Los Boobies del cementerio

 


               Si hay un perro que ha atrapado la imaginación del vulgo y no la ha dejado escapar ni por un minuto, ese ha sido el conocido como Greyfriars Bobby, un Skye terrier que se pasó la friolera de catorce años en el cementerio de Greyfriars, en Edimburgo (Escocia [Reino Unido de Bretaña y norte de Irlanda (Europa [la Tierra (el sistema solar [La Vía Láctea (el universo conocido)])])]). (Tanta especificación es para que no se confunda esta ciudad con otra del mismo nombre que pudiera haber en cualquier otra galaxia de algún universo paralelo.)

          Bobby, ávido de notoriedad, pero convencido de que con ese nombre no pasaría a la posteridad como no hiciera algo verdaderamente sorprendente, llevó su devoción hasta el punto de no abandonar la tumba del vigilante nocturno John Gray, muerto en 1858 de tuberculosis, que era de lo que se tenía que morir la gente en el siglo XIX para estar a la moda.

          Sobre su ejemplo de fidelidad se escribieron libros, se hicieron más tarde películas y, por supuesto, se le erigió una estatua horrorosa en mitad de la localidad. El preboste mismo pagó su licencia, pues, al parecer, su dueño no le quiso tanto en vida como para desembolsar los miserables dos chelines y seis peniques que costaba hacer legal a su compañero del alma.

          En 1872, el espíritu de Bobby se fue al cielo de los perros y, ¡menos mal!, porque su cuerpo quedó enterrado fuera de las tapias del cementerio, por considerarse este lugar sagrado y para que los otros muertos —entre los que habría más de un degenerado canalla y más de dos— no se quejasen de lo inmoral de su compañía.

          Hasta aquí, todo bien.

          Pero, ¡mira tú por dónde!, en 2011 un investigador de la Universidad de Cardiff se descolgó diciendo que todo aquello había sido un montaje organizado por las empresas locales de la ciudad para atraer al turismo.

          La idea partió del conservador del cementerio, que daba de comer a un perro vagabundo para que se estuviese por allí. Las gentes se decían: «¡Oh, qué conmovedor ejemplo de lealtad!» y le daban al cementeriero unas perras para el perro (las monedas, queremos decir, para su alimentación). El gremio de comerciantes intervino entonces, profesionalizando el timo, y asesoró sobre cómo llevar todo el asunto. Hicieron publicar un artículo en el Scotsman sobre aquel perro leal, con lo que las visitas al cementerio aumentaron en un 100% con gentes llegadas desde otros rincones de Escocia y hasta de Inglaterra, para beneficio de la comunidad local. El enterrador mismo se compró un chalet ese mismo año. El dueño del pub de la plaza donde estaba colocada la estatua (que originariamente miraba hacia su establecimiento) hizo que le dieran la vuelta 180º, con lo que su pub salió (y sigue saliendo) en el fondo de los cientos de miles de fotografías que se le hacen al monumento cada año.

          Obviamente, no hay que ser cínico: a lo mejor la historia fue realmente una de devoción sin límites. Pero la revisión de los de Cardiff explicaría dos cosas que eran un poco raras:

a) cómo un perro de una raza que suele vivir unos diez años aguantó más de dieciocho; y

b) por qué durante los primeros años del canino luto el perro apenas se podía mover, parecía cansado, acabado y avejentado, mientras que en los últimos estaba sano como una manzana, se mostraba tremendamente juguetón y les mordía los lazos de los zapatos a todos los amantes de los perros que se acercaban a la tumba para rendirle homenaje aquel perro leal por antonomasia.

 


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