Poco se sabe del sexo en Babilonia.
Afortunadamente para los historiadores, en 1910 se estrenó una opereta cómico-burlesca —La corte de Faraón— en donde se aclaraban muchos aspectos del temperamento babilonino. Una señorita con menos ropa que vergüenza salía y cantaba:
Son las mujeres de Babilonia
las más ardientes que el amor crea,
tienen el alma samaritana,
son por su fuego de Galilea.
Cuando suspiran voluptuosas,
el babilonio muere de amor
y cuando cantan ponen sus besos
en cada nota de su canción.
¡Ay, ba..., ay ba..., ay, babilonio que marea,
ay, ba..., ay, ba..., ay, vámonos pronto a J...udea!
¡Ay, vámonos p’allá!
Con esto ya no quedaba la menor duda sobre la fogosidad de esta civilización, que se especializó algo más que en fabricar ladrillos.
Miren si estarían apetecibles las mujeres babilónicas, que el Estado se las quedó para sí y las hizo propiedad suya. No iba a permitir que fueran posesión de ciudadanos corrientes y molientes. Al rey y a sus funcionarios les tocaba la labor de casarlas, tras una curiosa subasta. Con lo que se ganaba con las guapas, se pagaba la dote de las feas. Cuando las feas eran más y el dinero no alcanzaba, se iba rebajando el precio hasta darlas gratis o incluso regalándole un juego de sartenes al que cargaba con ellas.
De esto se deduce que el sexo masculino era el que llevaba los pantalones en un tiempo en el que todos vestían túnicas (quizá los llevaban debajo, aunque con el calor que hace por allí, no les arrendamos la ganancia).
Las mujeres, pues, estaban consideradas como ganado, por debajo de las cabras, aunque por encima de las ovejas. Su deber era procrear maridos, limpiar a los hijos y darle placer a la casa o cualquier otra combinación moralmente más satisfactoria.
La poligamia masculina estaba bien vista. De hecho, si no tenías varias esposas, se decía de ti que si sí, que si no, que si ¡vaya usted a saber! La mujer tenía que ser monógama, aguantarse e incluso lavarle los pies a la primera esposa si los tenía sucios. El marido podía repudiar a su mujer si era estéril, si le olía el aliento o incluso si tenía voz de pito y chillaba mucho.
El emperador Hammurabi, en el siglo II a. C. (o por ahí: no estamos muy seguros) hizo leyes para proteger la propiedad y, como la mujer era una propiedad, quedó incluida en ellas y consiguió algunos derechos indirectos. No es que el Estado se interesara mucho por la vida amorosa de sus vasallos, como si el Estado fuera una «vieja del visillo», pero no permitía que nadie mermará bajo ningún concepto el patrimonio común.
Los imperios necesitaban soldados para la guerra y mano de obra para las ciudades, por lo que si un hombre seducía a una virgen, le obligaban a casarse con ella para que mantuviera a la prole y que el Estado no tuviese que gastarse las perras en orfanatos e instituciones de ese estilo. Por ello, los crímenes sexuales se castigaban severamente para preservar los linajes. El adulterio se penaba encadenando a las dos partes y echándolas al agua o bien cortándole la nariz a la adúltera y castrando al adúltero, a elegir.
Un último dato sexual fue el culto orgiástico de Milita, la gran diosa mesopotámica (que no era otra sino la Afrodita de toda la vida y que todos conocemos), que incluía un erotismo de no te menees (o, por el contrario, de «menéate todo lo que puedas»). Heródoto cuenta (este señor no paraba de contar cosas de todos los sitios a los que había ido de vacaciones) que los babilonios tenían una ley muy vergonzosa y avergonzante, porque toda mujer nacida allí estaba obligada una vez en la vida a ir al templo y entregarse a un extranjero. El historiador lo narra con todo lujo de detalles y parece recordarlo con especial nostalgia, por lo que deducimos que se puso en la fila de los extranjeros que esperaban y que la que le tocó en suerte cuando le tocó el turno le tocó muy bien.
Cuando había más mujeres que extranjeros, no se emparejaba automáticamente a los recién llegados, sino que ellos elegían. Se dieron casos de mujeres poco agraciadas que tuvieron que estar hasta tres y cuatro años en el templo, en espera de que llegara algún forastero con cataratas.
Se ha hablado del culto a dioses como Baal-Fregor, al que se adoraba haciendo unas infernales barbacoas y tocando unos instrumentos que sonaban a rayos, mientras los efebos se masturbaban desenfrenadamente y hasta hacían usos indebidos y repugnantes de los perros que se acercaban por allí atraídos por el olor de las salchichas y de las pancetas que se asaban en la parrilla. Pero no hay que hacer mucho caso, porque la gente es exagerada por naturaleza.
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