¡Buenas noches y buena suerte!

 

 

          Si queremos películas en las que los periodistas aparezcan como héroes no inferiores a Superman o al Guerrero del Antifaz, tenemos un montón, empezando por Good Morning, Vietnam!, en la que el protagonista es un locutor bocazas al que el ejército censura por políticamente fastidioso. Hay muchas así.

          Pero esta es paradigmática (signifique eso lo que signifique). En 1953 los Estados Unidos temblaban flánicamente ante la amenaza comunista. La Unión Soviética jugaba a construir su bomba atómica y Mao llegaba al poder con intención de cortar unas cuantas cabezas. La gente había dejado hasta de comer fresas, de puro miedo a todo lo rojo. Entonces llega el senador Joseph McCarthy, paladín del anticomunismo, y comienza a hacer su republicana gana, ya que no real. Establece comités, fomenta delaciones, paga horas extras a los espías, hace reformas en las cárceles para añadir más celdas, se pasa la Primera y la Quinta enmiendas por el arc de triounphe (en francés la expresión queda menos cruda) y desata un furor patriótico a nivel nacional que se lleva muchas cosas por delante (la democracia y los derechos humanos, para empezar).

          En este contexto, al periodista televisivo Edward R. Murrow no se le ocurre nada más inoportuno que meterse a defender a un piloto al que han echado de las Fuerzas Aéreas porque su padre estaba suscrito a un periódico serbio (se había suscrito por error, ya que era analfabeto, pero eso no importa).

          McCarthy afirma entonces que Murrow es más comunista que Foma Stepánovich (el perro de Stalin). Viene a continuación una lucha pública en la que la televisión se pone en contra del gobierno (por primera vez en la historia del medio, que sepamos).

          El senador acusa Murrow de parecerse a Trotski cuando se pone de perfil y de haber pertenecido a un sindicato —lo que entonces equivalía a ser completamente de izquierdas, a más de zurdo— y este responde que nunca pagó la cuota del sindicato y que, por ende, no llegó a pertenecer a nada.

          Así van pasando los minutos de metraje, en los que el equipo de noticias se encarga pizzas y se enfrenta valientemente a las presiones corporativas, al tiempo que deja claro al público que el tal McCarthy era efectivamente un tal y un cual, al que le gustaba mucho presidir sesiones y darse importancia, para compensar el hecho de que su mujer no le tenía ni el más mínimo respeto y le pegaba con el rodillo.

          En la película hay secuencias angustiosas, como la historia de uno al que le acusan de ser comunista y, para evitarse el quebradero de cabeza de tener que molestarse en negarlo, se suicida (no sabemos cómo, porque hemos de confesar que en este trozo de la película nos dormimos).

          Esta caza de brujas acaba con una sesión plenaria de la Asociación de Directores de Radio y Noticias de Televisión, celebrada en 1958, en la que Murrow leyó un discurso impactante (como que llevaba redactándolo desde 1953, lo que son cinco años para hacer retoques). En él, Murrow regaña al público por dejar que le quiten la libertad televisiva que permite informar y educar. Se da aquí lo que en términos teatrales se conoce como un «¡Viva Cartagena!».

(Este término se refiere a una representación de zarzuela en Cartagena, en la que un tenor muy malo, que desafinaba un horror, fue abucheado repetidamente por el público, hasta que dejó de cantar, se adelantó a la batería y gritó: «¡Viva Cartagena!», consiguiendo que los abucheos se convirtieran en aplausos cerrados. Desde entonces se designa así a los finales triunfalistas que buscan el éxito fácil.)

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