Payasos (Pagliacci, 1892) Ruggero Leoncavallo
Siempre se ha dicho que los payasos hacen reír en la pista mientras lloran por dentro. Hay, efectivamente, muchos payasos lloricas y otros que no lo son, pero a los que se les mueren sus abuelas y que tienen ocasión de sollozar con justificado motivo. Esta ópera usa y abusa de este tópico.
El que de verás lloró fue el libretista, Catulle Mendès, pues le demandaron por plagio y se vio metido en un verdadero follón legal.
En una compañía de payasos hay un esposo tonto a quien su mujer le engaña. Hay un amante. Se sacan cuchillos. Se usan pociones para dormir. Se hacen propuestas de fugas y —¡recurso escénico excelente!— tiene lugar un dramón entre los personajes en medio de una representación y los espectadores de la misma se creen que es parte de la trama.
Uno apuñala a otro en escena y dice esa frase tan manida de «la commedia è finita», mientras cae el telón sobre los cuerpos inertes de los dos amantes.
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