Los gondoleros

 La de gondolero es una de las profesiones más feas que se conocen, por más que la mala literatura la haya encumbrado a unos límites de romanticismo rayanos con la ñoñería más exagerada.

          Analizando el asunto con rigor científico y las gafas graduadas de la objetividad, veremos que un gondolero no es ni más ni menos que un barquero como cualquier otro, sólo que con muchos más elementos negativos en su profesión. Por definición, los barqueros son personas que llevan a otros en sus barcas por una módica cantidad, lo que los convierte en profesionales útiles y honrados. Los gondoleros lo hacen a cambio de cantidades exorbitantes, lo que les incluye en el gremio de los salteadores de caminos.

          El localismo los convierte en especiales: sólo se consideran gondoleros los que trabajan en la ciudad de Venecia. Si llevas una góndola en Rotterdam —es un ejemplo— o en cualquier otra ciudad con canales, no te llamarán gondolero, sino algo distinto, probablemente. Si la llevas en Albacete —es otro ejemplo— ya no somos capaces de imaginar lo que te pueden llamar.

          Y como sólo los venecianos (específicamente varones e hijos de gondoleros jubilados) pueden desempeñar este oficio, nos encontramos con que es uno de los más discriminatorios del mundo. Sí, señores: un japonés puede ser profesor de flamenco, un camerunés puede ser Policía Montado del Canadá, pero si no eres de Venecia —aunque seas de Cavallino-Treporti, que es un pueblito que está justo al lado, a un tiro de piedra— no te dejan gondolear. Eso es de un racismo que espanta.

          La góndola, todo hay que decirlo, es una pequeña embarcación sin palos ni cubierta, un bote de remos vulgar y corriente que fue durante siglos el principal medio de transporte de la ciudad, cuando los venecianos aún no habían aprendido a nadar. Desde el siglo xviii hubo en Venecia miles de gondoleros, a cuál más presumido. En la actualidad sólo quedan algunos centenares, dedicados al trasiego de turistas que se hacen fotos con palos de selfie[1].

          El gondolero rema siempre de pie en la popa de la góndola, porque si rema sentado tiene por ley que cobrar una tarifa menor. Se supone que debe saber cantar canciones de amor, para disfrute de sus pasajeros. En la escuela de gondoleros les examinan de esto también. Pero los alumnos saben que todos los años cae la misma pregunta en el examen final: la famosa canción napolitana O sole mio. (El año que pusieron Funiculì funiculà suspendieron todos los de esa promoción).

          El uniforme es preceptivo. Consiste en una camiseta de rayas horizontales, blancas y negras, algo semejante a un disfraz de cebra. El atuendo se complementa con un sombrero de paja de ala ancha con una cinta negra, como si el barquero llevara luto por los pasajeros ahogados. Tanto el sombrero como la camiseta son propiedad del Ayuntamiento y, si te despiden de tu empleo de gondolero, tienes que devolverlos para que los usen otros. Igual sucede cuando te vas de vacaciones o coges una baja por enfermedad. Como estas camisetas tienen talla única, se espera de estos señores que sean más bien delgados y sólo aprueba el examen de gondolero el que tiene un perímetro torácico de reducidas dimensiones y cabe en la susodicha camiseta. Se aduce que los gondoleros obesos reducirían el romanticismo del paseo, pero la razón para no contratarlos es muy otra.

          Estos señores son, además, cucos, y se han inventado una falsa tradición que redunda doblemente en su beneficio. La cosa es como sigue. Convencen a las parejas de enamorados que se suben en sus barcas de que si se besan cada vez que pasan por debajo de un puente, su amor será eterno. En los canales hay, claro está, muchísimos puentes, así es que las parejas se besan una y otra vez, hasta que se excitan sobremanera y se despierta en ellas el deseo de irse corriendo al hotel a consumar cosas. Entonces se bajan a mitad de trayecto (con lo que el gondolero tiene que remar menos a cambio de una tarifa que ya ha cobrado por adelantado). No sólo esto, sino que el propio contento provocado por la expectativa del placentero coito pone a los turistas de muy buen humor, por lo que le dejan al gondolero una propina principesca.

 



[1] Hay turistas peores aún, que no se montan en góndolas, sino en unas embarcaciones a motor, llamadas motoscafos, muy horteras pero bastante más baratas.

 

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