El conde-duque de Olivares

 


En una lista hipotética

de bandidos y canallas,

de gentes nocivas, tóxicas,

crueles y con mala pata,

sería imposible que nos

dejásemos olvidada

la figura de Gaspar

de Guzmán, a quien la fama

nombró como conde-duque

de Olivares, quien por chamba

llegó al poder, a meter

la mano en todas las masas

y a mangonear a un rey

de la estirpe de los Austrias.

 

La historia se contradice

y unos le ponen de lacra

para el país y mientras otros

le elogian por su privanza.

Unos dicen una cosa

y otros dicen la contraria,

con que los especialistas

al fin tiran la toalla

y nos dejan con la incógnita

porque no concretan nada.

Nosotros, en consecuencia,

no sabemos a qué carta

quedarnos. Juzguen ustedes

si fue mojigato o crápula,

si fue muy torpe o muy hábil,

si fue un «progre» o si fue un «facha»,

si honesto o si deshonesto,

si un gran infeliz o un «cara»,

si fue muy beato y pío

o de la cáscara amarga,

si hablamos de un tipo listo

o de un bobo y un tontaina.

 

Era muy noble, eso sí:

noble y rico por su casa.

Tuvo una inmensa cultura

y tocaba las maracas.

Era rico y generoso

(¡qué combinación tan rara!).

En lo físico era obeso,

con mucha chepa en la espalda,

bigote a la borgoñona

y nariz desmesurada.

Tenía muchas papeletas

para ser hombre de cámara,

pero no aspiraba a eso,

tal puesto no le tentaba

y no quería pasarse

la vida haciendo antesala.

Mas como era segundón,

pese a toda su prosapia

tan sólo consiguió ser

profesor de matemáticas

del príncipe y educar

a su futuro monarca.

 

¿Cómo consiguió Olivares

ganarse la confianza

de su pupilo? Fue fácil

de hacer. Le llevó a unas casas

que abundaban en la corte,

en donde algunas muchachas

que tenían todas sus

partes bien proporcionadas

se mostraron muy amables,

complacientes y simpáticas

con el príncipe y, de paso,

le enseñaron que en la cama

pueden hacerse unas cosas

bastante más complicadas

que sólo dormir la siesta

o desayunar tostadas

con café. El chico quedó

feliz de estas enseñanzas

y agradeció que Olivares

le diera esa lección práctica.

 

A partir de ese momento,

Gaspar vio su suerte echada:

si el joven reinaba un día,

él mandaría más que un sátrapa.

 

La cosa se demoró

pero al fin sonó la flauta.

Murió Felipe Tercero

(¡ya era hora, qué caramba!)

y como era un gran cretino

nadie vertió ni una lágrima.

Cuando el conde supo esa

noticia tan esperada

dijo entonces: «Todo es mío.

Ya todo el reino es mi casa.»

Y durante veinte años

todo fue suyo en España.

 

De los gordos con poder,

Guzmán se lleva la palma,

pues controlándolo todo

el hombre estaba en su salsa.

Gaspar gobernaba mientras

que el rey se iba de parranda

a ver comedias de Tirso

y Calderón de la Barca,

trajinándose de paso

a cinco o seis comediantas.

Felipe, más que corona,

mereció llevar albardas,

pues fue un inútil de libro

que cuando no juergueaba

se pasaba todo el día

pensando en las musarañas,

sacándole punta a un lápiz

o incluso no haciendo nada

en absoluto. Era un típico

ejemplar de aristocracia.

 

Don Gaspar tuvo enemigos

—que la envidia es cosa mala—,

pero no temía a las críticas

ni le dolían las sátiras

que le hacían a su persona,

pues todo le resbalaba.

El gran problema del reino

era que estaba sin blanca

y si a esto le añadimos

su política nefasta,

no es de extrañar que el imperio

se fuera pronto a hacer gárgaras.

Expliquemos cómo fue

aquella ruina y sus causas.

 

El oro del Nuevo Mundo

y la plata peruana

—de los que se ha hablado tanto

en la historia— no llegaban

a la península, pues

los robaban los piratas

ingleses, porque Isabel

—feísima soberana

y primera de su nombre—

protegió esta cochinada.

Abordaban los navíos

hispanos que transportaban

esos tesoros de América

y así, sin dar palo al agua,

se apoderaban de todas

nuestras riquezas. ¡Qué lástima!

 

Al no haber dineros, pues

las guerras no resultaban

muy bien, por una razón:

los soldados no cobraban

sus sueldos desde hacía años

y, ¡claro!, estando sin paga,

tenían de combatir

unas ganas muy escasas,

luchaban por compromiso

y pegaban estocadas

con poquita fuerza, y eso

los llevó a perder batallas,

territorios a porrillo

y ciudades a mansalva.

 

Del rey Felipe se dijo

una muy certera chanza:

que era grande, cual los pozos

artesianos, que se cavan

y que resultan más grandes

cuantas más tierras le sacan.

 

Durante todo ese tiempo

hubo guerras con Holanda

y el mantener a los Tercios

costaba una pasta gansa.

Gaspar, por lograr un poco

de liquidez monetaria,

fue y devaluó la moneda,

lo que fue una gran estafa.

Paso a costar cien reales

un vaso de limonada

y para poder pagarte

un filete y una barra

de pan, un cocido, un plato

como es debido, hacía falta

algún milagro de un santo

o alguna varita mágica.

 

La situación fue a peor,

que es algo que siempre pasa,

como muy bien dijo Murphy,

una persona muy sabia.

La cosa se puso chunga,

pues Francia invadió Navarra.

Portugal se rebeló

y comenzó a dar la lata.

Cataluña hizo otro tanto.

El conde se dijo: «¡Apaga

y vámonos! ¡Si no paro

los pies, digo, no: las patas

a estos reinos levantiscos,

me voy a quedar sin nada!»

La cuestión es que no había

milicia, barcos ni armada

para luchar en dos frentes.

Y al verse en la encrucijada

entre el follón portugués

y la gresca catalana,

el conde se aturulló

y decidió echarlo a cara

y cruz. Ganó así una guerra

y perdió otra. Tarrasa

fue española y, por la contra,

Fátima fue lusitana

para los restos. De haber

salido cruz al lanzarla,

la moneda habría marcado

una historia muy extraña:

el Brasil sería español

y muchos puertos de África,

Cataluña sería hoy

lo que le diese la gana

y unos y otros estaríamos

más contentos que unas pascuas.

 

Resumiendo: aquel desastre,

tal metedura de gamba,

hizo que el conde cayera

dándose una costalada.

Sus enemigos entonces

prepararon su venganza,

quisieron empapelarle

y le denunciaron para

que la Santa Inquisición

por hereje le apresara,

pero él optó por morirse

y les dejó con las ganas.


 

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