Un
Salón del Cómic, celebrado no sé dónde, originó en su día una peculiar
iniciativa que varios medios de comunicación secundaron: la decisión de dedicar
una calle (o plaza) de alguna localidad al Capitán Trueno.
Ni que decir tiene que tales iniciativas me parecen una
idea excelente por toda una serie de razones que expondré a continuación. A mí
me gusta mucho exponer, porque etimológicamente ‘exponer’ —no lo olvidemos— es
lo contrario de ‘imponer’. O sea, que es la herramienta de la civilizada
persuasión como opuesta a las de la poderfáctica obligación. Convenzamos y no
mandemos.
Razones:
La connotación
Todo
el que pase por la susodicha calle (o plaza) recordará los momentos placenteros
que pasó en su infancia leyendo tebeos (siempre y cuando supiera leer, leyera
tebeos y fuera niño alguna vez, condiciones que no todos cumplen). Nomenclar
así es una manera de agradabilizar el tránsito urbano, a la inversa de lo que
sucedería si una calle tuviera un nombre trágico. Reconocerán ustedes que si
pasáramos por una calle que se llamara, por ejemplo, Calle de las Niñas Achicharradas en el Bombardeo de Hiroshima, no
podríamos evitar sentir una sensación de repelús ¿no es así? Pues bien: con las
cosas agradables sucede lo contrario. Bien es verdad que, con esta lógica, una
calle podría llamarse también Calle del
Paseo por la Playa un Día que Hace Bueno, Calle de las Fresas con Nata Montada o cualquier otra cosa bonita
que nos proporcionara un recuerdo agradable al evocarla. La ficción tebeística
cumple perfectamente este cometido y sólo queda ampliarla para que llegue a
todos sin distinción. Habría que nombrar la Calle de Pepe Gotera y Otilio (Chapuzas a Domicilio), la Calle
de Roberto Alcázar y Pedrín (aunque lo justo sería que tuvieran una calle
cada uno) y otras muchas para agradar a gentes de diferentes generaciones, pero
no hay nada que lo impida.
La culturización
Quien
no sepa quién fue el Capitán Trueno o quien lo confunda estultamente con el
Guerrero del Antifaz tendrá la curiosidad de enterarse, se verá en la
imperiosidad de preguntar, investigar y aumentar sus conocimientos
lúdico-históricos. Eso saldrá ganando.
El humor
Pues
no dejaría de provocarnos una sonrisa ver que las más venerables y aburridas
instituciones patrias, rebosantes de pomposidad y autosuficiencia, se
emplazaban en vías urbanas simpáticas y dicharacheras. De extenderse la
costumbre, el Congreso de los Diputados, sin ir más lejos, en vez de estar en
la Carrera de San Jerónimo (eminente Doctor de la Iglesia, pero que a mí
siempre me recuerda al jefe comanche) estuviera en la Carrera de Mortadelo o en la Carrera
de Betty Boop (que, por cierto, si Betty Boop hizo la carrera, ya se pueden
ustedes imaginar qué carrera fue). El caso es que nos tomaríamos un poco menos
en serio a esos señores gobernantes que últimamente se han dedicado a dividir
al país en dos mitades, quedándose con sus cuartos.
La novedad
Se
requiere mucho valor para hacer algo —cualquier cosa— que no se había hecho
nunca antes. E independientemente de que una medida nueva acabe resultando
buena o mala, implantarla es un buen ejercicio de libertad y progreso. Hay que
experimentar con cosas nunca probadas, pues así se avanza. Si nadie hubiera
mezclado la leche con el café porque nunca se había hecho antes, la
civilización occidental no sería lo que es hoy.
La ética
Si no se usan sus nombres se cometerá un agravio
comparativo, pues los personajes de ficción no le han hecho nunca ningún mal a
nadie, no como otros. Siempre será mejor que ellos dominen nuestra onomástica
callejera a que lo hagan todos esos generales y reyes tiránicos que tenemos por
ahí. Ya es hora de que cambiemos nuestros valores. Yo, personalmente, antes que
vivir en la Calle del General Mola, por ejemplo, preferiría asentar mi
domicilio en la Calle de Félix el Gato o
en la Calle de Huckleberry Hound,
que era un perro con algo de pluma, pero que hizo las delicias de mi niñez.
Cambios de nombre
A
veces, los gobiernos, por odios políticos, cambian los nombres a las calles.
A mí lo de las calles me parece de
perlas. Es más: creo que se deberían cambiar muchos más nombres. De hecho estoy
a favor de un sistema numérico, como en Nueva York, porque los nombres que
tenemos son en su mayoría inadecuados.
Incluyo unos ejemplos de Madrid, que
es lo que conozco, donde se podrían poner muchas pegas a muchos nombres de
calles.
Tenemos la glorieta de Atocha, que en
realidad se llama de Carlos V. ¿Por qué ha de tener ese señor una plaza? Carlos
V fue un malvado asesino absolutista y represor que acabó con Bravo, Padilla y
Maldonado, los valientes jefes comuneros que defendieron alguna cosa que ya no
recuerdo muy bien.
Luego está el paseo del Prado, mal
nombrado, porque sólo hay coches. Este paseo se continúa en Recoletos. Pero
¿dónde están los recoletos? Es más: ¿qué demonios es un recoleto?
Siguiendo por la Castellana llegamos a
la plaza de Colón, otro inmerecedor. Porque Colón cometió muchos abusos y
ahorcó a bastantes indígenas cuando fue Gobernador. Le tuvieron que traer
aherrojado a España. Luego ¡fuera Colón del urbanismo madrileño!
Llegamos a la plaza de Emilio
Castelar. ¿Y si uno es monárquico, por qué tiene que aguantar que se ensalce a este
señor? (Y si uno es republicano, tampoco tiene por que aguantar en su ciudad a
la calle de la Princesa, si a eso vamos.)
Luego hay bastante discriminación
ilógica. Por ejemplo: hay muchas calles con nombre de islas (Isla de Ons, Islas
Filipinas, etc.), pero ninguna con nombre de monte. ¡Qué bonito sería poder
decir: «Yo vivo en Moncayo, 3»; o
decirle al taxista: «Vamos a Popocatepetl,
42»; o que las noticias anunciaran: «Se ha producido un incendio en una
vivienda sita en K2, en la céntrica
barriada de los ochomiles».
También tenemos un barrio con nombres
de zarzuelas (Bohemios, La del soto del parral, La revoltosa), pero no con
nombres de comedias ni tampoco de películas. Algunas direcciones divertidas
podrían ser Los extremeños se tocan,
12; Un tranvía llamado deseo,
42; o Muerte de un ciclista esquina
a Godzilla contra los monstruos.
Existen calles con nombres de ríos,
pero no de puentes, y eso que tenemos puentes para aburrir: el puente de
Rialto, el puente de los suspiros, el puente del Pilar, el puente de Aranda
(por donde se tiró el tío Juanillo, pero no se mató).
De lo que más tenemos es nomenclatura
militar, especialmente generales. Sólo en el casco urbano de Madrid tienen
calle los cincuenta y tres siguientes generales, por orden alfabético: Álvarez
de Castro, Ampudia, Aranaz, Aranda, Arrando, Asensio Cabanillas, Cabrera,
Cadena Campos, Castaños, Dávila, Díaz Porlier, Fanjul, Gallegos, García de la
Herranz, García Escames, Hierro Martínez, Ibáñez de Ibero, Kirkpatrick, Lacy,
López Rosas, Lorenzo, Manso, Margallo, Maroto, Martín Cerezo, Martínez Campos,
Marvá, Millán Astray, Mitre, Mola, Moscardó, Oráa, Orgaz, Palanca, Pardiñas,
Perón, Pintos, Prim, Ramírez de Madrid, Ricardos, Rodrigo, Romero Basart,
Sagardía Ramos, Saliquet, San Martín, Serrano Orive, Urrutia, Van-Halen, Vara
del Rey, Varela, Velarde, Yagüe y Zabala. (También hay calles de coroneles,
etc., pero no quiero cansar.)
Estos son los que han quedado, porque
antes había más.
Y digo yo: si estos señores tienen
calle por sus habilidades estratégicas, ¿a qué esperan a hacer la calle de
Hitler, quien —como prueban sus rápidas conquistas— también manejaba los
ejércitos con bastante soltura?
He buscado, para compensar, calles con
el nombre del algún premio Nobel de la Paz, como Rigoberta Menchu, Nelson
Mandela, Mikhail Gorbachev o Lech Walesa, pero éstos no tienen calle.
Gandhi sí tiene, pero la hicieron con
malos materiales y ahora está pendiente de que la vuelvan a asfaltar.
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