En este verso se narra
la historia de un caballero
que incluso antes de casarse
dio matarile a su suegro,
lo cual, aunque suene raro,
es material estupendo
para una historia de amor
y aun para una de miedo.
Rodrigo Díaz de Vivar,
—muy conocido en su pueblo
y otros sitios como «el Cid»—
fue un señor de pelo en pecho
que hizo bastantes machadas
en los tiempos del Medioevo
y que es el protagonista
de un amor con himeneo,
con doña Jimena, que
era la hija del muerto.
La cosa fue muy curiosa;
estense ustedes atentos
y no pierdan ripio de
la historia que les refiero.
El padre del Cid y el padre
de Jimena (no recuerdo
muy bien cómo se llamaba
el susodicho interfecto,
pero da igual) un buen día
se tiraron de los pelos
por una cuestión u otra
que ahora no viene a cuento
detallar. El otro le
pegó un trompazo tremendo,
un soplamocos mayúsculo,
un cate de aquí te espero;
y el padre del Cid (tampoco
del nombre de éste me acuerdo),
como estaba viejecito,
enclenque, pocho y decrépito,
no se atrevió a devolvérsela.
Se fue a su casa corriendo
y convocó a sus tres hijos
para saber cuál de ellos
iba a vengar esta afrenta.
¿Que hizo? Le mordió un dedo
al primero, que se puso
a gemir como un becerro.
Luego fue y mordió al segundo,
que hizo lo mismo. El tercero
—que era el más joven de todos
y, además, el más pequeño
(aparte de ser menor
y de tener muchos menos
años que sus dos hermanos
y haber nacido el postrero)—
cuando le mordió su padre
cogió un tremendo cabreo
y le espetó: «¡Padre mío!:
me estás llegando hasta el hueso
y no voy a tolerarlo;
aunque mucho te respeto,
como sigas masticándome
te voy a dar para el pelo».
A su padre esta amenaza
le llenó de orgullo el pecho.
«Hijo», le dijo, «tú solo
eres un machote. Dejo
entre tus manos mi honra.
Ve y sacúdele de lleno
al que me ha abofeteado
y déjale un ojo negro
por lo menos». Y Rodrigo
dijo: «Padre, te obedezco
porque no digan que soy
un hijo desobediento».
(Habrán observado ustedes
que he empleado un truco muy viejo
para hacer que el verso rime
y no me quede imperfecto.
Les pido perdón y sigo
relatando el argumento
de esta historia apasionante
sacada del Romancero.).
El Cid buscó al ofensor
y, sin pensarlo un momento,
le pinchó con su mandoble,
haciéndole un agujero
entre la nuez y el ombligo,
dejándole cadavérico,
finado, finiquitado
y con un pie en el infierno.
Entonces, doña Jimena
cogió un tremendo mosqueo
y plantándose ante el rey
muy chula, le dijo esto:
«Majestad: mi padre está
más fiambre que Espartero
y yo estoy desamparada.
Así es que busca un remedio,
porque esto no puede ser».
El rey se quedó suspenso
sin saber muy bien qué hacer,
devanándose los sesos,
hasta que tuvo una idea
que resolvía el conflecto
(‘conflicto’: lo vuelto a hacer;
les pido perdón de nuevo).
«Se me ocurren dos opciones»,
dijo, «te vas a un convento
y te mantienen las monjas
tirando de presupuesto
o tenemos que buscar
en el reino a algún sujeto
que quiera cargar contigo
y que apoquine el dinero
que puedas necesitar
para tu mantenimiento.
Creo tener la solución:
te casas con el Cid mesmo
y que sea él el que corra
con los gastos del entierro
y te mantenga». «Señor:
¿no estarás de cachondeo?,
dijo Jimena. «¿Pretendes
que despose a ese mastuerzo
que me ha dejado sin padre,
como Adán, el primer huérfano?»
«Pues sí», repuso el monarca.
«Es el castigo perfecto
por matar a tu papá».
Se produjo un gran silencio
y Jimena pensó: «El Cid,
aparte de bruto, es lelo
y, si le acepto, tendrá
que aguantar mi mangoneo
sin protestar. Le tendré
bien cogido por el cuello
(por no mencionar otro órgano,
ya que estaría muy feo).
Haré de él lo que quiera
y tendré un control completo.
Incluso saldré ganando,
que mi padre era severo
y me prohibía muchas cosas
y, en cambio, a este tipejo
le haré bailar a mi ritmo
valses, chachachá o flamenco».
«Habla.», dijo el rey. «¿Qué tal
te parece mi proyecto?
¿Te convence? ¿Qué me dices?».
Y ella le respondió: «¡Acepto!».
«¡Muy bien! ¡Asunto arreglado!»,
dijo el rey muy satisfecho.
«¡Que se enlacen sin perder
ni un minuto!» Dicho y hecho.
Se llamó al cura de guardia,
que les dijo un Padrenuestro
y los dejó bien casados,
sin que el Cid tuviera tiempo
de decir que él prefería
con mucho seguir soltero.
Pero no le quedó otra
que apechugar con aquello
y por obediencia al rey
fue y dio su consentimiento.
Lo de después es historia.
Bueno, más que historia, cuento;
porque lo que se ha narrado
y se ha venido diciendo
es que ambos se querían mucho
y que su amor era eterno.
Pero recuerden ustedes
que el Cid se marchó al destierro
y no se llevó a Jimena,
cuando muy bien pudo hacerlo.
En un convento de Burgos
la abandonó y tan contento
se fue a Valencia, a la playa,
que el clima allí era muy bueno
y hacían unas paellas
que te chupabas los dedos.
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