George Bernard Shaw (1897)
Esta comedia va de puritanos de New Hampshire, que parece ser que son de los peores.
Es el año de 1777, como podemos colegir del color de la tapicería de los muebles del salón (granate), y en otoño concretamente (en verano se puso de moda el verde limón y en invierno privó el magenta).
Dick Dungeon es la oveja negra... en una familia de lobos devotos. Sus santos familiares le desprecian por su anticonvencionalismo, por su carácter franco y por su costumbre de pellizcar a las mujeres (a las que se dejan: con las otras no se permite libertades y se comporta como un caballero).
Su padre ha muerto y sus hermanos herederos se frotan la lengua y se relamen las manos (o al revés) pensando en la riqueza que van a recibir (algunos ya se la han gastado). La sorpresa surge cuando se enteran de que el finado estaba hasta las narices de ellos y ha decidido cambiar el minuto en el último testamento (al revés otra vez) y dejarle todos sus dólares a Dick, es que es el único que se los gastará bien.
La primera decisión de Dick (muy acertada, por lo que se muestra en las primeras escenas) es echar a su madre y a sus hermanos de casa (se lo tenían merecido), lo que causa la indignación de Anderson, un pastor protestante amigo de la familia al que habían llamado para que santificara la casa después de que Vic la hubiera contaminado con su presencia. Como las tornas se han cambiado, el pastor (y su esposa Judith) quedan escandalizados por la conducta «diabólica» de Dick.
Este, para acabar de arreglarlo, se declara rebelde ante los ingleses y anuncia que estos se dirigen hacia allí, con lo que todos huyen despavoridos.
El reverendo quiere «convertir» a Dick, para ponerlo en su libro de logros, y le invita a tomar el té con pastas y con su esposa. Esta muestra una actitud de tremendo rechazo ante Dick, por lo que suponemos que en el fondo le gusta.
Entonces el pastor dice que tiene que salir. Judith y Dick se quedan solos, la tensión sexual se puede cortar con un cuchillo de postre y, de repente, llegan soldados británicos y detienen a Dick, creyendo que es Anderson. El equívoco se produce porque Anderson tiene dos orejas y Dick también. El discípulo del diablo impide que Judith revele su verdadera identidad y marcha a la horca tan tranquilo, sabiendo de antemano que aquello es una comedia y que, por ende, tendrá un final feliz.
Aparece entonces Anderson y, cuando se entera de que van a ajusticiar a Dick en su lugar, sale escopetado (escopetado, porque se lleva su trabuco). Judith se convence entonces de que Dick, al que despreciaba, es un héroe barbilampiño con toda la barba y que su marido, al que admiraba, un cobarde, gallina y capitán de la sardina.
Llegamos al acto tercero (no llegamos todos: una buena parte del público ha abandonado el teatro durante el entreacto).
A Dick le van a hacer los británicos un consejo de guerra porque en un consejo de paz es complicado conseguir que se apruebe una pena de muerte. El juez que ve la causa (que la lee, más bien, en unos legajos) es el general Burgoyne, hombre de trato exquisito al que sus soldados le tienen mucho cariño (este dato no es importante para la acción).
La escena del juicio es estupenda, pero aun así no se la vamos a contar, para que ustedes se animen a ver la obra, si es que alguna compañía tiene alguna vez el valor de representarla. Dick se declara culpable y dice que el rey de Inglaterra (no recordamos cuál era en aquel momento, pero da igual: un rey) es un tal cual, por lo que le condenan alegremente a ser ahorcado al amanecer a manos de un pelotón de fusilamiento (?).
Judith no puede contenerse y revela que Dick no es su esposo, que su esposo es un alfeñique y que no está allí. Pero como la sentencia de muerte ya está firmada con tinta de la buena, como ya le han pasado al documento el papel secante por encima y no hay goma de borrar que pueda quitar el ringorrango, se decide que se ahorcará a Dick de todos modos, porque ya se ha reunido una multitud de curiosos para presenciar la ejecución y no es cosa de privarles a todos ellos del espectáculo y de mandarles a sus casas desilusionados.
La última escena de este britobodrio (ya saben ustedes cuánto nos gusta inventarnos neologismos) tiene lugar en el mercado de Websterbridge. Han levantado un patíbulo, la muchedumbre se agolpa alrededor y los vendedores de pipas y cacahuetes hacen su agosto en aquel día de otoño.
Traen al reo en un carro atado de pies y manos con una cuerda en la que se ha hecho el nudo marinero llamado «nudo de Ballestrinque» y, consecuentemente, tardan mucho en desatarle los tobillos para que pueda subir él las escaleras hasta la horca por sí mismo, pues los soldados no quieren llevarle hasta allí en volandas ni a la sillita de la reina.
Hay discursos y la ejecución se va retrasando, con la lógica indignación del público, que empieza a temer que se ha desplazado hasta allí para nada.
En efecto: así sucede, porque en la última hoja de la comedia aparece Anderson convertido en comandante de una milicia rebelde, afirma que ha vencido los ingleses en una u otra batallita en un lugar cercano, hace huir al pelotón de ahorcadores británicos y libera a Dick, que ya se sabía este final de antemano, porque había ensayado la comedia durante un mes largo antes del estreno.
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