Tirso de Molina

 


 

          Todavía no se ha sabido por qué Gabriel Téllez Girón se hizo fraile, porque no parece que tuviera especial vocación: lo que le gustaba era el teatro. Y si a eso le añadimos que a la Iglesia no le hacían especialmente feliz las comedias —a las que los predicadores consideraban repletas de malísimos ejemplos para el alma— pues se entiende todavía menos. Pero el caso es que fueron muchos los que se sacerdociaron más pronto o más tarde: Lope, Calderón... Creemos que era una forma de ir con los tiempos, pues ya estaba en auge la Contrarreforma y resultaba más útil y menos peligroso estar dentro de ella que fuera.

          Tirso fue seguidor de Lope por el aquel de que vino después, pero tuvo su muy propio y peculiar estilo, con grandes diferencias. Bien es verdad que no pretendió desmandarse y que reconoció la maestría y liderazgo del otro. Le alabó con palabras alabadoras e incluso le defendió muchas veces de sus enemigos. ¡Pues bueno era él como para consentir que nadie le insultaste a él o a cualquier amigo suyo y quedara impune! Se las tuvo tiesas con Cervantes, que envidiaba a Lope, porque Lope era envidiable.

          La obra de Tirso es ingente (¿debería decirse ‘ingenta’, por lo de la concordancia?) y consta de 400 piezas más o menos (más más que menos, porque seguro que muchas se perdieron por el camino). Entre ellas hay de todo: comedias de mucha risa, hagiografías de muchos milagros, tragedias de mucha sangre...

          Destacó por su habilísima construcción de personajes. Él fue, sin ir más lejos, el que popularizó el de don Juan Tenorio, en su obra El burlador de Sevilla y convidado de piedra (1612). El tema ya lo había tocado Lope (¿qué no habría tocado Lope, que escribió 1500 comedias y tuvo diecisiete hijos contados, más lo que no se saben?) en su obra Dineros son calidad, pero este no había conseguido sacarle todo el partido que luego le sacó el mercedario (porque se nos había olvidado decir que Tirso perteneció a la orden de la Merced). El burlador tirsiano, tirsesco o tírsico cruzó las fronteras y fue empleado en toda Europa en comedias, poemas, óperas y otros géneros varios. Un erudito alemán, Singer, que no tenía otra cosa mejor que hacer, dedicó toda su vida sensible a elaborar un listado exhaustivo de todas las piezas literarias en las que aparecía el personaje de don Juan. Le salieron más de 4500 y la lista está aún por actualizar. O sea, que es el carácter más universal con diferencia. A su lado, don Quijote, Hamlet o Ulises son prácticamente desconocidos.

          Otro acierto de Tirso fueron sus personajes femeninos, mucho más complejos, potentes e interesantes que los de otros autores. Sus hembras son valientes (y al decir «sus hembras» nos referimos a sus creaciones literarias, porque en el convento no le dejaban tener hembras para su uso particular; o, al menos, no le dejaban tener muchas). Son mujeres «de aquí te espero» que no se conforman con ser juguetes de las circunstancias y esperar a que llegue un galán a sacar la espada por ellas ni cosa por el estilo. Cuando tienen un problema, lo resuelven de manera expedita y sin pensárselo un momento.

¡Ah!, y son los primeros personajes travestidos del teatro. En una deliciosa pieza, El amor médico (1620), una mujer estudia medicina (otro rasgo de valor en la época) y, como no puede practicarla como mujer, se disfraza de hombre y se presenta ante el galán de turno como una mujer y como el hermano médico de dicha mujer. En Don Gil de las calzas verdes (1615) —quizá la comedia de enredo más lograda de todo el siglo—, la protagonista se hace pasar por un bello galán —don Gil— y enamora con su elegante talle a un montón de damas cortas de vista. Las mujeres se disfrazan de hombre para ejercer oficios, para desenredar asuntos o simplemente para vengarse, tomando la iniciativa de la acción y dejando a los personajes masculinos en una posición secundaria muy desairada, algo que las feministas nunca han sabido reconocerle y agradecerle a Tirso.

          Otro rasgo peculiar es que la mayor parte de sus graciosos no son el criado urbano, inteligente, cínico y astuto al que Lope nos tenía acostumbrados, sino un bobo rústico, más sanchopancesco que otra cosa, que divierte por sus humanos defectos, como el miedo, el hambre, el apetito sexual o la ignorancia. La lengua de la que Tirso dota a estos personajes es digna de un detallado estudio, pues es un prodigio de matices pueblerinos.

          En general, Tirso maneja muy bien el humor y lo usa abundantemente para soslayar las situaciones más complicadas, como puede ser el encuentro de don Juan con el fantasma de su víctima en El burlador, en una tragicómica escena en la que el gracioso Catalinón lleva la voz cantante y le pregunta al muerto cómo son las cosas en la otra vida y si en las tabernas de allí el vino es más barato y si está o no aguado.

          Muchas obras de este autor merecen una mención aparte, pero no nos parece bien abusar de la paciencia del lector. El vergonzoso en palacio (1611) es una historia magníficamente construida, en que se critica la desmesurada obsesión con el linaje. Tirso era hijo bastardo del duque de Osuna y lo pasó muy mal por su condición de ilegítimo. En esta obra arremete contra el concepto de «la sangre de los godos» que tanto determinó la vida española en los siglos xvi y xvii.

          Una de las mejores piezas del autor es El condenado por desconfiado (1615), un drama sacro sobre la condenación y la salvación en el cristianismo (aunque el argumento está tomado paradójicamente de una fábula hindú, como indicó don Marcelino Menéndez y Pelayo).

El ermitaño Paulo es muy santito y quiere ir al cielo, pero no las tiene todas consigo y desea tener la certeza de que se salvará. Un ángel, harto de escuchar sus quejas, se le aparece y le dice que su fin será el mismo que el de la primera persona que se encuentre al entrar en la ciudad. Paulo se va para allá y se tropieza con Enrico, un criminal redomado. Piensa entonces que el otro se condenará por sus crímenes sí o sí y que él también se condenará, según lo profetizado. ¿Para qué ser bueno, entonces? Abandona el ascetismo y se dedica en lo sucesivo a cometer todas las fechorías que se le ocurren, pensando que, si tiene que ir al infierno, por lo menos irá después de haberse divertido un poco.

Por otra parte, a Enrico le encierran y condenan a muerte. Pero como el asesino era un hijo muy bueno y cuidaba con mucho cariño a su anciano y gotoso padre, debido a este amor filial y en virtud de esta virtud se salva. Paulo en cambio, por no haber tenido fe en la misericordia divina, acaba jugando al mus con Pedro Botero por toda la eternidad y, además, perdiendo siempre.

          De El burlador de Sevilla ya hemos hablado y, si no hemos hablado, hablamos ahora. El muy canalla seduce a chicas, mata a quien le objeta y se condena por sus pecados, como era lógicamente razonable. Aparte de la fascinación por lo satánico del personaje, la obra interesa por las apariciones de los muertos a los que don Juan invita a cenar en su casa para demostrar que no tiene miedo ni de coger la gripe. El «convidado de piedra» (la estatua del muerto) le invita a su vez a cenar en el cementerio; y don Juan, en vez de irse a visitar el Monasterio de Piedra o a hacer un crucero por el Mediterráneo, acude al camposanto y allí es arrebatado por el muerto y conducido al infierno en volandas.

          Hay otras grandes obras, como ya hemos dicho: La santa Juana (1614), La prudencia en la mujer (1622), etc. Hoy en día, desgraciadamente, se le representa muy poco, porque los empresarios teatrales de la actualidad son las personas que menos entienden de teatro. (¡Qué se le va a hacer!)


 

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