La jota

 

PROYECTO DE APUNTE DE BOSQUEJO PREVIO DE UNA INTRODUCCIÓN PROVISIONAL Y ESQUEMÁTICA DE BORRADOR DE PRIMER ESTUDIO PARA EL ESBOZO DE UN ACERCAMIENTO CRÍTICO A ALGUNOS ASPECTOS ILUSTRATIVOS QUE SIRVAN PARA EMPRENDER EL INICIO DE UN INTENTO DE COMIENZO DE ANÁLISIS PRELIMINAR DE LA JOTA ARAGONESA

 
La jota es la representación de un sonido de articulación fricativa, velar y sorda que se produce en un punto más interior que el de las otras velares...
(Esperen, que nos hemos equivocado de acepción al copiar de la enciclopedia de donde estamos sacando todo esto.).
La jota es, por excelencia, el baile típico de Aragón. Las coplas que lo acompañan sirven también para rondar...
(Ahora sí. Seguimos.)
... para rondar y para cantarlas a dúo, en las que se llaman «de estilo».
(Lo que viene a continuación es muy largo y no estamos dispuestos a perder el tiempo trascribiéndolo todo. Vamos a hacer un resumen muy sintético.)
La jota es bella. Surge en el siglo xviii. Se toca con instrumentos. Se canta con la boca. Se baila con las piernas.
Es heptafraseada. El canto es homófono u unisonal. La música es diatónica, ternaria, con modo mayor y de séptima dominante. Tiene preludio y postludio. (No sé si la información que contiene este párrafo les aclara algo a ustedes. A nosotros, desde luego, no.)
Joteros famosos fueron el «tío Chindribú», el «Royo del Rabal», Marianico «el del Gas», el «tío Lereta», el «Andorrano», el «Tuerto de Tenerías», Andresico «el Leñador», Cirilo «el Boniquete», el «Capacero», el «Triguero», Eustaquio «el Carabinero», el «Chato de Casablanca», el «Pastor de Andorra» y algún otro que sentimos no recordar.
Algunos ejemplos de jotas que nos han llamado poderosamente la atención:

Pa escribirte una cartica
preparé pluma y tintero
y eché a perder la moqueta
pues tropecé y se cayeron.

*        *        *

Las escaleras de casa
ahora acabo de contar:
hay cincuenta pa subir
y otras treinta pa bajar.

*        *        *
A donde quiera que miro
me paice que te estoy viendo;
anoche, en un descampao,
me diste un susto tremendo.

*        *        *

Dile de mi parte al cura
que me dé por confesao
pa que no acabe conmigo
de cómplice en el juzgao.

*        *        *

Aunque tu padre es sereno
no lo puede remediar:
si nos ve en la cama juntos
pierde la serenidá.

*        *        *

Hoy me he casao con la Trini
y m’han regalao una plancha;
esto segundo es mejor,
pues, si no pita, la cambias.

*        *        *

Por amarse se murieron
los amantes de Teruel;
desque te vi sin la faja
quiero morirme también.

Reseñas de libros excelentes (5)


 

 

La nefasta lectura

 

Como siempre se habla de lo buenos que son los libros, conviene, para variar, disentir alguna vez que otra, como hacemos aquí.

        Ante la profusión de opiniones encomiásticas de los libros como vehículos de cultura no deja de ser curioso notar como no todos los pensadores comparten este entusiasmo. Montesquieu, hizo una deliciosa observación al respecto en su obra Lettres persannes [Cartas persas]: «La naturaleza había sabiamente dispuesto que las tonterías de los hombres fuesen pasajeras y he aquí que los libros las hacen inmortales.»

        Grandes sabios coinciden en que la escritura es un mal invento. Sócrates (uno de los más grandes filósofos de la antigüedad, iniciador de una importantísima tradición erudita, que dio su nombre a una conocida marca de cuerdas de guitarra), fue un defensor a ultranza de la palabra hablada como medio de impartir enseñanzas. Sentía repugnancia ante el concepto del libro escrito (alguna vez está documentado que incluso vomitó) y lo consideraba como uno de los recursos fáciles y poco aconsejables con los que enseñaban los sofistas. Llegó a comparar a los libros con algunos políticos, que dan un mensaje pero que no son capaces de responder a preguntas, por lo que era únicamente un mal sustituto del profesor. Añadió que la práctica de escribir discursos o lecciones impulsaba a la imitación servil e incluso al plagio, desarrollándose la funesta costumbre de encargar a escritores de profesión los textos que se iban a emplear en las clases.

        Platón demostró que tampoco era manco y consideraba a los libros el origen de muchos males. En el diálogo Fedro hizo decir al personaje de Sócrates que de las dádivas concedidas por los dioses a los mortales, la escritura era la más perniciosa y le iba a acarrear al hombre infinitamente más perjuicios que beneficios. Hizo constar en otras obras su antipatía hacia los libros por lo que éstos tenían de cadavérico, de expresión paralítica. Además, el filósofo consideraba que la relación entre el escritor y el lector tenía algo de inmoral, puesto que el autor no puede responder a las objeciones del que le lee ni puede tampoco rectificar al lector que entiende en sus obras lo que él no ha dicho. O sea, que se despachó a gusto.

El mundo musulmán atacó a los libros con una lógica terrible. El califa Omar (siglo vii) mandó quemar los 400.000 manuscritos de la biblioteca de los Ptolomeos en Alejandría, para alimentar las calderas de los baños públicos. Para hacerlo, basó su acción en un razonamiento aplastante. Los libros pueden dividirse en dos clases: los que están de acuerdo con el Corán y los que no lo están. Los primeros deben destruirse por ser superfluos; y los segundos, por ser perniciosos.

En el mundo cristiano la escritura llegó a considerarse pecaminosa. En el siglo xii muy pocas personas sabían escribir: el pueblo llano era prácticamente analfabeto y muchos nobles casi no podían firmar con su nombre. En esta situación, se consideraba que tener la capacidad de redactar un libro podía conducir al pecado de soberbia. Cuando la Iglesia permitió que sus monjes compusieran obras literarias —exclusivamente de tipo religioso y moralizante— obligó a sus autores a dejarlas inéditas y a redactarlas en un estilo impersonal que no permitiera reconocer al autor, para que un posible éxito de las mismas no incitara al orgullo y a la soberbia de sus creadores.

        No sólo los tontos declarados se adhirieron a esta teoría: algunos científicos también lo hicieron. El gran astrónomo danés Tycho Brahe (Primer premio de un concurso de prejuicios sociales) consideraba por debajo de la dignidad de un aristócrata el escribir libros y se lo pensó mucho antes de redactar su pequeño tratado astronómico De nova stella, anno 1572.

        Cave ab homine unius libri [«Cuidado con el hombre de un solo libro»], dice el adagio latino. Y esto probó ser cierto en el caso de un gobernador del estado de Virginia, Sir William Berkeley, persona muy apegada a la Biblia. En un exceso de puritanismo, en 1670, se manifestó públicamente en contra de la cultura e hizo la siguiente afirmación: «¡Gracias a Dios que aquí no hay escuelas ni imprentas! El saber ha traído al mundo la desobediencia y la herejía, y la imprenta las ha propagado.»

Luego vino Johann Wolfgang von Goethe (otro que tal), quien afirmó que la palabra escrita era un mísero ersatz [«sucedáneo»] de la palabra hablada, sin voz que la llene y sin carne que la concrete.

        Algunos autores consideraron a los libros, como mucho, un medio fácil de ganar dinero. El poeta y novelista norteamericano Herman Melville, al ver que su novela Moby Dick no había tenido ningún éxito en el momento de su aparición, renunció a escribir y pasó el resto de su vida como empleado de aduanas del puerto de Nueva York, alejado de los círculos literarios y plenamente dedicado a su actividad burocrática.

        Finalmente queda Ortega y Gasset, quien explicó su tesis de «el libro como problema». Definió al libro como un saber «petrificado», algo que se dijo en una situación concreta y como reacción a ella. Por lo tanto siempre será incompleto, la mitad de sí mismo, pues no está completado con su contorno y su circunstancia. Además, la facilidad actual para leer —abundancia de libros, asequibilidad de los mismos, bibliotecas— hace que se lea demasiado. La comodidad de poder leer muchos libros ha acostumbrado al hombre medio a no pensar por su cuenta y a no reconsiderar lo que lee. Según su opinión, gran cantidad de los problemas actuales radican en que las cabezas medias están saturadas de ideas automáticamente recibidas desde los libros, entendidas a medias y desvirtuadas.

        Todo lo antedicho no tiene ninguna gracia; en cambio, es una gran verdad.

Marco Antonio y Cleopatra

 

Alejandría. Año 31. a. C. Palacio de Cleopatra (Cleopatra VII, la famosa: no la vayan a confundir ustedes con alguna tía suya que se llamase igual). En una tumbona con pinta de ser muy cómoda, Cleopatra y Marco Antonio folgan. Entra corriendo Akiki, que es un esclavo que viene con un susto que no se lame.

AKIKI.—¡Mi reina!
MARCO ANTONIO.—(Sorprendiéndose, pegando un bote y retirando una parte de su cuerpo de donde la tenía: no vamos a ser más explícitos.) ¡Rejúpiter! ¿Qué pasa?
AKIKI.—¡Mi reina! ¿Dónde estás?
CLEOPATRA.—(Saliendo desnuda de entre las sábanas y poniéndose las zapatillas.) Estoy aquí, Akiki.
MARCO ANTONIO.—¿Akiki?
CLEOPATRA.—Es mi eunuco de confianza.
MARCO ANTONIO.—(Vistiéndose apresuradamente.) Eso es una redundancia, Patra: todos los eunucos son de confianza; precisamente para eso se les eunuca: para poder confiar en que no podrán hacer nada que no deban. Y ya veo que se toma muchas confianzas, cuando así entra sin llamar en tus aposentos.
CLEOPATRA.—¡Ay, qué poco me gusta cuando te pones pedante, Tonio. (A Akiki.) Acércate. Ven, Akiki. ¿Qué quieres contarme? ¡Habla!
AKIKI.—(Lloroso.) ¡Oh, mi ama! ¡Una gran desgracia!
CLEOPATRA.—¿Qué sucede?
AKIKI.—¡La desdicha ha caído sobre nuestro reino!
MARCO ANTONIO.—Pero, ¿qué pasa?
AKIKI.—¡Estamos perdidos!
CLEOPATRA.—Sí, ya me imagino que algo malo se está cociendo, pero ¿qué?
AKIKI.—¡Los dioses nos han abandonado a nuestra suerte!
MARCO ANTONIO.—Es lo que suelen hacer casi siempre. ¿Qué noticias traes?
AKIKI.—¡Las peores!
MARCO ANTONIO.—Nada: que no hay manera de que se explique.
CLEOPATRA.—¡Akiki! Si no me dices tu mensaje en tu próxima frase, serás mañana el desayuno de mis cocodrilos.
AKIKI.—¡Ay, tengo muy mal cuerpo: les sentaré mal!
MARCO ANTONIO.—(A Cleopatra.) Tendrás que darle algunas frases más de margen.
CLEOPATRA.—¡¡Akiki!! ¡¡Por Osiris y su santa madre!!
AKIKI.—Geb
MARCO ANTONIO.—¿Qué?
AKIKI.—Geb, la diosa Tierra, es la madre de Osiris, mi reina. Lo he dicho para beneficio de tu amante romano, que seguramente lo ignora.
CLEOPATRA.—¡¡¡Habla de una vez!!!
AKIKI.—(Cogiendo aliento.) Octavio.
MARCO ANTONIO.—(Asustado.) ¡Sopla!
CLEOPATRA.—¿Estás seguro?
AKIKI.—¡Toma, claro! Ha desembarcado con sus tropas.
MARCO ANTONIO.—¿Cuántas tropas?
AKIKI.—Tropecientas.
MARCO ANTONIO.—(Aparte.) ¡Mecachis en la mar Tirrena!
CLEOPATRA.—(Sorprendida.) ¿Pero Octavio no había muerto?
MARCO ANTONIO.—¿Muerto?
CLEOPATRA.—Claro. Me aseguraste que en la batalla de Accio no solo habías hecho migas a su ejército sino que le habías matado.
MARCO ANTONIO.—¿Eso te dije? ¿Que le había matado?
CLEOPATRA.—Sí: que le habías matado personalmente.
MARCO ANTONIO.—¿Dije ‘personalmente’?
CLEOPATRA.—En efecto. Y hasta me describiste la cara de excruciante agonía que puso al morir a tus manos.
MARCO ANTONIO.—Bueno, puede ser que exagerase un poquito al contártelo. Ya sabes: para hacer la narración más amena.
CLEOPATRA.—(Enfadada.) Acabemos: ¿ha muerto o no?
AKIKI.—Yo diría que no. A no ser que Roma haya mandado a un triunviro de su mismo nombre y con unas narices muy parecidas a las suyas, yo diría que es él.
CLEOPATRA.—¡Me dijiste que venciste en Accio!
MARCO ANTONIO.—¡Vencer, vencer...! Eso es siempre algo muy subjetivo.
CLEOPATRA.—¿Cómo subjetivo?
MARCO ANTONIO.—Sí, querida Patra. Las mujeres no entendéis de estas cosas. En las batallas muere gente en los dos bandos, las cosas quedan igualadas, no siempre está claro de quién es la victoria.
AKIKI.—Yo te lo diré, mi reina: de quien no sale corriendo al acabar.
CLEOPATRA.—La verdad es que te apresuraste a venir.
MARCO ANTONIO.—Quería estar el mayor tiempo posible a tu lado antes de que...
CLEOPATRA.—¿De qué?
AKIKI.—De que viniese el muerto.
CLEOPATRA.—(Dándose cuenta de la situación.) ¿Qué vamos a hacer? Octavio es vengativo. Buscará por todo Egipto hasta dar con nosotros y no tendrá piedad. Y si nos encuentra, estamos perdidos.
MARCO ANTONIO.—¿Cómo vamos a estar perdidos si nos encuentra?
AKIKI.—(Aparte.)Yo juraría que este chiste lo he oído en una película de los hermanos Marx.
CLEOPATRA.—(Desesperada.) ¡Oh, Tonio! ¡Has hecho mal! ¡Has hecho mal!
MARCO ANTONIO.—(Avergonzado.) Lo sé, lo sé: debí matarle y vencer; pero eso es algo más difícil de lo que parece a simple vista.
CLEOPATRA.—¿Difícil? Cuando regresaste y me dijiste que habías vencido, lo creí. Siempre has sido un gran guerrero y en tu ejército había el doble de hombres que en el suyo.
MARCO ANTONIO.—Sí, pero mis hombres eran mucho más vagos que los suyos: este clima caluroso favorece la molicie y te deja el cuerpo fofo y blanduzco. Y en cuanto a lo de matar a Octavio, te diré: no es sencillo matar a un hombre.
CLEOPATRA.—¡Qué va! Es facilísimo. Mira: te lo demostraré.
(Coge un cuchillo de pelar fruta de un frutero y le rebana el cuello a Akiki, que muere al instante, poniendo todo el suelo perdido de sangre.)
AKIKI.—¡Agggggggggggg!
MARCO ANTONIO.—(Aparte.) ¡Mi abuela Agripina!
CLEOPATRA.—¿Lo ves? Y si con todo lo que quería yo a Akiki, que se había criado conmigo y era como un hermano, lo he podido matar tranquilamente y sin sofoco, mucho más fácil es acabar con un enemigo odiado como Octavio.
MARCO ANTONIO.—Lo que importa ahora es cómo escapar.
CLEOPATRA.—Sus soldados estarán ya al llegar. Si acaba de desembarcar cuando Akiki nos avisó, calculo que dentro de un cuarto de hora le tendremos aquí.
MARCO ANTONIO.—¡Un cuarto de hora!
CLEOPATRA.—Veinte minutos como mucho.
MARCO ANTONIO.—¡Tenemos que escapar! Seguro que este palacio tiene salida de incendios
CLEOPATRA.—Imposible. Nos encontrarían.
MARCO ANTONIO.—El reino es muy grande.
CLEOPATRA.—Pero soy la reina y todo Egipto me conoce.
MARCO ANTONIO.—¿Estás segura?
CLEOPATRA.—¡Anda este! Pues claro: ¿no ves que salgo en las monedas? Allí donde fuera a esconderme se sabría, se correría la voz.
MARCO ANTONIO.—A mí no me conocen. Podría huir disfrazado de vieja.
CLEOPATRA.—Tu acento te delataría.
MARCO ANTONIO.—¿Mi acento?
CLEOPATRA.—Sí; hablas un egipcio desastroso. Así es como los romanos habéis impuesto el latín en todo el mundo conocido: negándoos a aprender ninguna otra lengua.
MARCO ANTONIO.—Tendría que ser una vieja muda.
CLEOPATRA.—Con tus ricitos rubios no llegarías muy lejos. Y no tienes tiempo de teñirte.
MARCO ANTONIO.—¿Qué podemos hacer entonces?
CLEOPATRA.—(Con dignidad.) Morir.
MARCO ANTONIO.—Venga, piensa un poco, Patra. Tiene que haber alguna otra salida.
CLEOPATRA.—No la hay. Y así, de este modo, abrazando la muerte, nuestra historia de amor se haría inmortal.
MARCO ANTONIO.—¿Cómo?
CLEOPATRA.—Todos los célebres amantes han tenido un fin trágico que ha exaltado sus amores y los ha convertido en leyenda: Hero y Leandro, Dido y Eneas, Píramo y Tisbe, Proctis y Epimene...
MARCO ANTONIO.—Esos últimos no sé quiénes son ni qué les pasó.
CLEOPATRA.—Ni yo tampoco. Es algo que he leído en algún sitio. Como fuere, si morimos juntos se nos recordará por toda la eternidad.
MARCO ANTONIO.—Pues yo preferiría no morir, aunque se nos recordara solo algunos meses; o me conformaría con semanas.
CLEOPATRA.—Decídete, Tonio. Octavio está al caer y tenemos poco tiempo. ¿Te darás muerte antes que yo o después? ¿O prefieres que sincronicemos nuestros óbitos?
MARCO ANTONIO.—¡Caray! Es que una decisión así...
(Sale Amunet, otro eunuco.)
AMUNET.—¡Octavio se acerca, oh, gran señora!
CLEOPATRA.—(A Marco Antonio.) Este es otro eunuco de mi confianza. Se llama Amunet.
MARCO ANTONIO.—¿Es catalán?
CLEOPATRA.—¿Catalán?
MARCO ANTONIO.—Lo decía por el nombre.
CLEOPATRA.—Amunet es el nombre de una deidad muy respetada.
AMUNET.—¡Aguardo tus instrucciones, mi reina!
CLEOPATRA.—Bien. Los romanos nos invaden y no podemos resistir. En consecuencia, vamos a quitarnos la vida.
AMUNET.—Sí, mi ama.
MARCO ANTONIO.—Bueno, yo aún no no tengo claro del todo, porque...
CLEOPATRA.—Procurarás que nuestros cadáveres no caigan en poder de los invasores.
AMUNET.—En cuanto muráis, os arrojaremos a una pira que prenderé ahora mismo para que esté dispuesta.
CLEOPATRA.—Y cuando lo hayáis hecho, tú y toda mi servidumbre os suicidaréis asimismo.
AMUNET.—¡Faltaría más! Eso no hay ni que decirlo, majestad. Se da por descontado. ¿Cómo ibas a hacer el viaje al Reino de los Muertos sin tus fieles sirvientes. Sería impensable.
CLEOPATRA.—Contaba con ello.
AMUNET.—¿Mandas algo más?
CLEOPATRA.—Sí. Tráeme a quien ya sabes.
AMUNET.—Está durmiendo, mi señora.
CLEOPATRA.—Mejor: la despiertas y así vendrá de peor humor, que es lo que ahora me hace falta.
AMUNET.—Al momento. (Hace mutis.)
MARCO ANTONIO.—¿Quién va a venir, si puede saberse?
CLEOPATRA.—Coralillo.
MARCO ANTONIO.—¿Coralillo? ¿Es alguna bailaora flamenca, de esas que hay en la Hispania Ulterior?
CLEOPATRA.—¿Bailaora? ¡No, qué va! Es una serpiente mortífera que me trajeron de Nubia y cuya picadura no es solo mortal como la de la cobra, sino muy mortal. Me costó muy cara, pero viene garantizada.
MARCO ANTONIO.—¿Puedes explicarme esa diferencia sutil que haces entre mortal y muy mortal?
CLEOPATRA.—Con una picadura muy mortal te mueres en cuestión de segundos. Con una que sea solo mortal puedes tener una tremenda agonía de hasta diez o doce minutos. Así es que si antes de que te mueras te alcanzan tus enemigos, igual no te libras de que, además, te pinchen con una espada o con algo. Por eso Coralillo es un dinero bien invertido, pues todo será más rápido.
MARCO ANTONIO.—(Resignado.) Entonces me consuela tener a Coralillo.
(Sale Amunet, asaeteado por todas partes, tambaleándose y llevando en las manos una cesta. Con gran dificultad, atranca la puerta y luego cae al suelo.)
AMUNET.—¡Mi reina, tus enemigos ya están entrando en el pala... ya suben por las escale... date pri... aquí está Corali... me mue... me mue.... (Muere, dejando caer la cesta.)
CORALILLO.-¡Por fin libre! ¡Ya era hora! ¡Esa cesta era de lo más incómodo! (La serpiente se mete debajo de un mueble.)
CLEOPATRA.—¡Coralillo, no te vayas, que te necesitamos! Anda, Tonio: mete la mano debajo de ese triclinio y saca a Coralillo!
MARCO ANTONIO.—¿Que la saque?
CLEOPATRA.—¡Pues claro!
MARCO ANTONIO.—¡Me morderá!
CLEOPATRA.—Esa es la idea. Que te muerda y la sacas. Así podré morir yo también.
(Se escucha el ruido de soldados que llegan y los ayes de los guardias a los que van matando al acercarse.)
OCTAVIO.- (Dentro.) ¿Dónde está ese sinvergüenza de Marco Antonio, ese mentiroso redomado que ha ido diciendo por ahí que me ganó una batalla, cuando todo el mundo sabe que fue al revés?
CLEOPATRA.—¡Date prisa, que llegan!
(Marco Antonio mete la mano debajo del mueble y pega un alarido.)
MARCO ANTONIO.—¡¡¡Ay!!!
CLEOPATRA.—¿La tienes ?
MARCO ANTONIO.—(Agonizando en el suelo.) ¡Se me ha escurrido! Me mordió y la agarré, pero, luego se me ha escapado, la muy malvada!
OCTAVIO.-(Dentro.) ¡Tiene que estar aquí! ¡Soldados, derribad la puerta!
CLEOPATRA.—¡Hay que buscarla!
MARCO ANTONIO.—(Con un hilo de voz.) Búscala tú; yo ya estoy más para allá que para acá. Al final hemos dejado chiquitos a Proctis y a Epimene. ¡Hola, Caronte! ¿Cómo estás? Te imaginaba más delgado. (Muere.)
CLEOPATRA.—¡Tonio!
(Derriban la puerta y aparece Octavio, seguido de un montón de soldados romanos con las espadas ensangrentadas.)
OCTAVIO.—(Por Cleopatra.) ¡Hombre! ¡Mira quién está aquí! ¿Y Marco Antonio?
CLEOPATRA.—(Muy digna.) Has llegado tarde, romano. Mírale.
(Octavio ve el cadáver de Marco Antonio y se lleva un disgusto de aúpa.)
OCTAVIO.—¿Cómo? ¿He hecho todo el viaje desde Roma, que me he puesto malísimo en el barco y casi echo las tripas, para matar a Marco Antonio y cuando llego ya no lo puedo matar? ¡Hay que tener mala suerte!
CLEOPATRA.—Tu enemigo está muerto. ¿No era eso lo que querías?
OCTAVIO.—¡Qué va! Quería matarlo yo.
CLEOPATRA.—Coralillo se te ha adelantado.
OCTAVIO.—¿Coralillo? ¿Quién es Coralillo? ¿Alguna bailaora de la Hispania Ulterior?
CLEOPATRA.—¡Y dale! Coralillo es... bueno, no tengo ganas de contarlo otra vez.
(Coralillo sale de debajo el mueble.)
CORALILLO.-(Aparte.) Creo que están hablando de mí.
CLEOPATRA.—(Cogiendo a la serpiente y mostrándola a Octavio.) ¡Ya te tengo! ¡Pica! ¡Pica!
SOLDADOS.-¡Ag! ¡Lagarto, lagarto!
OCTAVIO.—(Huyendo despavorido.) ¡Por la loba que amamantó a Rómulo! ¡Huyamos!
(Octavio y sus soldados salen corriendo y no paran hasta llegar al puerto de Ostia, sin nave ni nada.)
CLEOPATRA.—¡Pica ahora! ¡Devuélveme el valor de mi dinero!
(Coralillo pica a Cleopatra en la punta de la nariz.)
CLEOPATRA.—¡Ah! Ya siento el dulce veneno en mis venas. (Cae junto a Marco Antonio, sin soltar a la serpiente.)  No tardaré mucho en reunirme contigo, mi amado. (A Coralillo.) Solo siento que me hayas mordido en sitio tan prosaico.
CORALILLO.-Puedo morderte en un pecho, ya sin veneno, solo por la apariencia. Queda más romántico y más sensual también.
CLEOPATRA.—Buena idea.
(Con sus últimas fuerzas, se destapa un seno y lo ofrece a Coralillo, que le pega un buen bocado.)
CORALILLO.-¡Ajajá! ¡Hecho!
CLEOPATRA.—¡Marco...! Te sigo allí donde estés.
(Cleopatra muere definitivamente, sin soltar a la serpiente, a la que sigue teniendo agarrada.)
 CORALILLO.-(Tras una pausa. Muy preocupada.)  ¿Y qué hago yo ahora? Porque cuando le empiece el rigor mortis me voy a ver en un apuro.

Valle-Inclán

 

Don Ramón María del Valle-Inclán y otras hierbas siempre pensó —con razón— que sin una personalidad atrayente no tenía nada que hacer en el mundo de las letras.

          Como físicamente no valía un pimiento y no era alto ni guapo ni nada, sino muy poquita cosa, decidió destacar por algún rasgo de su carácter. Lo de ser simpático lo tenía difícil, así es que optó por el extremo opuesto, en el que consiguió un pleno éxito como individuo odioso y repelente. No hay nada como encontrar la propia vocación.

          Un rasgo destacable de Valle es que fue un mentiroso irredento. De los detalles que sabemos de él, pocos son ciertos. Para empezar no se llamaba Ramón María, sino Ramon José, lo que era más usual y también más vulgar. Contaba que había que había nacido mientras su madre cruzaba la ría de Arousa, pero este testimonio era más falso que un sello de correos del siglo iv. Nació en un pueblo, Vilanova de Arousa, en una cama normal y corriente con un colchón de esos que había en los pueblos a los que se les iba el relleno por los lados y te quedabas durmiendo en duro, con solo una tela separándote de las tablas de la cama. Y en la parte delantera de su casa no había un escudo con un lema, como él se inventó más tarde, sino unos clavos de los que colgaban ristras de ajos, lo que parece mucho más verosímil.

          El episodio en el que perdió su brazo también está plagado de inexactitudes. Según la versión «oficial», discutió con su amigo Manuel Bueno por algo inane y en el transcurso de dicha controversia y sin que mediara provocación por su parte, recibió un bastonazo en el brazo. La herida se gangrenó y hubo que recurrir a la amputación. Valle afrontó la operación con valor, llegando a fumarse un puro en medio de la misma, y no se mostró rencoroso sino que siguió tratando a su amigo.

          La cosa fue algo diferente. Valle insultó a Bueno e intento rajarle con el cuello de una botella rota. Aulló de dolor durante la operación, como es lógico y humano, y puso a Bueno a caer de un burro, como es lógico y humano también. Sólo que él quería vivir por encima de la lógica y ser considerado sobrehumano.

          Presumió también de ser de haber sido «un avezado soldado en tierras de Nueva España», pero solamente nos consta que hubiera dado dos tiros en toda su vida. Uno de ellos se lo pegó a sí mismo en un pie, por no saber cómo llevar la pistola de forma segura, durante una expedición a caballo a las minas de Almadén, tras un movimiento brusco debido a su poca pericia en la equitación. El otro tiro fue pura fanfarronada egocéntrica. En una tertulia, como no hallaba momento de meter baza, sacó un revólver y disparó bajo la mesa. Cuando todos se callaron, sorprendidos, aprovechó para contar sus batallitas.

          Deseoso de lograr forma como fuere, recurrió a la política. Cuando el dictador Primo de Rivera prohibió los símbolos carlistas, Valle-Inclán, para conseguir titulares, alquiló un uniforme carlista en una sastrería de teatro y se paseó por la Puerta del Sol con una inmensa bandera, provocando a los guardias para que le detuviesen. Consiguió su objetivo de ir a la cárcel por dos o tres días, lo suficiente para salir en los periódicos. En la celda gritó desaforadamente que él era el mismísimo Alfonso XIII. (Pese a la errónea aura de progresista de que hoy goza, Valle-Inclán fue un carlista de corazón toda su vida, algo que muchos ignoran.)

En cierta ocasión, ya manco, entró en un famoso restaurante de Madrid —cuyo nombre omitimos por respeto— y pidió un filete. Obviamente, no podía cortarlo y culpó por ello al camarero del establecimiento. «¡Los filetes deberían servirse ya cortado en pedacitos!, exclamó. «¡Es una vergüenza que los clientes tengan que hacer todo el trabajo!». Y exigió que le cortaran su filete. Parece ser que el dueño del establecimiento se encaró con él y dijo algo así: «Le facilitaré que se coma su filete cuando usted me facilite que comprenda sus versos. Su poesía modernista es tan enrevesada que no se entiende y yo preciso también de un desglosador que me la descifre». Dicho lo cual, echó a Valle del restaurante. Éste luego contó que comiendo allí se había encontrado una perla dentro de una ostra y que nunca regresó para que no le pidiesen que la devolviera.

          Odiaba cordialmente a José de Echegaray, a quien envidiaba por haber ganado el premio Nobel de Literatura en 1904. Dieron a una calle de Madrid el nombre del dramaturgo y en ella vivía un amigo de Valle-Inclán. Cuando éste le mandaba una carta, en lugar de poner en el sobre el nombre de la calle, escribía «calle del viejo imbécil». A los empleados de correos les gustaba mucho que se insultase al pobre Echegaray y le hacían llegar las cartas sin más problemas. Valle contaba con lo mucho que nos gusta a los españoles denigrar a los otros españoles.

          Su animadversión hacia Echegaray (que nunca le ofendió ni contestó a sus ataques) fue siempre en aumento. El dramaturgo estrenaba siempre que quería y a Valle esto le sentaba como si le propinasen una patada en la boca del estómago. Asistía a todos los estrenos para luego ponerle verde y muchas veces se puso en pie en medio de la representación para discutir y decir a voz en grito que la comedia era un asco. Firmó también de mil amores una petición para que le retiraran el Premio Nobel, porque «no lo merecía en absoluto». Estas cosas solo pasan en España, promovidas por gentes como Valle.

          Hizo correr el bulo de que Echegaray era un marido engañado. Durante una conferencia dijo que don José estaba obsesionado con el tema de la infidelidad matrimonial y por eso lo tocaba en casi todos sus dramas, que eran «autobiográficos». Un joven le interrumpió y le afeó que hablara así. Cuando Valle le pregunto quién era, el otro le dijo que era el hijo de Echegaray, a lo que el gallego le respondió con una pregunta: «¿Está usted seguro?». Todos los espectadores le rieron la gracia a Valle, que consideró que había logrado un éxito popular llamando cornudo en público a alguien que nunca le había hecho nada y que no estaba allí para defenderse.

          No fue Echegaray la única persona a la que ofendió. Su amigo de siempre y acérrimo defensor Jacinto Benavente —otro dramaturgo de gran éxito, mientras que Valle no conseguí obtenerlo— dejó de hablarle por motivos que no se han sabido sabido nunca y que, por ello, no los podemos contar. (Podríamos inventarnos algo, como hemos dicho que ya hemos hecho antes, pero no sería lo mismo.)

          El dramaturgo Joaquín Montaner había estado en el comité organizador de la Exposición Universal de Barcelona de 1929, a la que no se había invitado a Valle (aunque Montaner había votado a su favor.). Pero Valle no perdonó que le hubieran dejado fuera de aquel cotarro mientras que otros escritores sí tenían su lugar y fue al estreno de la obra El hijo del diablo, de Montaner, con el firme propósito de reventarla. Se puso en pie varias veces durante la representación de la obra hasta que le hicieron callar. La protagonista, la gran Margarita Xirgu, a causa de este continuo hostigamiento, acabó llorando y con un ataque de nervios, casi incapacitada para finalizar la función. Éste era el respeto de Valle por el arte teatral.

          Mariano Azaña propuso su nombre para la presidencia del Ateneo de Madrid, pero resultó que a Valle le habían expulsado años antes porque se había negado a pagar ninguna cuota, alegando que su sola pertenencia a esa docta institución era bastante regalo para ella y que él no debería pagar por ser ateneísta, sino que le tenían que pagarle a él.

          Se opuso radicalmente a la neutralidad durante la Primera Guerra Mundial. Insistió en que los jóvenes españoles debían ir a la guerra lado de los aliados y que cuando vencieran, España debería recibir como premio algunas colonias en el Mediterráneo oriental.

          Viéndose cercano a la muerte, escribió un poema titulado Testamento en el que se metía por anticipado con los periodistas que fueran a cubrir la noticia, envidiando sus emolumentos:

 

Te dejo mi cadáver, reportero.

El día que me lleven a enterrar

fumarás a mi costa un buen verguero,

te darás en «La Rumba» un buen yantar. […]

Para ti mi cadáver, reportero;

mis anécdotas todas para ti.

Le sacas a mi entierro más dinero

que en mi vida mortal yo nunca vi.

 

Estos versos nos parecen el colmo de la envidia y de la mezquindad. Si tras su muerte nadie hubiese escrito nada sobre él, su cadáver habría dado un vuelco en la tumba. Y si los periodistas hacían su necrológica, ¿qué pretendía Valle? ¿Qué no cobraran por su trabajo? ¿Que por ser vos quien sois se la hicieran gratis?



Voy a dar voces

 

No es no es que les vaya a chillar, sino que propongo palabras para que amplíen ustedes su vocabulario.

          Son voces relacionadas con los libros, porque algunas son en extremo curiosas y desconocidas, y ya es hora de que se utilicen de manera más generalizada. (También daré algunas apócrifas, de mi propia cosecha.)

          Entre las clásicas están:

          Bibliátrica, que es el arte de arte de restaurar los libros que se han roto por falta de cuidado o por haberlos usado para calzar la mesa de la cocina;

          Bibliopege, que define al encuadernador de libros, aunque es poco probable que los encuadernadores sepan cómo se llaman;

          Bibliognosta, el conocedor de libros; éste sí que lo sabrá, seguramente;

          Bibliósofo, «aquél que ama los libros». Esta palabra define al secretario o tenedor de libros vulgar y corriente;

          Bibliótata, bonita palabra que nos habla de una persona indiferente a los libros que posee: la mayoría. En realidad se trata de bibliofobia encubierta;

          Bibliótafo es aquel que no presta sus libros. Y hace muy bien, porque para devolver libros prestados hay que tener un gen especial, del que parece carecer la especie;

          Bibliópola, el librero de toda la vida, pero en culto;

          Bibliopea es el arte de hacer un libro, aunque no queda claro si el término se refiere a redactarlo o a imprimirlo, pero lo dejamos así;

          Bibliopepsia define a la propensión a la lectura apresurada, fragmentada y sin aprovechamiento.

          Y ahora vienen los términos que yo propongo. Se dividen en dos clases; 1) nuevas acepciones para palabras ya existentes, y 2) neologismos puros y duros salidos del caletre de un servidor.

          Nuevas acepciones:

          Bibliografía: Un libro sobre el que se ha pintado garabatos. Suele pasar mucho con los libros de texto de los niños.

          Biblioteconomía: Arte de no gastarse ni un duro en libros, leyéndolos en las bibliotecas públicas, que son gratuitas.

          Bibliomancia: Arte de adivinar qué libro ganará el próximo premio Planeta, para poder hacer apuestas y sacarse un pico.

          Bibliolito: Un libro pétreo, como un ladrillo, que no hay dios que lo lea.

          Y los nuevos términos:

          Bibliocefalia: Dolor de cabeza producido por la lectura de libros.

          Bibliódromo: Lugar donde se efectúan carreras en las que los corredores van cargados con libros.

          Biblioginia: Novelas para feministas.

          Biblioplegia: Golpe asestado con un libro.

          Bibliorragia: Característica del mundo actual, donde brotan libros por todas partes.

          Biblitis: Acción de hincharse un libro, por ejemplo, a causa de la humedad.

          Biblioma: Libro pernicioso, considerado como un cáncer cultural.

          Bibliopiteco: Un mono salido de un libro; por ejemplo, la mona Chita, que aparece en las novelas de Tarzán.

          Biblionauta: El que viaja encima de un libro. (¿Por qué no? Cosas más difíciles se han visto.)

Cómo usar las mayúsculas

 

Otro escrito para enseñar a escribir a mis contemporáneos (¡ay, qué cruz!).
          Vivimos en la sociedad de la información y, por eso, precisamente, de tanto leer periódicos, la gente se ha olvidado de escribir bien.
          Menos mal que estoy yo aquí para intentar solucionarlo, menos mal que estoy dispuesto a hacerlo y menos mal también que soy generoso y lo haré gratis.
          Empezaremos con unas reglas de ortografía básica. Por ejemplo: las mayúsculas, llamadas también ‘versales’ o letras de imprenta. ¿Por qué se llaman ‘versales’? La respuesta es sencilla: porque son más grandes que las versalitas. ¿Por qué se llaman letras de imprenta? Para diferenciarlas de las letras de cambio. En el mundo anglosajón se las denomina ‘Capital letters, lo que no quiere decir que se puedan escribir sólo en las capitales, porque en los pueblos también se puede. Tampoco es que sean letras millonarias y dispongan de un capitalito, porque las letras no están autorizadas a abrir cuentas bancarias (a excepción de la K, a la que las entidades bancarias le dan un trato de favor).
          Algunos idiomas no tienen letras mayúsculas. Por ejemplo: en el alfabeto vasco no hay mayúsculas (ni minúsculas, si a eso vamos, porque el alfabeto vasco no existe. Y yo creo que si presumen tanto de lengua e idiosincrasia propias, no tendrían que tomar prestado nuestro alfabeto, que no deja de ser un producto del imperialismo cultural de la península romanizada. Así es que ya lo sabéis, nacionalistas: inventad vuestros propios garabatos si queréis presumir.)
          Nadie usa bien las mayúsculas. Los hay quienes escriben:
          «¡Eres un grandísimo Cabrón!»
          Esto puede perfectamente ser verdad, pero no justifica en absoluto el empleo de las mayúsculas en un nombre común. Este fallo lo cometen especialmente los místicos de la New Age cuando escriben cosas como:
          «El Amor es la Fuente de la Vida y pone en Conexión Mística el Alma del Ser con la Fuerza del Yo Interior y del Tú Exterior en el Plano de lo Inmarcesible.»
          No se deben emplear para cosas de las que hay mucho. Por ejemplo, meses o días de la semana. Éstos van en minúscula siempre, porque hay muchos mayos y muchos agostos, así como muchos juéveses y viérneses.
          Los movimientos culturales y políticos lo embrollan mucho, porque no se usa la mayúscula en movimientos artísticos (el renacentismo), pero sí en las épocas históricas (el Renacimiento). Las mentes sutiles capaces de retener esto escasean. Véase: «La II República Española se llamó así porque fue la segunda república española.» La corrección marea.
          Igual follón causan las marcas usadas como nombres propios: «Me tomaré una cocacola de Coca-Cola porque las cocacolas de Pepsi Cola no me gustan.» O las asignaturas: «Aprendí medicina estudiando Medicina.» (¡Qué ejemplo más tonto, por Dios!)
          Poner en mayúscula una letra en medio de una palabra no es sólo incorrecto, sino hasta de mal gusto: «macaRrones».
          Hay palabras curiosas que se escriben de diferente forma dependiendo de la ciudad donde te encuentres, por raro que esto pueda parecer. Si estás en Burgos y dices «Hoy lloverá en la península Ibérica», es correcto. Pero si estás en Tenerife y afirmas «Mañana me voy a la Península», también es correcto, lo que es un lío aquí, en Tenerife e incluso más lejos.
          Las obras artísticas conocidas por el nombre de su creador no llevan mayúsculas, como en las siguientes frases:
          «Han robado un picasso y era tan feo que los ladrones lo han devuelto al museo por correo postal.»
          «Al día siguiente de comprármelo, mi agatharuizdelaprada se me rompió por el forro.»
          «En este festival de cine se proyectarán dos almodóvares, tres lumets y dos cecilbedemilles en las sesiones retrospectivas.»
          Graves errores se cometen en los títulos de las películas, en cuya cartelería se abusa de las mayúsculas: Woody Allen: Todo lo Que Usted Quiso Saber Sobre el Sexo y No Se Atrevió a Preguntar. Eso es culpa del inglés, donde mayuscular los sustantivos, verbos, adverbios y adjetivos sí es correcto. Nuestro papanatismo nos lleva a imitarles.
          Hasta aquí las reglas más habituales.
          Pero ¿y cuándo no estén seguros de cómo escribir? ¿Qué hacer ante la duda? Podría decirles que miraran el diccionario, pero allí todo viene con minúscula, así es que no sirve. Pueden escribirme y preguntármelo, aunque creo que ésta es una oferta de la que muy pronto me arrepentiré.