Fernando Díaz-Plaja

        


Solo hablé unos breves minutos con Fernando Díaz-Plaja, pero el encuentro me hizo reflexionar mucho, debido a las circunstancias en que se produjo.

          Fue una de las primeras veces que estuve firmando mis obras en la Feria del Libro de Madrid. En aquella ocasión lo hice por insistencia de mis editores, que pensaron —equivocadamente— que vendría mucha gente a que le dedicara a mi libro.

          Como fuere, yo estaba allí en mi caseta de la feria, más solo que la una, y no sé si llegué a firmar cuatro o cinco libros en toda la tarde.

          Aquella sequía de lectores (sequía en medio de la lluvia que suele acompañar a la feria) no era extraña, porque yo era (y sigo siendo) un escritor de esos sobre los que se dice que solo los conocen en su casa y a la hora de comer (queda más bonito decir «de minorías»).

          Allí, en mi soledad, me enteré por la megafonía de que en la caseta de enfrente estaba Fernando Díaz-Plaja, el celebérrimo autor de El español y los siete pecados capitales (libro que vendió más de un millón de ejemplares) y de otros entretenidísimos ensayos de los que en su día se hicieron docenas de ediciones.

          Delante de su caseta no había ninguna cola. De hecho, no había nadie.

          Díaz-Plaja, por lo que yo vi, no firmó absolutamente ningún libro aquella tarde.

          Cuando llegó la hora de cerrar, me dirigí a él, me presenté y le dije cuánto admiraba su obra (y la de su hermano, Guillermo Díaz-Plaja, otro eminente ensayista).

          Con gran amabilidad, se interesó por mis libros y luego me preguntó:

          «Permíteme que te tutee. ¿Has tenido mucha gente?»

          «Poquísima», respondí.

          «Pues yo, igual», dijo con una sonrisa. «Así son las cosas.»

          Aquella frase tenía como subtexto el «sic transit gloria mundi». Díaz-Plaja aceptaba con elegancia y naturalidad su situación presente, tras haber sido famoso y haber ganado millones con sus libros.

          Realmente, la gloria tras de la que corremos es algo vacuo y efímero. Ha de aprenderse a no albergar deseos de perduración, afanes de posteridad, porque por bueno que seas en tu arte puedes perfectamente no triunfar nunca o —lo que puede ser mucho más triste— triunfar y luego, antes de morir, caer en el más despiadado de los olvidos.

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