Don Giovanni, el notorio conquistador, está en su suntuosa casa de Sevilla comiéndose un cocido. Su criado, Leporello, le escancia vino de cuando en cuando. Es de noche, por lo que el cocido que se toma el protagonista probablemente le sentará como un tiro, pero eso viene después. De pronto suenan unos golpes en la puerta.
Don Giovanni.—Han llamado. ¿Quién será a estas horas? Abre, Leporello.
Leporello.—Sí, mi señor. (Leporello sale de la estancia y regresa al poco, mientras don Giovanni le hace justicia a la sopa.) ¿No hay nadie, señor?
Don Giovanni.—¿Nadie?
Leporello.—Nadie. He mirado bien: la calle está desierta y no hay nadie que haya podido llamar a la puerta, a excepción de seis gatos, dos mendigos, una vieja, cuatro alguaciles, tres músicos, seis o siete proxenetas, veinte fulanas y un hombre que viene de Cartagena.
(Suenan más golpes dentro. Leporello vuelve a salir, con más miedo que vergüenza, y regresa al cabo.)
Don Giovanni.—¿Y bien?
Leporello.—No hay nadie, señor.
Don Giovanni.—¡Qué raro! Bien, sigamos con la sopa. (Suena otro golpe.) ¡Abre de una vez!
Leporello.—Ya voy. (Leporello sale y regresa con una cara de asustado que parece que ha escuchado las trompetas del Juicio Final tocando una jota de «Gigantes y cabezudos».)
Don Giovanni.—¿Qué diablos pasa?
Leporello.—Que los golpes han sonado en la escalera, esto es: dentro de la casa.
Don Giovanni.—(Enfadado.) ¡Qué tontería! Como vuelvan a llamar, les mandas a hacer puñetas. (Suenan nuevos golpes. Don Giovanni la emprende con los garbanzos mientras Leporello sale de nuevo. Regresa al cabo de un rato.)
Leporello.—(Aterrorizado.) Señor...
Don Giovanni.—(Muy malhumoradamente, porque es un borde.) ¿Qué?
Leporello.—Está ahí.
Don Giovanni.—¿Quién?
Leporello.—¡El fantasma!
Don Giovanni.—¿Qué dices?
Leporello.—¡El fantasma de don Pedro!
Don Giovanni.—¿De don... quién?
Leporello.—¡De don Pedro, el Comendador! ¿No recordáis que le matasteis de dos estocadas en el corazón tras seducir a su hija y que luego, en un rasgo de bravuconería infinita, invitasteis a su espíritu a cenar con vos?
Don Giovanni.—(Tras pensárselo un poco.) Pues, no me acuerdo, la verdad.
Leporello.—¡Vamos, señor! ¡No se invita a un fantasma a cenar todos los días!
Don Giovanni.—Ya, ya, pero es que no consigo acordarme. ¡Cada vez estoy peor de la cabeza! La edad, que no perdona... ¿Don Pedro, dices?
Leporello.—¡Don Pedro, sí!
Don Giovanni.—Pues no le pongo cara. Dame algún otro detalle, anda, a ver si se me refresca la memoria.
Leporello.—Don Pedro es el Comendador de Sevilla.
Don Giovanni.—Alguien tenía que serlo; sigue.
Leporello.—Su hija, donna Anna, es muy hermosa y vos la sedujisteis con engaños.
Don Giovanni.—¿Estás seguro de que la seduje a ella? ¡Seduzco a tantas al cabo del mes...!
Leporello.—Bueno, si no estaba seducida, lo disimuló muy bien, pues os recibió muy complacida en su lecho varias veces.
Don Giovanni.—Vale, pongamos que la seduje, sí.
Leporello.—Y al padre no le ha hecho gracia.
Don Giovanni.—Nunca les hace gracia. Parece que los padres de las mujeres guapas nunca fueron jóvenes y no entienden cómo funciona la cosa. ¿Y el resumen?
Leporello.—Invitasteis a cena a su espectro... ¡y ahora está ahí fuera, esperando! ¡¡Es un muerto y es de piedra!!
Don Giovanni.—(Pensativo. Hablando consigo mismo.) ¿Y por qué le invitaría yo a cenar, si yo nunca ceno, sino que me limito a tomar algo de fruta o un yogur como mucho?
Leporello.—Lo haríais pensando que no vendría, que no podría venir por estar muerto. Y para presumir de macho, que no teme ni a los muertos.
Don Giovanni.—¡Claro! ¡Eso es!
Leporello.—Pero el caso es que está ahí fuera, esperando. ¡Es una estatua de mármol, señor!
Don Giovanni.—Bueno; si ha venido habrá que dejarle entrar, ¿no te parece? Si no cumplo con la ley de la hospitalidad, mi reputación quedará dañada. ¿Tenemos algo que ofrecerle? ¿Hay comida?
Leporello.—Sí, pero los sirvientes han huido despavoridos al verlo.
Don Giovanni.—Pues entonces tendrás que servirle tú. Le agasajaremos un poco y luego le hablaré y le tranquilizaré sobre el asunto de su hija.
Leporello.—¡Buena idea!
Don Giovanni.—¡Pero si vieras que no consigo acordarme de ella! Esa seducción de la que me hablas ¿fue hace mucho? Porque si fue hace tiempo, es normal que la haya olvidado.
Leporello.—Fue anoche mismo.
Don Giovanni.—¡Vaya!
Leporello.—Hablad con él e intentad convencerle de que no fuisteis el primero y de que, por las mañas que se daba la chica y el entusiasmo que mostraba, no seréis el último, ni mucho menos.
Don Giovanni.—Eso haré. Hazle pasar. (Leporello inicia el mutis, pero Don Giovanni le detiene.) No, mejor que pase él. (A gritos.) Los fantasmas han de poder atravesar las puertas, conque ¡ya me estáis tardando, don Pedro!
(Un viento apaga las velas. Se oye un trueno. El fantasma de Don Pedro penetra, atravesando los muros y habla con voz ronca y siniestra.)
Don Pedro.—¡Buenas! Vengo a cenar. (Se sienta a la mesa y despliega la servilleta, mientras Don Giovanni le contempla asombrado y Leporello se esconde debajo de una mesa supletoria.)
Don Giovanni.—(Tras una pausa.) ¿Habéis venido a tomar venganza fiera de mis desmanes? ¿Acaso porque seduje a vuestra hija Anna?, porque hais de saber...
Don Pedro.—(Interrumpiéndole.) Pásame la sal, ¿quieres? (Don Giovanni le hace señas a Leporello para que le dé el salero y el otro le hace señas de que la sal es mala para las arterias y de que es mejor que no la tome. Él, desde luego, no piensa acercarle ninguna sal que pueda perjudicar a la salud del muerto. Tras convencerse de que con Leporello ya no se puede contar para nada, Don Giovanni le pasa la sal él mismo.)
Don Pedro.—¡Gracias!
Don Giovanni.—(Temeroso.) ¿Vuestra presencia indica que mi alma irá al infierno de cabeza? Decidme algo, estatua, fantasma, espíritu o cualquier cosa que seais, porque que tengo curiosidad por saber a qué habéis venido.
Don Pedro.—Tú mismo me convidaste.
Don Giovanni.—Sí, eso parece; pero no me acuerdo de por qué lo hice.
Don Pedro.—Don Giovanni: no me vengas con monsergas. Yo ya estoy muerto y no me importa ni un pepino si lo recuerdas o no. Me has invitado a cenar, ¿no es así?
Don Giovanni.—Sí, claro.
Don Pedro.—Pues venga, sírveme una cena decente. ¿A qué esperas?
(Don Giovanni le hace una seña a Leporello, que se marcha y regresa al cabo con viandas diversas, que va enumerando, mientras Don Pedro pone a trabajar sus muelas.)
Leporello.—Aquí tenéis una sopa de tortuga con almendras. (Le sirve, mientras el otro come.) Luego hay perdiz en salsa y rapé a la vinagreta.
Don Pedro.—Trae vino.
Don Giovanni.—¿De cuál queréis? ¿Chianti o Moscato? ¿Blanco o tinto?
Don Pedro.—Me da igual tinto que blanco.
Leporello.—Aquí hay pollo con tomate y huevos con mayonesa.
Don Pedro.—¿Y de postre?
Leporello.—Fruta del tiempo y natillas.
(Cuando ha acabado con todo, Don Pedro se limpia cuidadosamente las barbas, pero no se levanta.)
Don Pedro.—Me he quedado con hambre. ¿Ya no tienes nada más?
Don Giovanni.—Vacía me hais dejado la despensa. Pero siempre hay un remedio final en estos casos.
Don Pedro.—¡Cuál?
Don Giovanni.—El Cola Cao con galletas. ¡Tráelo, Leporello!
Leporello.—Voy. Lo que no sé es si tendremos algo para mojar. (Leporello hace mutis, muy contento de tener un pretexto para desaparecer de allí.)
Don Pedro.—Muy bien. Cuando me lo acabe, si lo hay, volveré a mi tumba. Pero antes de irme te haré una pregunta.
Don Giovanni.—¿Qué?
Don Pedro.—¿No tendrás bicarbonato?
Don Giovanni.—Lo siento, pero no me queda. Os puedo dar sal de frutas. (Abre un frasco y le acerca una copa con agua.) ¿Cuántas cucharadas?
Don Pedro.—Treinta, porque menos de eso no hace efecto en mi estómago de piedra. (Don Giovanni se las echa y el otro bebe.)
Don Pedro.—Ahora que me doy cuenta: se ha hecho tardísimo. Tengo que marcharme ya.
Don Giovanni.—¡Qué pena! Venid otro día con más calma. Os acompaño hasta la puerta.
Don Pedro.—Sí, gracias. ¡Adiós, don Giovanni!
Don Giovanni.—Don Pedro, ¡adiós! ¡Volved cuando queráis!
Don Pedro.—Bien, y te convido para que vengas algún día al cementerio a comer gusanos y sierpes muertas, alacranes y murciélagos.
Don Giovanni.—Os lo agradezco, pero mañana me voy a una aldea perdida del Piamonte a pasar diez u once meses, que tengo unos negocios allí de los que debo ocuparme. Así es que, si os parece, ya me invitáis cuando vuelva.
Don Pedro.—Perfecto. Bueno, me vuelvo a despedir. (Inicia el mutis y, de pronto, se detiene, pensativo.) Pero el caso es que se me está olvidando algo.
Don Giovanni.—¿También sufrís de esos lapsos de memoria?
Don Pedro.—En ocasiones.
Don Giovanni.—Son muy molestos.
Don Pedro.—¡Y qué lo digas! ¿Qué podrá ser? (Haciendo memoria.) ¡Ah, ya caigo!
Don Giovanni.—(Solícito.) ¿Lo habéis recordado?
Don Pedro.—¡Ya lo creo que sí! Ahora me acuerdo de todo. Yo había venido aquí para llevarte al infierno, por todos tus pecados, pero con lo de la cena, se me había olvidado.
Don Giovanni.—(Aterrorizado.) ¿Al infierno?
Don Pedro.—¡Pues claro! Para que pagues por todo el mal que has hecho.
(Se abre el suelo del salón y aparece una gran sima de la que salen lenguas de fuego, mientras se escuchan sonidos muy desafinados y los gritos de sufrimiento de los condenados.)
Don Giovanni.—(Mirando para abajo.) ¡Recórcholis!
Don Pedro.—(Cogiendo de la mano a Don Giovanni.) Vamos, que se hace tarde
Don Giovanni.—¿Me muero, entonces?
Don Pedro.—Al infierno es mejor llegar muerto que vivo, créeme. Se sufre menos.
Don Giovanni.—¡Tened piedad!
Don Pedro.—¡Ni hablar del peluquín! (Aparte.) ¡Menos mal que me he acordado a tiempo, que, si no, me vuelvo a mi casa tan contento sin haberme vengado de este canalla.
(Don Pedro arrastra a Don Giovanni, saltando con él al abismo.)
Don Giovanni.—¡Aaaaaaaaah! (Su grito se va oyendo menos a medida que va cayendo hacia las profundidades del Averno.)
(En ese instante aparece Leporello con una bandeja, en la que lleva una taza, un plato con galletas y bollos, y el bote de Cola Cao.)
Leporello.—(Mirando hacia abajo.) Se han marchado. ¿Y para esto me he tomado yo la molestia de acercarme a estas horas a la tienda de la esquina para comprar unas ensaimadas?
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