió a escucharse
en un tono harto dantesco,
porque aquel gato de marras
se había quedado dentro.
¡El cuarto se había tornado
en gatuno mausoleo!
Derribaron la pared
para ver lo que había dentro
y salió el gato escapado,
dijo: «Patas, ¿pa’ qué os quiero?»
y no se le volvió a ver
por allí: salió corriendo
y no paró hasta Hawai,
pese a haber un mar por medio.
También se encontró el cadáver,
del que se veían los huesos.
Lo de que solo en tres días
quedó todo el esqueleto
pelado, mondo y lirondo
es metedura de pata
de Poe: no es un fallo nuestro,
(que conste). Al asesinante
le metieron prisionero
en una cárcel con rejas,
sin derecho al pataleo
(salvo el que dio cuando, al fin,
se vio con la soga al cuello),
lo que, a nuestro parecer,
se merecía, ¡el muy gamberro!
Lo que aquí se aprende es que
no existe el crimen perfecto:
por mucho que te lo curres
siempre quedan flecos sueltos
y, pronto o tarde, te pillan
y te convierten en reo;
y o te fusilan a tiros
o te cuelgan por el cuello,
según la muerte que esté
de moda en ese momento.
Y la otra moraleja dos
de este relato tan tétrico
—que te sube a la garganta
atributos de tu género
con sus macabros detalles—
es que hay que aplicarse el cuento
planificando al detalle
para asesinar con método
y no a la buena de Dios
(que improvisar no es correcto),
y tratar bien a los gatos
o procurar, por lo menos,
que no estén alrededor
cuando movemos a un muerto.
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