El duque de Lerma

 


 

Voy a contarles la historia

de un gran timo inmobiliario

—el primero conocido—,

hecho durante el reinado

de don Felipe III

(ya saben: el del retrato

de Velázquez, con bigote

y gola de campeonato).

Lo llevó a cabo un señor

que era válido y privado

del rey: el duque de Lerma,

más conocido por Paco

o Gómez de Sandoval,

que era más malo que el diablo,

un tipejo despreciable,

especialista en atracos,

artista en robos y en timos,

muy sinvergüenza y bellaco.

 

Él mandaba en las Españas

porque el rey era muy vago

y los asuntos del reino

se la traían al pairo,

pues no le importaba nada

ninguna cuestión de estado,

ni las guerras ni la peste

ni el hambre del populacho.

Felipe sólo quería

bailar pavanas y tangos,

hacer fiestas de disfraces,

cazar, marcharse al teatro,

retozar con sus queridas

y posar para los cuadros.

Era, eso sí, muy creyente:

creía en Cristo (y en Baco):

cuando no estaba bebido

es porque estaba borracho

y firmaba con falsilla

leyes y decretos varios

que preparaba el de Lerma,

que era, en realidad, el amo.

 

Veamos, pues, qué sucedió,

que es hecho para contarlo.

 

Estaba un día el monarca

jugando al tute arrastrado

cuando se presentó Lerma

con dos grandes cartapacios.

«Con vuestra venia, señor.»

«Pasa y siéntate.» «He de hablaros.»

«Muy bien, pero date prisa,

porque me voy al teatro

a ver la comedia nueva

de Lope de Vega Carpio,

que creo que se titula

Amor cansino y pesado,

que hace furor estos días.

¿Qué quieres, di?» «Iré al grano,

majestad. Veréis. La cosa

es que en Madrid no hay espacio,

señor. La corte no cabe

y tiene un clima malsano,

aparte de que sus calles

se hallan siempre hechas un asco

y repletas de basuras,

y que está imposible el tráfico,

siendo imposible aparcar.

Se hace preciso un traslado.

Además, como sabéis,

siempre sienta bien un cambio.»

 

El rey se rascó el cogote

y preguntó: «¿Ya has mirado

algún sitio que esté bien

y que lo vendan de saldo,

que cueste dos perras gordas

y, a poder ser, más barato?»

                              «Claro, majestad. Mirad:

compraremos sobre plano

y así nos saldrá económico

hacernos con un palacio.»

«¿Y dónde?» «En Valladolid,

que es un sitio limpio y sano.

Es una ciudad que está

emplazada junto al campo

por lo que para cazar

a campesinos o a gamos

no hay que perder mucho tiempo,

porque queda muy a mano.

Es un lugar estupendo

que os producirá entusiasmo,

pequeño como Segovia,

bello como Maracaibo,

a donde puede llegarse

en tres días a caballo,

que sale genial de precio

y que ya está apalabrado,

por lo que tan sólo resta

firmar algunos contratos.»

 

Lerma convenció al monarca

que era, al fin, un tipo majo

que no sabía decir no

y que pasó por el aro.

Dijo el rey: «Bien. Empaqueta

los pertrechos y los bártulos

y vámonos sin tardanza,

que la idea me ha gustado.

Me haré una capital nueva

allí, porque yo lo valgo.»

 

Cuando Lerma tuvo el placet

de la mudanza, el muy caco

se marchó a Valladolid,

pidió un crédito en un banco

y por cuatro perras gordas

compró, a la chita callando,

un gran montón de terrenos,

compró casas a destajo.

¿Casas? ¡No! ¡Calles enteras!

¿Calles? ¡Qué va! Compró barrios

y más barrios y los puso

a nombre de su cuñado

y de un sobrino. Invirtió

hasta su último centavo

en esos bienes raíces

y fue y se quedó tan pancho.

 

Ya se imaginan el resto.

Lerma acaparó el mercado

y vendió aquellos terrenos

a precios la mar de caros.

Y como los nobles eran

unos esnobs redomados,

todos compraron allí

chaletes para el verano,

para hacerle la pelota

a su amado soberano.

 

El negocio fue redondo

y Lerma acabó forrado.

Pero el Tesoro español

sufrió un serio descalabro

y el coste de la inversión

en terrenos, en traslados

y construcción de edificios

dejó al reino estupefacto

(aunque nadie se atrevió

a protestar, por si acaso).

 

Pero lo más divertido

fue que, al pasar cinco años,

Lerma convenció al monarca

de que aquel sitio era malo.

Y el rey, en vez de enfadarse

y mandarle a freír espárragos,

le hizo caso y ordenó

volver otra vez a El Pardo.

Le vendieron los terrenos

al valido que, encantado,

los compró por dos reales

y muy revalorizados.

En fin: que cobró dos veces

por lo mismo, el muy taimado.

Y, además, en previsión

del regreso, había comprado

los terrenos de Madrid,

que revendió con recargo.

 

Años más tarde el monarca

acabó estando muy harto

de Lerma y le hizo apresar,

cargándole muchos cargos.

Pero no se piensen que

Lerma acabó en el cadalso,

porque estamos en España

y, a la postre, le indultaron.

Le sustituyó Olivares,

quien tampoco estuvo manco

a la hora de quedarse

con el oro del Estado,

lo que demuestra, señores,

—a juzgar por lo narrado—

que el poder de los gobiernos

siempre es algo putrefacto.

 

 

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