Autores con pluriempleo

 

Señores: la literatura no da para vivir, créannos. Si alguno pensaba dedicarse a ella y escribir sin que le cortasen la luz por falta de pago, que desista de inmediato.
          Para aquellos que hemos elegido esta vida y que ya nos la han cortado (la luz), no hay marcha atrás y solo nos resta el insuficiente consuelo de pensar que los autores famosos no lo pasaron mucho mejor en el pasado, como suele pasar. Tanto es así que todos tuvieron que desempeñar oficios paralelos para ganar lo suficiente como para sobrevivir vivos sin morirse muertos.
          Ofrecemos una relación de grandes escritores pluriempleados.

Jack London, novelista y buscador de oro
Este estadounidense aunque bizco novelista autodidacta fue vagabundo, marinero, periodista, obrero de fábrica, ostrero y patrullero. Y, lo que es más difícil, ejerció todos estos oficios simultáneamente, por lo que su jornada laboral resultaba algo complicada.
En 1897, sin embargo, abandonó todo aquello para unirse a la fiebre del oro en la región del Klondike, en el Canadá. Su vida como buscador orífero (¿se dice así?) no fue excesivamente satisfactoria, si se considera que no solo no encontró tal metal en absoluto, sino que, además, se puso malísimo y perdió varios dientes. Tuvo la alegría de ver morir a muchos de sus compañeros, que no pudieron soportar las extremas condiciones de aquella vida (se entiende que de lo que tuvo la alegría fue de no haber sido él quien se muriera).
          London decidió rentabilizar literariamente sus aventuras y así surgió su primer relato: una bonita historia sobre un ingenuo minero que muere congelado al ser totalmente incapaz de hacer una hoguera. El resto de sus cuentos, lamentamos decirlo, era más triste que ese.

Rubén Darío, poeta y cónsul
Al célebre poeta Félix Rubén García Sarmiento, (hermano de la no menos célebre María Sarmiento (desaparecida en circunstancias misteriosas), se le conoció como Rubén Darío y fue sin duda el máximo exponente del movimiento modernista, mientras no se demuestre otra cosa.
          Su poesía nunca le proporcionó ganancias suficientes para tomar más de un croissant en el desayuno, por lo que recurrió a sus contactos para asegurarse empleos públicos de esos en los que cobras por no hacer nada. Gracias a su condición de nicaragüense, le nombraron cónsul honorífico de Colombia en Buenos Aires, lo que no nos acabamos de explicar. Como el sueldo tampoco le llegaba, se dedicó a escribir artículos para periódicos rioplatenses a tanto el adjetivo, ¿viste?
          En 1910 viajó a México como miembro de una delegación y llevando consigo dos periquitos muy simpáticos y que sabían decir muchas cosas; pero a Porfirio Díaz, el dictador mexicano, no le gustaba nada la poesía, por lo que se negó a recibirle y allí finalizó la carrera diplomática de nuestro hombre.

Unamuno, filósofo y rector
El escritor y pensador Miguel de Unamuno fue uno de los puntales indiscutibles de la Generación del 98 y subcampeón mundial de papiroflexia.
A juzgar por la actividad que desarrolló en la universidad y la política, Unamuno no tuvo tiempo para hacer ninguna otra cosa en su vida, lo que hace suponer la existencia de un «negro» que le escribía los libros.
Fue Rector de la Universidad de Salamanca, pero le destituyeron por razones políticas. Le nombraron de nuevo Vicerrector, pero Primo de Rivera le destituyó de nuevo. La República le restituyó y al final, ya mareado de tanto ajetreo, abandonó la actividad docente, sin poder evitar que le volvieran a nombrar Rector vitalicio, creando una cátedra con su nombre (un puesto que no cobraba él, sino otro profesor advenedizo que no solo era más joven que Unamuno y tenía más éxito con las mujeres, sino que, además, no había leído ningún libro del filósofo vasco ni tenía la más mínima intención de hacerlo).
Las peripecias laborales de Unamuno no acabaron ahí, puesto que al iniciarse la Guerra Civil, Azaña le destituyó de su puesto de rector vitalicio y, al poco, el gobierno de Burgos le repuso de nuevo en el cargo, con lo que al fin de sus días Unamuno no estaba muy seguro de su seguía siendo el rector de algún sitio o si ya no lo era.

Tirso de Molina, sacerdote y autor teatral
Tendría que hablarse de él al revés, como de un escritor que adoptó la profesión del sacerdocio, porque en ella era en la que de verdad ganaba dinero.
El sacerdote mercedario Tirso de Molina escribió entre trescientas y cuatrocientas comedias que le quitaron mucho tiempo que podía haber dedicado a otros menesteres. Parece ser que, debido a esta circunstancia y quizá también a que pasó gran parte de su vida retirado en un monasterio, no tuvo novia regular, por lo que dejó escasa descendencia.
          Su oficio dramatúrgico y comediográfico proporcionó bastantes disgustos a Tirso. Sus superiores le castigaron repetidamente con diversos destierros y no dejándole ir a las excursiones campestres que organizaba la Orden. El Conde-Duque de Olivares llegó a pedir su excomunión por escribir comedias profanas y con malos ejemplos, puesto que en ellas había muchas mujeres vestidas de hombres y, lo que era peor, había también muchos viceversas.

Alfonso X, poeta y rey
Alfonso X de Borgoña, llamado el Sabio no por mérito suyo sino por demérito de sus predecesores, compaginó sus divertidas actividades artísticas y académicas con el tostón de ser rey de Castilla y León a tiempo completo.
(Los reyes que precedieron a este monarca fueron Alfonso VII el Lerdo, Sancho III el Corto, Alfonso VIII el Zote, Enrique I el Panoli, Doña Berenguela la Obtusa y Fernando III el Torpe, (solo que, ¡claro!, estos motes no se los decía a la cara nadie —y sus cronistas mucho menos—, por lo que no han pasado a la historia).
Como monarca su actuación resultó un tanto ambigua, con aciertos y desaciertos. Con su desafortunada medida de fundar la Escuela de Traductores de Toledo, que vertió al castellano la mayor parte de las obras del saber antiguo y de su época, obligó a leerlas a muchos que se venían librando de hacerlo con la excusa de que estaban en lenguas desconocidas. Sin embargo, hizo mucho bien a sus súbditos al adoptar el castellano como lengua oficial del reino y desaconsejar el uso del latín.

Voltaire, pensador y rentista
          François Marie Arouet, más conocido como Voltaire, tuvo el mejor oficio que se conoce, pues vivió siempre de las rentas de sus tierras. Se instaló en una amplia propiedad en Ferney, en Suiza, y allí ejerció de terrateniente, disfrutando de los beneficios que le entregaban los arrendadores de sus campos y pasándose el día tumbado «a la Barthélemy», como decían por allí.
Su sentido de justicia social y de solidaridad con el pueblo llano le llevó a hacerles prestamos a diversos aristócratas, cobrándoles unos intereses altísimos. Tenía ideas republicanas, pero como era muy tolerante no puso objeciones a recibir pensiones de diversos monarcas. Fueron estas sumas y no los pigres beneficios de sus escritos las que le permitieron gozar de una existencia casi principesca.




Osho

 

Crónica real y verídica de una vivencia autobiográfica en la que yo mismo cuento un caso de mi propia vida que me sucedió a mí en persona

          La India es famosa como tierra de maestros religiosos —de esos que se congelan en las cuevas del Himalaya— y de arroz de grano largo. No me cabe duda de que en algunos indios hay verdadera santidad. Pero también existe el fraude y yo lo presencié.
          Fue durante un viaje maravillosamente insensato que efectué con mi madre, por el oeste del país, en una «Lambretta» que se caía de vieja y que se caía también por ir mal conducida. Era 1976 ó 1977 (tendría yo entonces 18 ó 19 años) y sería un lunes o un martes cuando visité el âshrama [lugar de retiro espiritual] del guru más famoso del momento: Osho, que por aquel tiempo aún no se llamaba así. Entonces sólo se le conocía por el muy modesto apelativo de Bhagavan Shri Rashnish (literalmente «Su Divinidad el Señor Rashnish»). En aquellos años su sede estaba en la ciudad de Pune (estado de Maharashtra, India), porque le habían echado de Bombay, por gamberro. (Luego le echaron de Pune también y de más sitios.)
          A Rashnish, como digo, aún no se le conocía con el sobrenombre de Osho, que se sacó de su ancha manga y popularizó más tarde en Occidente. Aún no había comprado medio estado de Oregon, ni poseía aún noventa y tres «Rolls Royces» —como luego llegó a tener—, pero ya había escandalizado con sus terapias místico-sexuales a un montón de gente. Yo no me escandalizo de nada y estoy a favor de cualquier tipo de orgía, siempre y cuando no me cobren demasiado.
Lo malo era que Rashnish cobraba demasiado.
          Sus acólitos, ataviados con los típicos ropajes de ese color naranja que sólo llevan los que han renunciado al mundo y algunos modistos atrevidos, pululaban por toda la urbe de Pune como por una ciudad tomada. Un hecho significativo: todos aquellos discípulos eran extranjeros. Los indios no se dejaban tomar el pelo tan fácilmente.
          Puedo calificar el día que pasé junto a Bhagavan Shri Rashnish como un verdadero descensus ad inferos[1].
          La palabra ‘âshrama’ significa originariamente «cobijo», pero aquél mantenía cerradas sus puertas. Y éstas eran inmensas, como pudieran ser las del muro de Jericó. Y tenían pinchos gordos, de ésos que se ponían para que los elefantes no las embistieran. Se abrían a horas señaladas y recuerdo que los visitantes que aguardábamos en el exterior tuvimos ocasión de entrar a un gran patio, semejante a un inmenso mercadillo, rebosante de tenderetes donde se vendía todo género de recuerdos, pero especialmente fotos del Maestro tocado con una pamela (que le gustaban mucho), amén de otros artículos con la foto del dios Rashnish, como jarras para cerveza, juegos de café, llaveros, bolígrafos, insignias, banderolas, bufandas y artículos de bisutería.
          Para escuchar el sermón de Rashnish había que entrar en un recinto todavía más interior, al que sólo se podía acceder cruzando el mercadillo del patio (sabia disposición de marketing). De él salía una larga fila de personas que aguardaban pacientes su dosis de sabiduría. Me situé en ella (en la fila, no en la sabiduría, claro está) y esperé mi turno para entrar, puesto que había un control singular. Me iba a llegar la vez cuando recibí otra sorpresa. Un hombre alto, de luengas barbas, parecía estar dando la bienvenida con un abrazo y un beso a los que nos íbamos acercando. Tal me lo pareció de lejos[2].
Cuando me acerqué más, me percaté de que el recibidor (el hombre que recibía) no besaba a los recién llegados, no: lo que hacía era olfatearles el cuello como un sabueso bien adiestrado. Pregunté la causa y me dijeron que el dios Shri Rashnish estaba muy evolucionado espiritualmente, pero que físicamente no lo estaba tanto y era alérgico a los olores fuertes en general y a los perfumes y colonias en particular. Le producían un sarpullido por todo el cuerpo, como si hubiera comido pepinillos en vinagre, de ésos que se te quedan meses y meses en la nevera. Me sometí al cariñoso cacheamiento olfativo, aunque desde entonces, cuando un hombre barbudo viene a besarme, muestro un poco de recelo.
          Por fin fue la hora fijada para la impartición de la Verdad y unas doscientas personas se habían congregado allí a la espera de la charla, junto con un servidor de ustedes. Rashnish no destacó por su cortesía y tardó hora y media en aparecer. Vestía unos elegantes ropajes blancos y su entrada tuvo mucho de teatral. Iba rodeado de un buen número de acólitos que llevaban también vestiduras blancas, pero no tan rabiosa e impolutamente blancas como las del dios, porque para eso eran sólo santos subalternos. Los allí reunidos nos hallábamos sentados en el suelo, como es lo habitual en la India en este tipo de ceremonias, pero el guru tenía dispuesto para sus iluminadas posaderas un sillón de última generación, reclinable y giratorio, tapizado en terciopelo.
          La espera me había indignado e impacientado; no así al resto del público, que parecía hallarse como en trance por el hecho de encontrarse en presencia de un hombre tan santo, con su barba reglamentaria.
Rashnish habló durante unos cuarenta minutos y en ellos se dedicó sistemáticamente a burlarse de las tradiciones del yoga y de las técnicas de control del cuerpo y de la mente, que sirven para la meditación y el progreso espiritual. Su discurso no recordaba en nada a lo que yo conocía de sus escritos. En él despreciaba la búsqueda de conocimiento, la acción desinteresada, la devoción y los otros múltiples caminos de liberación que propone la ortodoxia hindú. Su mensaje era mucho más sencillo: no había que esforzarse durante innumerables vidas para evolucionar e iluminarse, perdiendo el tiempo miserablemente. Todo podía conseguirse aquí y ahora, de inmediato, sin necesidad de ninguna restricción, esfuerzo ni austeridad. Lo único preciso era tener la suerte de encontrar al Maestro Adecuado —él—, entregarse a tal maestro plenamente, obedecerle y abandonarse a los deseos del cuerpo.
          Miré a mi alrededor y contemplé algunos rostros de mirada interrogante —pocos— y más de un centenar de caras zómbicas totalmente complacidas. Ninguna enseñanza se había dado en aquella charla, nada se podía aprender, únicamente servía al crematístico propósito de crear adeptos de los de cuota fija y de convencer a la gente del oxímoron práctico de que sometiéndose a otro, desarrollaban su personalidad individual y hacían algo meritorio.
          Descubrí entonces el secreto de la popularidad de ese maestro: daba la sanción, el permiso para indulgir en las tentaciones de la carne —sexo, drogas— y las santificaba, de manera que eliminaba de aquellas personas desorientadas la sensación de culpa y, al mismo tiempo, les hacía creer que estaban avanzando mucho en el camino espiritual.
Confieso que quedé bastante asqueado, aunque nunca me arrepentí de haber visitado aquel lugar siniestro, porque allí tuve ocasión de conocer el engaño en su estado más puro.
          (Desde entonces no se me ha presentado la ocasión de ver a ningún otro dios en persona y desde tan cerca. Sólo espero —si me topo con alguno en lo que me queda de vida— que no padezca ninguna alergia cutánea, en aras de su credibilidad.)

[1] «Descenso a los infiernos». (Nota aclaratoria para aquellos que no dominen el idioma checoslovaco).
[2] Hay que recordar que en aquellos años los besos de señores no se prodigaban tanto como en la actualidad.

Las aves (Aristófanes)

 


Como Atenas es un asco político y sus ciudadanos pasan todo el día insultándose y arreándose unos a otros, dos de sus ciudadanos se largan de allí con la esperanza de poder vivir más decentemente en otro lugar. Estos dos emprendedores son Pisetairo y Eudelpides, a quienes, en pro de la brevedad, llamaremos de ahora en adelante Piset y Eudelpi, aun a riesgo de que parezcan catalanes.

Marchan en búsqueda del legendario rey Tereo, que, por motivos que no hacen al caso (aunque imaginamos que por su gusto), se había transformado en abubilla. En Grecia estas cosas pasaban casi todos los días y a nadie le sorprendían. Cuando hallan al rey-pájaro, Piset le expone su idea: fundar un reino de aves que domine a dioses y a humanos. Después de todo —argumenta—, los pájaros son más antiguos que las deidades olímpicas y pueden alegar derechos naturales sobre el mundo, especialmente si se inventan un «territorio histórico». Al escuchar esta propuesta, a Tereo se le cae la baba del pico (y un gusanito que estaba masticando) y convoca de inmediato a todos los alados.

Aparece entonces el coro de aves, que desconfía inicialmente de los humanos y amenaza con picotearlos, para lo cual convoca a un escuadrón de pájaros carpinteros. Pero Piset, con mucha labia, consigue convencerlos de que los humanos les roban (sus derechos) y de que estarán mucho mejor viviendo por su cuenta.

Su plan quinquenal consiste en construir una gran ciudad en el cielo, a mitad de camino entre Grecia y el Olimpo, para así poder interceptar los sacrificios que los humanos hagan a los dioses y quedarse ellos con el poder y el control del orbe, que es, en definitiva, a lo que aspiran todas las criaturas terrenales, celestes y de otros sitios. La ciudad se denominaría Nephelococigia (literalmente «la ciudad de las nubes y los pájaros bobos») y podría estar hermanada con las localidades de Águilas (de Murcia), Palomas (de Badajoz) y El Cuervo (de Teruel), entre otras.

Comienzan las obras de la muralla que rodeará la ciudad celeste y antes de que esté acabada ya empiezan los pájaros a adoptar costumbres humanas, tales como designar magistrados sinvergüenzas, fundar tribunales corruptos y establecer leyes cretinas. Piset se postula para dirigente, se vota a sí mismo y se proclama Ave Mayor del Reino. Eudelpi, en cambio, no interviene prácticamente en la acción y Aristófanes, el comediógrafo, se da cuenta (tarde, después de estrenarse la obra) de que este personaje no hacía falta ninguna y que se podía haber ahorrado el sueldo de un actor.

Pasan los días y comienzan a aportar por allí señores que no tienen otra finalidad que simbolizar los defectos atenienses, que era para lo que se había escrito la comedia en primera instancia.

Un poeta se ofrece a versificar y odar (hacer odas), cantando la grandeza de la ciudad en pies yámbicos o dáctilos, a elegir. El único pie que interviene en la escena es el de Piset, golpeando la espalda del vate en su parte sur.

Un arúspice o auríspice o aróspice (un adivino, vaya) pretende venderles a los pájarosa una profecía antigua que pronosticaba su encumbramiento. «Los pájaros estaréis en lo alto», les dice, lo que no impresiona en absoluto. Le echan de allí pronosticándole al profeta, a su vez, una muerte no muy agradable.

Un legislador —un sofista con pretensiones de sopista, es decir, de los que pretenden vivir de la sopa boba— se ofrece para hacerles leyes a medida que beneficien a las aves más que a los humanos. Pero el líder pajaril afirma que ya se las hará él y despide al otro con palabras de esas que no deben escuchar los niños y que a los niños les gusta tanto repetir, porque al hacerlo les da la risa.

Por último, aparece un inspector ateniense a fiscalizar la ciudad y a cobrar impuestos, como representación de la injerencia administrativa de Atenas en las colonias. Con este no bastan palabras y los cieliciudadanos tienen que recurrir a los contundentes bofetoi griegos.

La obra se termina (la obra urbana; la comedia no se acaba aún). El hito se celebra. Todos se emborrachan y arman una bacanal aérea. Muchos pájaros y pájaras se dan un pico[1].

La muralla es tan alta que ni Hércules podría saltarla, dicen todos, aunque nosotros desconocíamos que el legendario héroe fuera famoso por pegar saltos[2].

Un mensajero les mensaja que a los dioses olímpicos les rugen las tripas de hambre, porque los sacrificios terrestres no les llegan y están famélicos sin el humo de las ofrendas. Están tan indignados que llevan varios días sin hacer ninguno de esos actos inmorales que se pasan la vida haciendo.

Como con las cosas de comer no se juega, el Olimpo —a falta de teléfono rojo— comienza a mandar un embajador tras otro para negociar y cada uno de ellos hace un ridículo mayor que el anterior. Aportan por allí el propio Hércules, Poseidón y un personaje secundario, Tribalo. (¿A que nunca habían oído ustedes hablar de este tipo, eh? Nosotros tampoco, antes de leer la obra).

Comienza una negociación que es como todas las negociaciones: marrullerías para ver quién engaña a quién, lo que no es sino la base del comercio. Piset quiere que le elijan rey del Olimpo. «¡Váyase, señor Zeus!», exige. Y quiere también que se reconozca la soberanía de la aves. Hércules, que es el que más hambre tiene, se muestra dispuesto a ceder. Poseidón quiere resistir un poco más, pero como tiene más tripa de la necesaria para vivir, sufre más y más por minutos. Tribalo contribuye poco a la conversación y solo balbucea frases incoherentes, parodiando a los extranjeros bárbaros.

Finalmente, los jugos gástricos ganan la partida y obligan a la embajada a ceder y a firmar un tratado de paz. Piset consigue privilegios extraordinarios, como, por ejemplo, desposarse con Basileia, diosa de la soberanía que personifica el gobierno y la autoridad de Zeus. Dicho de otra manera: Piset sustituye a Zeus en el cargo y se convierte en nuevo rey divino, sacándose de la manga un nuevo orden cósmico. La obra concluye con una apoteosis en la que el nuevo dirigente marcha hacia su boda con los símbolos del poder absoluto y con toda la intención de convertirse en un tremendo déspota en cuando le den ocasión. El coro grazna alabanzas en su honor, las aves se regocijan por haberse convertido en la nueva aristocracia mediterránea y todos (por todos nos referimos a todos los pájaros) quedan tan contentos.

Con esta pieza Aristófanes se da el gusto de burlarse de la política ateniense, aparte de tomarle así el pelo a la religión tradicional, y, encima, tiene un gran triunfo dracmático (porque gana muchas dracmas con las representaciones).

 


 



[1] Pedimos perdón al lector por esta broma de tan pésima calidad que Gallud Jardiel nos ha colado a traición. (Nota del editor).

[2] Hemos buscado en Internet la relación de Hércules con los saltos y solo hemos encontrado un tipo de avioneta de ese nombre (Lockheed C-130 Hercules) y algunos consejos para paracaidistas.

LOS BUITRES DEL ESTÍNFALO


Según cuentan los antiguos,

doce trabajos le fueron

encomendados a Heracles

con el mandato directo

de que este, en sus ratos libres,

se ocupará en resolverlos.

 

Parece ser (es rumor

que hemos oído) que el sexto

de aquel lote consistió

en irse al Peloponeso

para ahuyentar a unos buitres

que llenaban de excrementos

muy malolientes un lago

de por allí y, no contentos

con apestar toda Arcadia

con sus venenosos restos,

devoraban cien paisanos

cada día, por lo menos.

 

Pero es costumbre insertar

prolegómenos. Contemos

el mito correctamente

y con detalles, cogiéndolo

desde el principio. Resulta

que el oráculo de Delfos

dijo a Heracles: «Si resuelves

doce trabajos con éxito,

tendrás la inmortalidad,

gloria en el Olimpo heleno,

fama veinte o treinta siglos,

o cuarenta, a más del récord

Guinness de héroes legendarios,

valerosos y flamencos».

Heracles, así tentado,

dijo, sin pensarlo,: «¡Acepto!»

y dedicó unos añitos

a ser héroe (y majadero).

 

Se puso a disposición

de un rey, de nombre Euristeo,

que en la Argólida mandaba

como por su casa Pedro

y que le encomendó a Heracles

cinco servicios completos

(de trabajos de epopeya,

no piensen en nada feo).

 

Bien. La gesta subsiguiene

era darles para el pelo

a los buitres mencionados,

unos pájaros horrendos

de picos, alas y garras

de bronce (porque el acero

se inventó mucho después:

alrededor del trescientos

después de Cristo, año arriba,

año abajo y más o menos)

y los buitres del Estínfalo

(que ese es el lago en concreto)

no pudieron disfrutar del

metalúrgico progreso.

 

Pues Heracles, hecho un mulo,

y repleto de ardor bélico,

abrió su armario y se puso

su indumentaria de arquero

decidido a dar batalla

a aquellos bichos tan pérfidos.

Llegó al hogar pantanoso

del enemigo buitresco,

pero no pudo pasar,

que era el fango muy espeso

y hubo de estar esperando

más de dos años y medio

sin que ni uno de los pájaros

asomara el esqueleto.

¡Menos mal que se llevó

un buen taco de cuadernos

(sudokus, sopas de letras,

crucigramas y dameros)

y así, mejor o peor,

combatió su aburrimiento!

 

Al cabo de cien semanas,

Palas Atenea, viendo

hacer a su protegido

un ridículo completo,

se decidió a intervenir:

le pidió a Hefesto, el herrero

del Olimpo, que forjara

unos címbalos bien hechos

que al golpearse emitieran

tan atroz cascabeleo,

notas tan desafinadas,

tan desagradable estruendo,

que todos los que lo oyeran

por más que solo un momento

quedaran ensordecidos

y se pusieran enfermos.

 

Heracles cogió el regalo

de la diosa del mochuelo

(que es el ave que acompaña

a Palas en sus paseos,

apalancada en su hombro

y agarrándola del pelo

para no caerse cuando

ella anda con bamboleo)

y subiendo a una colina

que no pillaba muy lejos

del lago aquel en cuestión,

comenzó a tañer aquello,

que sonaba más horrible

que el heavy metal moderno[1].

 

Pronto se vio el resultado:

aquellos buitres gamberros

salieron de su escondite

diciendo: «Alas, ¿pa’ qué os quiero?»,

prepararon el despegue,

desplegaron los aleros,

calentaron los motores

y así emprendieron el vuelo.

 

Nuestro héroe (y el de ustedes),

viendo cómo iban huyendo,

comenzó a pegar flechazos

a los bichos carroñeros

con dardos emponzoñados

preparados ex profeso

para la ocasión aquella

y untados con el veneno

de la Hidra, un monstruo al que

ya había dejado tieso

en su trabajo segundo

(¿o quizá fue en el tercero?).

 

Los buitres damnificados

que salvaron el pellejo

de aquel ataque emigraron

a las costas del mar Negro,

lo cual no fue en absoluto

buena decisión ni acierto,

porque luego, el argonauta

Jasón y sus compañeros

—que iban tras el Vellocino

de Oro, de puerto en puerto—

allí se los encontraron

y allí acabaron con ellos.

 

Este mito (o como quieran

llamarlo —yo no me meto—)

se lo inventó Apolodoro

si es que mal no lo recuerdo.

Diodoro se lo plagió,

Pausanias lo copió luego,

después Higinio y mil otros:

Cicerón, Virgilio, Servio...

autores de la Edad Media

y hasta del Renacimiento.

La lista es larga, señores,

que nadie tiene respeto

por lo que escriben los otros.

Al menos, yo soy sincero

y les menciono la fuente,

no digo que me lo invento,

sino que como lo supe,

de esa forma se lo cuento,

por lo que espero de ustedes

algo de agradecimiento.

 

 



[1] El empleo del sonido como arma de guerra es una posibilidad bélica aún por explorar a fondo, aunque se sabe que los nazis experimentaron con ella y hacían cantar la canción Lili Marlen a sus soldados en el frente a grito pelado para que el enemigo la escuchara y se deprimiera.