Niños, jóvenes y abuelos
que vivís en esta villa:
escuchad al romancero,
no os vayáis con tanta prisa.
Voy a contar una historia
que es bastante entretenida
sobre lo que les pasó
al lobo y Caperucita,
que las versiones que están
en los libros «imprimidas»
no son ciertas, que son todas
una sarta de mentiras.
Yo sé la historia real,
porque mi tía Fuencisla
vivió cerca de aquel bosque
y conoció a la abuelita,
que era chismosa y cotorra
y contó todo a mi tía.
Oíd el cuento y, si os gusta,
dadme alguna perra chica
y tampoco le haré ascos
a un buen pincho de tortilla
o a cualquier otra vianda
con que llenarme las tripas.
Relatan las malas lenguas
que la tal Caperucita
no era una niñata cursi
como la historia la pinta,
sino una ninfomaníaca
de aúpa, la muy «jodía»,
y que en ella se inspiró
Nabokov para Lolita.
Pues la niña pelandrusca
fue a casa de su abuelita
por el bosque, eso es verdad,
mas con la intención precisa
de encontrar a un cazador
con quien a veces solía
retozar en la maleza,
haciendo mil porquerías.
Se topó allí con un lobo
que iba siguiendo a una ardilla
y como su cazador
no había venido aquel día
(porque se encontraba, el pobre,
en la cama con anginas),
viendo al lobo —que era apuesto
y que, al parecer, tenía
atributos varoniles
de dimensiones magníficas—,
viendo al lobo, como digo,
decidió Caperucita
probar un manjar distinto
para ver cómo sabía.
«¡Hola, lobo!», dijo ella.
Y se despojó deprisa
de su caperuza roja,
de su falda y su camisa,
de su par de calcetines,
del sostén y las braguitas,
de las cintas para el pelo,
de su pulsera y sortijas,
de sus pendientes... En fin:
¡se quitó hasta las lentillas!
Resumiendo: cuando el lobo
vio a la apetitosa niña,
la boca se le hizo agua
y notó cómo crecía...
(pero no vamos a entrar
en descripciones explícitas,
pues los oyentes discretos
ya solos se lo imaginan).
Ya consumada la acción
bestial —aunque divertida—,
el lobo quiso marcharse
(que iba a venir de visita
a su guarida otro lobo,
amigo de la familia).
Pero la niña pilonga
(que todavía estaba tibia
si no caliente) no quiso
que acabara tan deprisa
aquella juerga que tantos
placeres le producía.
Así que sacó un cuchillo
con una hoja afiladísima,
obligando al lobo fiero
a darle lo que pedía.
El lobo salió corriendo
para así salvar la vida
y, adentrándose en el bosque,
se encontró con una villa
con jardín y dos garajes,
parabólica y piscina,
que era, como supondrán,
la casa de la abuelita.
El lobo, para esconderse
de tal monstruo de lascivia,
cogió a la abuela del moño
y la encerró en la buhardilla.
Se puso su camisón,
los rulos y una toquilla,
confiando en que la otra
no le reconocería
y, metiéndose en la cama,
se encomendó a Santa Rita.
Mas no le sirvió de nada
y, al poco, la campanilla
de la puerta le anunció
que llegaba la niñita.
«¡Ay, qué ojos tan grandes tienes!»,
le dijo Caperucita...
(Este trozo me lo salto,
que es historia muy sabida).
Baste decir que la joven
iba muy poco vestida
y el mecanismo del lobo
funcionó como solía.
El final de este relato
es que en esa cama misma
la niña y el lobo hacen
un sin fin de guarrerías
y que, al final, del esfuerzo
de actividad tan continua,
estando ya hecho unos zorros,
el lobo, extenuado, expira.
Aquí se acaba la historia;
dadme alguna monedita
para que me compre pan
y sacie esta hambre cochina,
y así poder ir tirando
en espera de ese día
en que haga con esta historia
tan picante y tan bonita
un best-seller o un guión
porno, para una película.
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