Eduardo Marquina

 



 

          Marquina representa muy adecuadamente lo que ha venido a denominarse «teatro poético», lo que no es sino otra manera de llamar a las historias cursis.

          El autor conoció el éxito muy de cerca, casi tropezaba con él, lo que le impedía andar a buen paso. Fue debido a su colaboración con los pesos pesados de la escena del momento: María Guerrero, Catalina Bárcena, Lola Membrives o Margarita Xirgu, que arrastraban mucho público con el mero poder de sus personalidades. Dicho de una manera más directa: los espectadores no iban a sus dramas sino a verlas a ellas actuar en ellos.

          Como fuere, Marquina hizo lo que hacen muchos literatos a los que no se les ocurre ni «usted lo pase bien»: echó mano de la Historia, que siempre es muy socorrida y tiene ejemplos para casi todo. De esta manera, explotando el patriotismo, el autor obtuvo reconocimiento y ganó sus buenos duros.

          Sí, porque el quid de su teatro era simplemente la exaltación de las virtudes hispanas que, como todo el mundo sabe, no existen en ningún otro lugar del globo, porque los españoles somos los únicos que tenemos valor, honradez, lealtad y cosas de esas.

          La comedia que le colocó (en el buen sentido) fue Las hijas del Cid (1906), donde se nos cuenta la afrenta de Corpes y todos aquellos sucesos solo autorizados para mayores de 18 años que acaecieron en aquel robledal.

          Nuestro hombre (y el de ustedes) se especializó en dramas históricos en verso, como otros se especializan en ingeniería civil o en pintar bodegones. Sacó a escena a muchos personajes que estaban olvidados desde el romanticismo: doña María «la Brava», Teresa de Jesús, el Gran Capitán y gente así, que se lo agradecieron mucho, porque estaban ya bastante cansados de permanecer en el olvido. Entre todos ellos hicieron una cuestación y le regalaron al autor un abrigo de pieles.

          Su mayor éxito fue En Flandes se ha puesto el sol (1910), donde a las antiguas glorias de la patria se les daba una nueva capa de purpurina. Se trata de un folletín propagandístico del Imperio español que no debe dejar de ver ningún patriota que se precie de ese nombre. El prototipo de militar del tiempo que aparece en esta obra es algo así como un Supermán con espada y bigote a la borgoñona, que enamoraba más que Rodolfo Valentino en sus buenos años. De esta obra es una de las frases más famosas del teatro español de todos los tiempos, ésa que dice: «España y yo somos así, señora», que siempre se toma como algo positivo, aunque a nosotros nos parece que no tiene necesariamente que ser así.

          Otra faceta de Marquina que se conoce menos (y no nos referimos a ningún vicio escondido, que conste) es un interés en el dramarruralismo, al que también poetiza sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, presentando una visión versallesca de los pueblos de España, donde los jornaleros del campo hablan con más elegancia que el doctor Marañón y Ortega y Gasset, los tres juntos.

          Los dramas poético-rurales marquinescos (¿o es marquínicos?) son precedentes inmediatos de las Bodas de sangre o la Yerma lorquianas (¿o es lorquínicas?). Y aunque estos ruralismos sean obras hoy piadosamente olvidadas, en su tiempo se representaron hasta el desgaste total de los ejemplares de apuntador. La más conocida (o al menos la que más conocemos nosotros) es La ermita, la fuente y el río (1927), aunque otra de sus fuentes (Fuente escondida, 1931) no le va a la zaga en ningún aspecto.

          Estos dramones estaban en verso, porque al parecer es así como se habla en Villaconejos de la Sagra y otros lugares parecidos de la geografía hispana. Marquina suele emplear el romance —que es el tipo de verso más facilito de hacer— e incluso el romancillo —más sencillo aún—, cuando no se siente con muchas fuerzas poéticas, por haber desayunado poco o por haber dormido mal.

Se nota, no obstante, que el autor está contento con el resultado y que ha disfrutado escribiendo sus poemitas. Si se mira bien, son la base de las obras, pues el argumento y el desarrollo de los personajes parece supeditado a los versos. Los ripios que se le reprocharon a Zorrilla se elogiaron en Marquina, proporcionándole fama, unos muy saneaditos derechos de autor y aura de hombre que entendía el alma femenina. Sí, porque las innumerables mujeres del autor (las teatrales, queremos decir) son todo pasión, virtudes, sentido del deber y mantillas negras para ir a rezar el rosario. Estos dramas tratan principalmente de los problemas a los que se enfrentan las mujeres de la España profunda y todas las actrices que interpretaban estas obras tenían que salir vestidas de negro y con el moño tradicional, obligatoriamente.

Los críticos simplistas han dicho que en los personajes de Marquina hay siempre una lucha interior entre el instinto y el deber, y nosotros no nos vamos a molestar en refutarlo.

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