(El 738 a. C., quince años antes de la fundación de Roma. Sobre una colina de por allí, delante de un altar, Acca Larentia, joven de muy buen ver por donde quiera que la mires, se dispone a sacrificar a una gallina. La tiene cogida por el pescuezo y blande un cuchillo con la mano en alto.)
La gallina.—(Con voz muy aguda y preocupada.)¡Alto! ¿Qué vas a hacer, oh, mujer cruel?
Acca Larentia.—¿Qué voy a hacer? He de conocer mi futuro y para ello es preciso que vea tus entrañas. Prepárate a morir. Tardaré solo un segundo.
La gallina.—Te insto a que tengas un poquito de paciencia, porque te estás equivocando de medio a medio.
Acca Larentia.—(Aparte.) Esto no me ha sucedido las otras veces que he consultado los augurios.
La gallina.—Imagino que quieres verme las tripas para adivinar el porvenir, ¿me equivoco?
Acca Larentia.—En absoluto.
La gallina.—Pues no es así como se hace.
Acca Larentia.—Yo siempre lo he visto llevar a cabo de esa manera.
La gallina.—Porque la gente es muy bruta. Pero tú fíjate en el significado de la palabra ‘auspicio’.
Acca Larentia.—¡Por todos los dioses!¡Una gallina me da lecciones de etimología!
La gallina.—Quieres pincharme para averiguar si los auspicios para tu futuro serán buenos o malos; pero auspicio viene de ‘avis’, ave, y ‘spicio’, qué significa «mirar». O sea, que básicamente estamos hablando de mirar a las aves, pero no de rajarles las tripas. Tú mírame todo lo que quieras, pero no me claves ese cuchillo.
Acca Larentia.—¡Después de haberme pasado varias horas afilándolo, sería un desperdicio de energía!
La gallina.—Veamos si podemos llegar a un acuerdo que nos convenga a ambas. Pero primero haz el favor de soltarme el cuello. (Acca Larentia lo hace.) ¡Ay, mucho mejor!
Acca Larentia.—¿Qué me propones?
La gallina.—Es bien sencillo: yo te cuento todo lo que tú quieras saber de tu futuro y tú, en cambio, me dejas en libertad. Hay un gallo nuevo en el gallinero que tiene muy buen tipo y no quisiera acabar en una cazuela antes de tener una experiencia vital con el susodicho.
Acca Larentia.—¡Qué redicha! ¿Y cómo sabrás qué va a acontecerme en el futuro?
La gallina.—Lo sé.
Acca Larentia.—No me lo creo.
La gallina.—¡Qué incongruentes sois los humanos! ¿De modo que estabas dispuesta abrirme en canal y a mancharte de sangre tus preciosos dedos, toqueteándome los intestinos (que están llenos de gusanos a medio digerir, por cierto) porque creías firmemente que ahí está escrito todo el futuro, pero te resistes a creer que yo lo pueda saber?
Acca Larentia.—Visto así...
La gallina.—Tendrás que confiar en mí.
Acca Larentia.—Si de verdad tienes esos poderes adivinatorios, dime algo de mi persona que nadie sepa.
La gallina.—¿Algo que nadie sepa? Es difícil. Por estos pantanos te conoce todo el mundo.
Acca Larentia.—¿Soy tan famosa?
La gallina.—¿Pues no? Eres la ramera más popular de este contorno. Todos los pastores te conocen y desean tus favores. Saben cómo llamarte a silbos para que acudas y no ignoran tampoco que tú manifiestas tu conformidad con el trato lanzando un aullido semejante al de los lobos. Por esta razón se te denomina «la Loba» y a tu choza, lupanar.
Acca Larentia.—Eso lo saben todos, es cierto. Dime algo que nadie conozca, te repito.
La gallina.—Pues que tienes guardado un buen gato, que secretamente has comprado un montón de terrenos por estos andurriales y que te has hecho dueña de estas siete colinas asquerosas.
Acca Larentia.—Es una operación inmobiliaria de alto riesgo, lo reconozco. Pero me he dado a la especulación con la esperanza de hacerme rica.
La gallina.—¿Y poder así dejar ese oficio depravado que ejerces?
Acca Larentia.—¡Qué va! Con la esperanza de hacerme rica y montar un prostíbulo de cuatro pisos, con baños y espejos en todas las habitaciones, donde poder cobrar unas tarifas monumentales.
La gallina.—(Aparte.) Ya decía yo.
Acca Larentia.—Por eso me urge saber si mis proyectos empresariales llegarán a buen término.
La gallina.—Pues sí; ya desde ahora te lo anticipo: serás rica y recordada como la más impúdica de todas la de tu oficio.
Acca Larentia.—Ha sido un regalo a la memoria de mi madre, que siempre me dijo: «¡Hija mía: ejerce el oficio que más te agrade: campesina, tendera, basurera, lo que quieras! Solo te pido que, elijas la profesión que elijas, seas la mejor en ella».
La gallina.—Seguro que tu madre estaría satisfecha en su tumba.
Acca Larentia.—Satisfecha puede, pero en la tumba no, porque como no tuvimos dinero para el sudario, mi hermano y yo la tiramos por un terraplén.
La gallina.—No he dicho nada, entonces.
Acca Larentia.—¿Así es que triunfaré?
La gallina.—Por completo. Me alegra ser yo quien te dé esta buena noticia. Las siete colinas que tienes en propiedad y que hoy no son sino una ciénaga apestosa a la que nadie en su sano juicio querría acercarse se convertirán en la ciudad más poderosa que vieron los siglos.
Acca Larentia.—¡Qué ilusión!
La gallina.—No solo eso: los romanos celebrarán en tu honor unas fiestas llamadas lupercalias donde hombres y mujeres se meterán mano a base de bien. Los varones se desnudaran y fingirán ser lobos, corriendo por las calles con la cabeza cubierta por pieles de macho cabrío. Irán dando cuchilladas a diestro y siniestro o golpeando a la multitud con un látigo de piel de cabra.
Acca Larentia.—¡Qué divertido!
(Se escuchan lloros de recién nacidos.)
La gallina.—¿Qué es eso?
Acca Larentia.—Voy a ver. (Acca Larentia se va por un lateral y vuelve al poco con dos bebés llorosos, que deposita en el suelo.) ¡Mira lo que he encontrado!
La gallina.—¡Dos cachorros de hombre!
Acca Larentia.—Flotaban en una canastita en al río que hay aquí cerca.
La gallina.—¡Hombre, como Moisés!
Acca Larentia.—¿Qué dices?
La gallina.—Nada: es algo de otro mito distinto.
Acca Larentia.—Alguien los ha abandonado.
La gallina.—No me extraña: su forma de berrear volvería loco a cualquiera.
Acca Larentia.—¿Cómo consigo que se callen?
La gallina.—No sé: yo no he estudiado puericultura.
Acca Larentia.—Piensa, mujer; dame alguna idea.
La gallina.—No soy una mujer: soy una gallina.
Acca Larentia.—Ya lo sé: era una manera de hablar. Dime: ¿qué hago?
La gallina.—Dales piedras, para que las chupen.
Acca Larentia.—Probaremos. (Lo hace y los bebés se callan enseguida y se dedican a chupar las piedras.)
La gallina.—¡Ha resultado!
Acca Larentia.—Serán hijos de alguna madre que no tendría para alimentarlos.
La gallina.—Pues les podía haber dado piedras, como hemos hecho nosotros.
Acca Larentia.—Yo los criaré. Me los llevaré a mi cabaña. (Se dispone a marcharse con ellos.)
La gallina.—¿Y no quieres que te diga quién son?
Acca Larentia.—¿Pero tú lo sabes?
La gallina.—¡Pues claro: yo lo sé todo! ¿No ves que soy una gallina? ¿Para qué me ibas a abrir las tripas, vamos a ver?
Acca Larentia.—Pues si las gallinas lo sabéis todo, no te calles.
La gallina.—Verás: la cosa empezó con Marte, que se trajinó a Rea Silvia. No estaban preparados para la paternidad y decidieron pasar esta vez. Los lanzaron al río, donde los has encontrado.
Acca Larentia.—¿Y qué será de ellos?
La gallina.—Bueno: aparte de que uno matará a otro tirándolo desde un tejado y que luego lo descuartizarán a él, no les irá mal, pues se les recordará durante mucho tiempo como los dos mamones más famosos de la historia.
Acca Larentia.—¡No seas malhablada!
La gallina.—Lo digo porque surgirá la leyenda de que una loba, o sea: tú, les dio el pecho.
Acca Larentia.—¿Les di mi pecho gratis?
La gallina.—Sí, claro.
Acca Larentia.—Eso es algo muy improbable. ¿Y ello sucederá por culpa de mi apodo?
La gallina.—Por culpa de tu apodo, sí.
Acca Larentia.—¿Y qué más harán?
La gallina.—Raptar a una sabinas que estaban deseando que las raptasen y fundar una ciudad que estará generalmente gobernada por gentuza y a la que en una ocasiones se la llamará «ciudad eterna» y en otras, algo que no se debe decir en voz alta.
Acca Larentia.—¿Y todo ello se hará sobre mis colinas?
La gallina.—En efecto. La urbe será la sede de un gran imperio, que estará fundamentado en el tradicional oficio de la prostitución, por lo que sus habitantes se avergonzarán de ti y se inventarán lo de la loba amamantadora.
Acca Larentia.—¡Desagradecidos!
La gallina.—Bueno, como ya he cumplido con mi parte del trato y te he contado lo que querías saber, cumple tu ahora la parte del tuyo y déjame en libertad.
Acca Larentia.—Voy.
(Acca Larentia le pega un tajo a la gallina y la deja seca.)
La gallina.—¡Kikirikiiiii... aaaag! (Muere.)
Acca Larentia.—(Mirando a los bebés.) Esos pequeñines no van a estar chupando piedras todo el día. Tendrán que tomarse un caldo o algo. digo yo.
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