La batalla de Normandía se conoce popularmente como «el día de». ¿El día de qué, se preguntará alguno? Pues el día de la batalla, claro está. La D era un código secreto para disembark que los aliados eligieron con la esperanza de que si algún alemán se enteraba o lo escuchaba por casualidad, no supondría que nadie quisiera desembarcar en ningún sitio ni nada por el estilo.
Tal como resultó la cosa, los alemanes sabían lo que iba a pasar y los aliados sabían que los alemanes lo sabían, y los alemanes sabían que los aliados sabían que ellos lo sabían, y los aliados sabían que los alemanes sabían que ellos sabían que los alemanes lo sabían, con lo que los servicios de inteligencia tuvieron que disimular y fingir que nadie sabía nada, aunque todos sabían que todos lo sabían. Creemos que ha quedado claro.
A las operaciones navales de transporte de tropas a través del canal de la Mancha se les dio a su vez el nombre de «Operación Neptuno», con la esperanza de que los alemanes estuvieran flojos en cultura clásica grecolatina y no asociaran de ninguna manera a Neptuno con el mar.
Mirando la cosa con los anteojos de la retrospección, asombra que una operación militar de tanta envergadura, donde tanta gente iba a morir y por la que se decidiría el destino del mundo, se les encargara a unos organizadores tan ineptos como aquellos, que ni siquiera sabían elegir adecuadamente un nombre para lo que iban a hacer.
Luego, cuando se hacen chistes diciendo que «inteligencia militar» es un oxímoron como un castillo y una contradicción en términos, los militares se enfadan y protestan.
Contemos la historia de ese espectacular movimiento de tropas llevado a cabo por mil doscientas aeronaves que dieron cobertura a cinco mil barcos que transportaron a casi un millón de soldados y a un gato que se coló en una de las lanchas de desembarque.
En mayo de 1943 (ya saben, cuando los Redskins de Washington ganaron por chamba a los Huskies aquel partido de rugby tan controvertido), se nombró a Dwight D. Eisenhower comandante de alguna cosa y a Bernard Montgomery comandante de alguna otra. Asistieron ambos a la Conferencia Trident, donde se decidió acabar con aquella guerra que dificultaba sobremanera la importación de salchichas de Frankfurt y de vino de Burdeos.
Churchill prefería atacar por el Mediterráneo, para que los soldados se pudieran dar algunos chapuzones en sus ratos libres y eso elevara la moral de las tropas. Pero los estadounidenses se negaron, alegando que ellos ponían el material y que, por consiguiente, ellos elegirían a su gusto playas de agua fría que no tuviesen medusas de esas que pican. Se hizo un casting de playas desembarcables y se llegó a la conclusión de que solo había cuatro lugares posibles: Bretaña, Cotentin, Normandía y Calais. Bretaña se descartó por ser una península de istmos estrechos que se podían defender con facilidad. Cotentin también se cayó de la lista, porque los estadounidenses no consiguieron encontrar su localización en el mapa (no miraron bien, porque Cotentin estaba allí). En cuanto a las dos últimas opciones, la inteligencia militar lo echó a suertes con una moneda al aire y Normandía fue la elegida para ser el teatro de operaciones de una de las mayores escabechinas que la historia recuerda.
La costa de Normandía se dividió en 27 sectores, cada uno con un nombre en clave usando letras correlativas del alfabeto, para que los soldados lo tuvieran facilito.
Para ver cómo estaba el terreno y si había sitios para comprar chicle, chocolate y esas cosas que comen las tropas, la Fuerza Aérea Expedicionaria Aliada realizó nada menos que tres mil doscientos vuelos de reconocimiento sobre Normandía, claro que cruzando los dedos para que los alemanes no sospecharan que aquél iba a ser el lugar del desembarco. Se pidió a la gente que mandase fotografías de sus vacaciones y postales de Europa, para conocer cómo era el lugar. Se recibieron diez millones de fotos, que ocuparon todo un hangar en un aeródromo de Omaha y que, al final, no sirvieron para nada, pues el ejército no supo qué hacer con ellas. Los técnicos quedaron literalmente sepultados en aquella avalancha de correo. Se preguntaron también cosas a la Resistencia francesa, pero esta se resistió a compartir la información, como ha venido siendo habitual desde entonces entre las agencias de inteligencia que saben algo de cualquier cosa.
Un equipo de descodificadores expertos, instalados en Bletchey Park, en el condado de Buckinghamshire, inventó la llamada máquina Colossus, la abuela de las computadoras modernas, un artilugio que permitía descifrar los códigos alemanes generados por la máquina alemana Enigma. Pero como los teutones no eran tontos y se imaginaban lo que estaba pasando, los únicos mensajes cifrados que enviaban versaban sobre cómo hacer la receta del schnitzel.
Como pueden ustedes imaginarse, tras todas estas cosas, los nazis estaban completamente al cabo de la calle en lo que respecta a los planes de invasión y se prepararon concienzudamente, construyendo un Muro Atlántico que no se lo saltaba un gitano. Era una gran cadena de puntos de refuerzo, hechos en piedra y ladrillo y acabados en gotelé. Comprendían bunkers, blocaos, casamatas, trincheras y tal. Estamos hablando de 15 000 edificios hechos con 11 000 000 de toneladas de hormigón (¡hala!) y bastante acero también. Diríamos que no hay expresión para describir lo que costó aquello, entre diseño, material, mano de obra y comisiones, pero no es cierto; en alemán sí que la hay. Es ‘ein Ei und ein Teil eines anderen’. (Si no saben alemán, hagan que se lo traduzcan, porque en este libro no vamos a permitir procacidades gratuitas.)
Las maniobras de distracción fueron variadas y originales. Para que los alemanes no sospecharan la inminencia del ataque, los americanos se dedicaron a ir al cine todos los días (a ver las películas recién estrenadas, como El fantasma de la ópera o Lassie vuelve a casa), a entregarse de lleno a la Liga de Béisbol y a pegarles palizas a los negros que se montaban en los autobuses en los lugares que no les correspondían, para dar la impresión de que eran un país relajado, dedicado a lo de siempre y sin ningún proyecto distinto en un futuro próximo.
Las falsas radiotransmisiones también fueron frecuentes. (No es que las radiotransmisiones fueran falsas y no se hicieran, entendámonos; se hacían; lo que era falso era lo que se decía en ellas.) Por ejemplo, se informaba de lo siguiente: «No es cierto que se esté planeando desembarcar por sorpresa en Normandía ni en ningún otro punto del litoral atlántico del continente europeo a principios de junio ni en ninguna otra fecha. Al contrario: el alto mando aliado está muy liado estos días decidiendo el orden en que saldrán las carrozas del desfile militar que tendrá lugar próximamente en Washington D.C. para celebrar el Día del Soldado Jubilado y no tiene tiempo para ocuparse de otros asuntos».
Se llevaron a cabo simulacros del asalto, desde casi un año antes de la fecha elegida. Barcos con soldados salieron de Devon, dieron una vueltecita y volvieron, desembarcando entonces las tropas allí para que se fueran acostumbrando a lo que sería el ataque real. En la playa había asociaciones de mujeres voluntarias que iban dando té y pastas a los soldados a medida que iban pisando la arena. Los oficiales informaron luego a las tropas que en el desembarco real en Normandía no habría té, para que nadie se hiciera una idea equivocada de la invasión.
A fines de mayo del 1944 se aisló al ejército en los cuarteles, para que los militares no fueran por ahí contándolo todo.
Como era de esperar y por hallarse lejos de sus novias, el índice de contactos personales «dentro del armario» se disparó. Se mostraron a los soldados mapas auténticos de Normandía, pero con nombres falsos, para que no pudieran revelan el objetivo. Evidentemente, sus oficiales pensaban que eran todos unos bocazas incapaces de guardar un secreto. Aquellos mapas modificados no sirvieron para mantener el secreto, pero, en cambio, liaron mucho más a las tropas. (Cuando tuvo lugar el desembarco, más de un tercio de los soldados se dirigió hacia donde no era y se pasó una semana dando vueltas infructuosamente por la campiña francesa.)
Los planificadores de la invasión ordenaron a los meteorólogos que tuviesen dispuestas unas condiciones climatológicas idóneas para el día de la invasión. Cuando los meteorólogos les comunicaron que el clima no dependía de ellos, sino que era autónomo y hacía lo que quería, y que ellos se limitaban a contarlo, el alto mando sufrió una gran desilusión y se preocupó bastante, más que nada por un motivo económico, porque los oficiales cobraban un plus sustancial a fin de mes si tenían que trabajar con lluvia. Además, la invasión tenía que ser en plenilunio para que los aviones vieran por dónde iban y porque así sería todo más poético.
En un principio se eligió la fecha del 5 de junio, pero un día antes se vio que no iba a dar tiempo material para que todos los uniformes del ejército invasor estuviesen planchados para ese día —pese a los ingentes esfuerzos de un cuerpo especial creado exclusivamente para este fin— y la acción se retrasó hasta el día 6. Esta fecha estuvo también a punto de rechazarse, porque era el aniversario de boda de Franklin D. Roosevelt; pero el final el presidente de los Estados Unidos decidió que no pasaba nada y que ya lo celebraría al sábado siguiente, cuando no tuviera que ir a trabajar.
Erwin Rommel fue el encargado de hacer inventario del Muro Atlántico para asegurarse de que no faltaba ninguna fortificación (no era raro que alguna de ellas desapareciera por completo cuando los campesinos franceses las desmontaban y se llevaban las piedras para construirse cobertizos y cosas por el estilo). Se aseguró de que estaba todo en su sitio y, como ya sabía el lugar del desembarco, que era vox populi, puso en la playa de Normandía todo lo que se le ocurrió para retrasar el avance de los desembarcantes: unas estacas de madera verticales unidas por alambres a las que se denominó Rommelspargel («espárragos de Rommel»), erizos checos (una variedad de erizos traídos de Rumanía, como su mismo nombre indica), nidos de ametralladoras de hormigón armado, minas, obstáculos antitanque, voluntarios de ONG’s pidiendo donativos, quioscos de prensa y puestos de helados italianos.
Mover a aquellos soldados de acá para allá fue un verdadero follón logístico, porque entre unas cosas y otras se reunieron millón y medio de ellos, entre estadounidenses, anglocanadienses y adventistas del Séptimo Día.
Algunos soldados tuvieron que meterse en sus lanchas una semana antes de la fecha prevista, dando lugar a curiosas situaciones y a problemas de índole escatológica que se agravaron cuando Eisenhower envió un mensaje a las tropas con la siguiente advertencia: «El mundo entero os mira».
Los barcos invasores se reunieron todos en Picadilly Circus.
(No es una metedura de pata nuestra. Se designó como «Piccadilly Circus» a un punto de encuentro al sudeste de la isla de Wight. Lo que sucedió es que esta localización era tan secreta que muchos barcos no la encontraron. Por lo que sabemos, esos barcos pueden muy bien estar todavía dando vueltas por el Atlántico.)
No vamos a contar la batalla, porque la tinta de la impresora se ha puesto a unos precios imposibles. Nos limitaremos a decir que los aliados cayeron como moscas por la torpe preparación del desembarco y el cuasinulo mantenimiento del secreto. Pero morir por los errores de tus superiores es algo que los militares llevan en el contrato, por lo que no había lugar a quejas.
Los aliados sufrieron alrededor de 125 000 bajas, tirando por lo bajo. Entre ellas se contaban los muertos, los desaparecidos por muerte (es decir, que no se encontraron sus cadáveres por haber caído en zanjas y cosas así) y los desaparecidos porque se fueron a otros sitios sin despedirse. (Hubo muchos de estos últimos que, hartos de la guerra, decidieron quedarse en Francia de incógnito, escondidos en los pajares y haciendo con las campesinas francesas esas cosas que —según la tradición oral de chistes y cuentos— suelen hacerse en los pajares. Esto contribuyó a la repoblación de un continente diezmado por la contienda. Para los años sesenta ya volvía a haber bastante gente en Europa, gracias a la labor de estos desertores.)
Aparte de los que finaron ipso facto en las playas, hubo miles y miles de heridos graves que murieron a los pocos días y otros muchos heridos leves, que también murieron a los pocos días. Los heridos que no murieron no entraron en las estadísticas de heridos, porque no se les llegó a apuntar. Cuando llegaba el herido al campamento sanitario y se le reconocía, si los médicos veían que tenía alguna posibilidad de sobrevivir, le decían: «¡Bah! Eso no es nada. Vuelve al frente y pega unos cuantos tiros más.» Así es que aquella persona no constaba como herido. Esto se hizo para evitarse el gasto en sábanas para los hospitales de campaña. El ahorro se estimó en varios millones de dólares de entonces, lo que era una cantidad pero que muy respetable. Los contribuyentes americanos lo agradecieron.
Las playas de Normandía conservan recuerdos de aquella gesta. Hay placas, monumentos, pequeños museos y zonas acotadas en las que la arena sigue siendo la misma que en aquel entonces. Si te bañas allí, no es raro que se te enrede en las piernas algún costillar proveniente de un cadáver de los que flotaron en sus aguas. A los que les sucede esto se llevan un recuerdo imborrable del hecho histórico narra la película.
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