Akenatón

 

 


Hubo una vez un faraón caprichoso que, como suele decirse vulgarmente, la lio parda. A los egipcios les gustaba tener muchos dioses, para que se repartieran el trabajo de protegerles, pero el faraón Amenophis IV decidió jubilar a todas las deidades menos a una e implantar el culto monoteísta (que no consistía en adorar a un mono, como creen algunos, sino en adorar a un solo dios). Se armó una gran trapatiesta religiosa, porque unos estaban de acuerdo con esta decisión de que solo existiese el dios Amón (el sol) y otros, no. Se pelearon un tiempo, pero a Amón nadie le preguntó qué opinaba él al respecto. El faraón obligó a sus súbditos a obedecer pero, cuando se murió, los súbditos volvieron a poner todo como estaba. Pero veámoslo detenidamente.

 

Amenophis y su reinado

Por qué quiso Amenophis complicarse la vida y complicársela a sus súbditos es uno de esos misterios de ese maravilloso país donde hace mucho sol y donde, sin embargo, anochece a diario. Mil cosas hay aún que de él ignoramos. Para desvelar sus enigmas harían falta no uno, sino muchos champolliones. Como todos ustedes sabes y, si no lo saben, hacen mal en no saberlo, Champollion fue un egiptólogo francés (¿o era ruso?), muy amigo del polvo y de la basura que, a fuerza de buscar por los sitios más cochambrosos, acabó por encontrar una tumba egipcia llena de tesoros. Pero los descubridores de los secretos ignotos del pasado no surgen a placer, así es que hoy en día seguimos sin tener ni idea de por qué Amenophis hizo lo que hizo.

Este buen señor era faraón egipcio de la XVIII dinastía de Egipto, según se entra.

Su vida fue ya un jeroglífico en sí. Era hijo de Amenoteph III y se casó con su hermanastra, Nefertiti. Ambos tuvieron varios hijos (Tutankamón, Anjesepaatón, Neferneferuatón, Setepenra, Neferneferura, Meritatón, Meketatón, Anjesenpaatyón y otros más), de los que nunca consiguieron aprenderse los nombres y a los que conocían y llamaban por el número de orden.

Amenophis emprendió diecisiete campañas militares contra el imperio mitani, con la dificultad que ello conllevaba, ya que nadie sabía muy bien quiénes eres los mitanis ni dónde tenían el imperio. Pero en la antigüedad tales cosas eran posibles. Esta política imperialista de expansión hizo que la hegemonía de Egipto fuera reconocida en todas las naciones civilizadas, desde Babilonia hasta el Egeo, pasando por Euskalerría, que ya entonces era una gran nación diferente de todas las demás y muy superior a ellas, si hemos de creer a sus libros de texto.

Los logros políticos y sociales de Amenophis fueron importantes. Fue el primer faraón que se atrevió a llevar la falda por encima de la rodilla, en contra de la voluntad de los dioses y de los sacerdotes. Se le atribuye, además, la invención de la letra de cambio, aunque se rumorea que le copió la idea a un tipo que había venido de Mesopotamia. El faraón alegó que su escriba se había confundido al transcribir cosas.

Hizo construir muchas fuentes en muchas plazas públicas y dejó instrucciones a sus herederos para que ellos, a su muerte, pusieran el agua.

Dictó una famosa ley contra vagos y maleantes, así como una divertida ley que limitaba el contenido de los jeroglíficos que se podían tallar en las paredes de los sitios. Un contemporáneo suyo implantó años más tarde esas leyes en donde pudo y se hizo famoso por ello.

Bajo su férula Egipto prosperó y el Padre Nilo no ahogó a casi nadie.

Amenophis quiso experimentar con las nuevas tecnologías y mandó que le construyeran su pirámide mortuoria no de piedra, sino de un material desconocido y no probado hasta entonces. La pirámide se desintegró y no tenemos por ello restos de tan gran monarca.

Sólo nos han llegado de él tres recuerdos: su cara en un bajorrelieve, donde se aprecia claramente que tenía el tabique nasal desviado, la información de que le gustaban a rabiar las habas fritas y un verso sobre él, destinado a cantarse con acompañamiento de cítara y caramillo.

 

La «ocurrencia» de Amenophis

La cosa fue tan sencilla como el hecho de que dios el Atón (que pese a que junto con los olvidados Shu y Tefnut formaba la tríada creadora, no era más que un dios secundario) le cayó a Amenophis más simpático que Amón, que era el que hacía furor entre el populacho. Y por el aquel de imponer su criterio —ya que era el faraón y debía mantener su autoridad si no quería que las gentes le tomaran por el pito del sereno— prohibió el culto a todos los demás dioses. Abandonó su nombre (que siempre le había parecido un tanto cursi) e hizo que le llamaran ya en adelante Akenatón, que significa algo relacionado con Atón.

Se dan otras razones para este cambio religioso.

Los historiadores más crédulos aseguran que el faraón contó en confianza a una tía suya muy querida que el mismísimo dios Atón se le apareció una noche en sueños, amenazándole con su ira divina si no le daba un poco de protagonismo. Otros especialistas más escépticos aseguran que el dios no se le apareció en absoluto, sino que el faraón soñó todo aquello como consecuencia de haberse comido la noche antes una ensalada de pimientos.

La crítica marxista afirma que todo se debió a que los sacerdotes del culto a Amón obtenían en donativos más dinero y regalos que los de otros dioses y que Amenophis se propuso promocionar a su dios particular para privarles de estos privilegios para que no se le subieran a la chepa más de lo que ya lo hacían. Según esta interpretación, la instauración de la nueva religión se debió a motivos tanto espirituales como políticos, como suele suceder.

 

El atonismo

Atón se representaba como un gran disco solar, de color amarillito, como el que pintan los niños en el colegio cuando son pequeños. Del sol salían unas manos para recoger las ofrendas de los devotos, porque los tiempos estaban mal y no era cosa de ir desperdiciando donativos. No se han conservado imágenes antropomórficas del dios, aunque sí alguna zoomórfica (concretamente un pato del Nilo, con el refulgente sol grabado en su pico).

No sólo se construyó en Karnak en honor al dios un templo tan descomunal que te salía barba si te empeñabas en darle la vuelta, sino que se construyó toda una ciudad, una capital político-religiosa con teatros, casinos y hasta paseo marítimo, por si en algún momento llovía mucho. Esta urbe recibió el nombre de Akhetatón (la actual Amarna). En ella había templos con grandes patios, ya que el culto al sol debía hacerse al aire libre, porque en los interiores no se le veía. (Los eruditos no supieron explicar por qué decayó en un momento concreto el culto a Atón; lo diremos aquí: la mayor parte de sus fieles devotos murió de insolación.)

El faraón se erigió en cabeza de aquella iglesia monoteísta, algo así como la reina de Inglaterra, pero sin sombrero. Obligó a los sacerdotes amonianos a aceptar la jubilación forzosa, suprimiendo así de un día para otro la casta sacerdotal.

Pero como dijo Heráclito (que, por cierto, aún no había nacido para aquel entonces), «todo fluye, nada permanece». Las cosas cambiaron rápidamente, pues a la muerte de Akenatón el pueblo no tardó ni medio minuto en volver a adorar a los dioses de siempre.

La moraleja que se extrae de este episodio y del olvido en que cayó el atonismo es clara, contundente y políticamente desalentadora: ya puedes intentar llevar a cabo todos los cambios que se te ocurran, acertados o no, que siempre habrá un montón de gente dispuesta a ponerte la zancadilla y a hacer que las cosas se queden como estaban.


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