Para escapar de la Muerte,
aquel hombre huyó a Samarcanda.
Pero la Muerte ya estaba allí, esperándole.
Había llegado antes,
porque tenía un buen mapa
en el que aparecían todos los atajos.
(Cuento popular)
En el 2001, la UNESCO, que por lo visto no tenía nada mejor que hacer ese año, denominó a esta ciudad «Encrucijada de culturas», lo que es una cursilada como un piano de cola con funda de crochet.
Pero no es esto lo que nos cautiva, ¡oh, lector!, sino el destartalado misterio y la desvencijada poesía que encierra este nombre mágico: ¡Samarcanda!
intervalo poético
¡Oh, Samarcanda, Samarcanda...!
¡Enigmática, emerges
de entre las brumas del tiempo!
Tus cúpulas relucen
al calentito sol del mediodía.
como una olla de cobre recién fregada con estropajo
Tus muros han visto pasar los siglos
uno tras otro, en sucesión incansable;
y están, lógicamente,
bastante aburridos del espectáculo.
Tu inmenso cielo...
(No se nos ocurre nada más que suene remotamente poético, por lo que interrumpimos aquí este intervalo y seguimos adelante con la descripción de la ciudad).
Geografía
¿Dónde se encuentra Samarcanda?
No lo queremos saber, porque averiguarlo le quitaría todo su encanto al asunto. Deseamos desconocerlo para que siga siendo para nosotros ese nombre evocador de lo lejano y lo desconocido. Y conseguimos ignorarlo, porque no aprender algo es infinitamente más fácil que aprenderlo. ¡Dónde va a parar!
(Éste es el momento de dejar ya de lado de una vez por todas el tópico del misterio de Samarcanda y contar cuánto cuestan allí las habitaciones con desayuno y cosas por ese estilo).
Historia
La ciudad de Samarcanda es más antigua que mojar pan en los huevos fritos. Los arqueólogos optimistas le calculan no menos de 2.700 años de pedigrí. Los arqueólogos pesimistas, por su parte, calculan que —a juzgar por la cochambre que hay pegada a las paredes de muchos de sus edificios— la ciudad tiene que ser muchísimo más antigua.
Fue una satrapía famosa en su día, cuando aquello eso se estilaba, pero Alejandro Magno, al pasar por allí, la conquistó en un decir Jesús (aunque él diría «en un decir Apolo», con toda probabilidad). O, al menos, eso es lo que nos cuenta alegremente el famoso historiador y fontanero griego Arriano de Nicomedia (se llamaba así: no es una broma nuestra). Luego, bajo el Imperio Sasánida, Samarcanda floreció, para lo cual debieron de regarla mucho, porque el clima seco de allí no ayudaba nada.
A comienzos del siglo viii cayó bajo el poder árabe de los abásidas. En ese momento sus habitantes tuvieron un golpe de suerte, pues en la célebre batalla de Talas del 751 (que no contamos porque suponemos que nuestros eruditos lectores se la sabrán de memoria) hicieron prisioneros a dos chinos que nadie supo qué pintaban en medio de aquella guerra. Les torturaron con un ingenioso sistema que no sabemos cómo funcionaba pero que incluía un tonel, unos clavos al rojo, una pendiente empinada y una buen puñado de víboras del desierto. Los chinos cantaron un aria de El Parsifal, el «Brindis» de La Traviatta, algunas canciones folclóricas de su región natal de Huang-Ho y el hasta entonces celosamente guardado secreto de la fabricación del papel.
Los samarcandinos (o samarcandienses, que también así se les llama, aunque a ellos no les gusta y se enfadan mucho al oírlo) hicieron su agosto a partir de ese momento, con la primera fábrica de papel, desde la China para acá. Gracias a esa naciente industria llegó el papel a Occidente, lo que ahora les permite a ustedes llevar a cabo actividades tan útiles como leer este libro, por ejemplo, por no mencionar otras más extremadamente personales en las que el papel puede jugar un imprescindible papel —valga la redundancia— y que no especificamos, en aras del buen gusto.
El estratégico emplazamiento de la ciudad, en medio de la Ruta de la Seda, propició que todo el mundo pasara por allí e hiciera noche, de lo cual se beneficiaron varias profesiones que ustedes se podrán imaginar sin que las mencionemos por su nombre. Esto redundó en gran prosperidad para la ciudad, que cobraba impuestos fijos absolutamente por todas las transacciones comerciales que se hacían, por muy íntimas y reservadas que fueran.
La multitud de viajeros produjo ingentes cantidades de estiércol de camello, que Samarcanda comenzó a exportar a Occidente bajo la denominación genérica de «especias orientales». El peculiar sabor de este producto animó bastante la insípida gastronomía de la Europa de aquellos siglos. La «pimienta de Samarcanda» (descarado eufemismo con el que se bautizó a aquel estiércol secado al sol, molido y mezclado con un poco de arena para darle consistencia) se transportaba trabajosa y paradójicamente a lomos de camello a través de Turquía y llegó a alcanzar precios altísimos en las lonjas de Génova, desde donde se distribuía a todo el continente europeo.
El caso es que mucha gente pasó por allí y muchos pueblos controlaron la ciudad, en uno u otro período de la historia. Samarcanda estuvo alternativamente en poder de turcos, árabes, persas, mongoles, adventistas del Séptimo Día y miembros del Círculo de Lectores. Tuvo gobiernos samaníes, qarajanidas, selyúcidas, karakitáis, khrezmidas y timúridas; y como estos nombres eran muy difíciles de recordar, los habitantes de la urbe se dieron por vencidos y dejaron de preocuparse de quién los regía en cada momento.
Un hito en su historia fue el siglo xiv, en el que Tamerlán quiso hacerla capital de su imperio y embellecerla un poco. Desgraciadamente, al final no le llegó el presupuesto y la ciudad se quedó como estaba.
Un siglo después apareció por aquellos andurriales Ruy González de Clavijo, obeso embajador del también obeso rey castellano Enrique III. Había viajado hasta allí de un tirón para proponerle a Tamerlán una alianza con el fin de atizarles juntos a los turcos. Clavijo fracasó en su intento, debido principalmente al hecho de que iba con retraso y, para cuando llegó a Samarcanda, Tamerlán llevaba ya unos años muerto. Así es que el hombre regresó a Castilla y mandó redactar en su nombre un libro de viajes (entonces se solía hacer así, porque los nobles no sabían escribir). Se llamaba Embajada a Tamorlán y fue un superventas. En él se contaba que, en honor a su expedición, le habían puesto el nombre de ‘Madrid’ a un barrio de Samarcanda (aunque no precisamente al barrio más distinguido, por decirlo de una forma elegante).
A partir de ahí, la historia de la ciudad transcurrió veloz, como si tuviera prisa por llegar a algún sitio. En el siglo xv mandaron los uzbekos. En el xvi, otros cuyo nombre renunciamos a transcribir. De quién gobernó en el xvii no pone nada en la Wikipedia (que es de donde estamos cogiendo descaradamente toda esta información). En el xviii la gobernaron los bujarrones (que así se llaman los emires de Bujara). En el xix, Rusia se metió por medio y se la quedó. En el xx fue la capital de Uzbekistán, hasta que Tashkent (que tenía amiguetes y contactos en el gobierno de la URSS) le quitó el puesto con malas mañas y mucha desfachatez. En el xxi... bueno, cuando pase algo, si nos enteramos, ya se lo contaremos.
Clima
En Samarcanda hay veranos calurosos e inviernos fríos, lo que demuestra una total falta de originalidad climatológica.
Principales monumentos
Registán
‘Registán’ significa «lugar de arena», según la información que nos han facilitado cuando hemos llamado para preguntar al Teléfono de la Esperanza (en el que, por cierto, han sido muy amables). Es el centro medieval de la urbe y se ha conservado así para salvaguardar el sabor del pasado y para que la municipalidad se ahorrase el dinero que costaba empedrarlo.
En ese lugar hay tres madrazas. (Bueno, en Samarcanda hay muchas más de tres, porque las madres samarcandíes son de natural muy cariñoso, pero no es eso a lo que nos referimos). Una madraza —madarsa, más bien— es una escuela coránica donde los coranistas enseñan el Corán. Estas tres escuelas eran originalmente una sola, pero luego el claustro de profesores no llegó a un acuerdo sobre el color de los azulejos de los cuartos de baño y acabaron por pelearse y dividirse en tres.
Mezquita Bibi Khanum
Bibi Khanum fue la esposa favorita de Tamerlán. Se lió con el arquitecto que le estaba construyendo una mezquita adyacente a su palacio, porque él le dijo que no la finalizaría como no hubiera tema entre ambos. Ella estaba harta de tener albañiles en casa, poniéndolo todo perdido, y accedió a la petición del pretendiente para que acabasen de construir y se fuesen de una vez.
Necrópolis Sha-i-Zinda
En medio de este complejo de tumbas, a cuál más alegre y colorida, se halla la de Qusam ibn Abbas, que fue quien introdujo en la ciudad el Islam y el juego del tute arrastrado. Hallábase Qusam orando, cuando los infieles le cortaron la cabeza de un tajo bien dado. Él no se inmutó, sino que se levantó tan campante, cogió la cabeza y, con ella en las manos, descendió a un pozo en donde vivió bastantes años todavía, a decir de los tenderos que le suministraban las verduras (y a los que nunca se molestó en pagar, por cierto; alguna ventaja tenía que tener ser capaz de hacer un milagro).
Según la tradición, tener la cabeza cercenada no le dio especiales problemas, pero, en cambio, en sus últimos años sí sufrió bastante por culpa de la dichosa artritis.
En esta necrópolis hay otros muertos, pues con uno solo no se habría rentabilizado la inversión de los constructores. Se levantan allí veinte mausoleos de los timúridas, una dinastía con tan mala suerte que todos sus miembros acabaron muriéndose más tarde o más temprano. También hay tumbas de unas señoras que no se sabe que fueran las esposas de nadie; sin embargo, considerando que se introdujeron allí sus cadáveres de extranjis, deducimos que alguien o álguienes les tenían bastante cariño o gratitud por algunos servicios prestados en vida.
Mausoleo real Gur-e-Amir
El nombre de este mausoleo real significa «la tumba del rey», lo que viene a ser lo mismo, dicho con distintas palabras. Los que saben (pero Alá sabe más) aseguran que ahí se encuentra Tamerlán, al que se enterró junto con su armadura, su espada y unos cuantos bocadillos, por si la cosa resultaba ser catalepsia, al fin y al cabo.
El mausoleo tiene la forma de un octógono con un tambor cilíndrico de planta rectangular, sobre una base hexagonal que da acceso a una gran sala entre oblonga y circular, con una puerta en cada uno de sus cinco lados, de manera que, si entras, es muy posible que al poco ya no sepas por dónde salir. Se halla decorado con azulejos de colores ambiguos, que van desde el azul verdoso al verde azulado, dando la impresión de que los obreros que los fabricaban no respetaban por completo los preceptos religiosos sobre el consumo de licores.
Las ruinas de Afrasiab
Al nordeste de la ciudad (o al sudoeste, si vienes desde más arriba) se encuentra el lugar arqueológico de la antigua Samarcanda, a la que se cambió de sitio en un momento dado por una u otra razón (probablemente por un capricho tonto de algún gobernante). Allí se halla la tumba de Daniel, el profeta del Antiguo Testamento, que vaticinó —entre otras cosas— la diáspora del pueblo judío y el nombre del ganador del tour de Francia de 1967. Es un sarcófago inmenso, de 18 metros de largo, pues, según la leyenda, el cuerpo de Daniel crece una pulgada por año. Hasta ahora no ha habido problemas, aunque los matemáticos han hecho cálculos y, si es correcta la fecha en la que se cree que murió, el pobre Daniel debe de estar ya bastante acurrucado dentro del féretro y cualquier año de estos nos dará un buen susto.
El observatorio de Ulugh Bag
Ulugh Bag, nieto de Tamerlán, tuvo mejor reputación como astrónomo que como gobernante, pues siempre es mejor ser un astrónomo desconocido que un rey de muy mala fama, como era él. Hizo construir un sextante astronómico de tres pares de narices y tres pisos, para medir la posición de las estrellas con una apabullante precisión. En 1449, cuando la ciudad estaba a punto de ser invadida, se destruyó el sextante deliberadamente para evitar que el enemigo se aprovechara y viera las estrellas gratis. Con la misma intención se rompieron todos los relojes de sol de la urbe, para que los invasores tampoco pudieran saber qué hora era.
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