La rima salvadora

 Regalaremos aquí trucos para hacer avanzar cualquier argumento recalcitrante que se resista a ser escrito.

Casi ningún escritor hace públicos sus procedimientos de creación. Esto tiene varias causas: 1) Miedo a que se los copien; 2) Miedo a parecer menos profundo; 3) Miedo a que se reconozca fácilmente la base de su artificio; y 4) Miedo a que, al saberlos, sus admiradores se digan: «¡Ah, pues no es para tanto! Así es muy fácil. No es tan original, a fin de cuentas.»

          Ahora bien: a mí me sobran las ideas, aunque esté mal decirlo. Si algo me falta es, evidentemente, la capacidad de convertir las ideas en billetes de banco. Pero ideas para funcionar las tengo a patadas.

          (¡Ya sé, ya sé! ¡No está bien presumir! ¡Qué le vamos a hacer! A mi edad es ya difícil cambiar estos vicios de la personalidad.)

          El truco que aquí desvelo para construir un argumento de novela o comedia cuando no se nos ocurre nada se puede denominar «la rima salvadora» y consiste en el empleo de los diccionarios de rimas para hacer avanzar la historia.

¿Cómo?, se dirán. Es bien sencillo.

Los diccionarios de rimas no hay que usarlos sólo para escribir poesías, sino para la prosa. He aquí un ejemplo:

          Supongamos que se trata de una novela de caballerías y que en la historia hay un caballero misterioso que va en su caballo y no tenemos la más mínima idea de a dónde va ni qué demontres le va a pasar.

          Bien. Tomamos alguna palabra relacionada con el caballero (por ejemplo, «pluma», aludiendo a la de su sombrero) y buscamos en el diccionario de rimas una que rime con -uma. (Recuerden que no es un verso.)

Encontramos «bruma». Y esto nos sugiere la niebla, un bosque oscuro, un paisaje nórdico y romántico. Y, sin pensárnoslo un momento, cogemos al caballero y lo metemos en el bosque. Así la historia avanza.

O hallamos «espuma», que nos sugiere dos posibilidades: o bien se trata de la espuma de las olas (en cuyo caso nuestro caballero ha llegado a la orilla del mar y, en vez de por un bosque, cabalga por su orilla) o es la espuma del jabón (y nuestro protagonista se pone a lavarse la ropa en un arroyo cercano, porque ya la llevaba bastante cochambrosa, tras su lucha con dragones y demás.)

          Como se ve, las posibilidades son múltiples y muy originales.

          Puede ser que haga que le ataque un «puma», con lo que queda herido, le encuentra una campesina que le lleva a su cabaña para cuidarle, surge el amor entre ambos, un primo de ella se opone, hay duelo, etc.

          O el caballero se detiene a hacer alguna «suma» y descubre que el dueño de la venta en la que cenó la noche anterior le cobró de más, con lo que regresa sobre sus pasos, dispuesto a la más atroz de las venganzas. Elijamos lo que elijamos, la historia progresa.

          El caballero puede hacer más cosas. A lo mejor se detiene y «fuma». O es un poco metrosexual y se «perfuma». O el caballero resulta ser un fantasma y, cuando menos nos lo imaginamos, se «esfuma». O se muere, le entierran y, al cabo de algún tiempo, alguien le «exhuma». O se sienta bajo un árbol a leerse una novela de don Alejandro «Dumas».

Y estamos funcionando con una de las palabras castellanas con menos rimas. Todas las posibilidades antes mencionadas surgen sin que hayamos tenido que pensar ni un poquito.

¡No me dirán que este invento mío no es algo digno de ser tenido en cuenta!

Claro, que no todo son ventajas, hay que reconocerlo. Porque si escoges una rima original, te encuentras con que hay pocas palabras que rimen, lo que te obliga a cosas. Pondré ejemplos.

          Con ‘clámide’ sólo rima ‘pirámide’ y por eso hacemos que los egipcios se pongan clámides griegas en nuestros versos, cosa que no hacían en la vida real.

          Si viaja un ‘dramaturgo’ siempre se va a ‘Luxemburgo’.

          Si miramos un ‘mapa mundi’ nuestra vista se posará en ‘Burundi’.

          El dios ‘Anubis’ siempre nos recuerda el ‘pubis’, pues no rima con ninguna otra cosa.

          A los que son ‘finolis’ se les considera ‘panolis’ y no hay otra opción.

          Si vas en busca de ‘King Kong’ seguro que el barco zarpa de ‘Hong Kong’.

          Donde interviene la ‘psiquis’ no te puedes andar con ‘tiquismiquis’.

          Como hace frío en el ‘éter’ los espíritus llevan ‘suéter’.

          En cambio, ‘Dostoyevski’ se protegía con un ‘chubesqui’.

          Y si la protagonista de la novela es de ‘Murcia’ puede que acabe metiéndose a ‘furcia’.

 

 

 

Escribimiento elogiante al maestro Góngora

          Este escribimiento no pretende ser sino elogiación admirosa al inventante idiomístico supremo, don Luis Gongoroso y Argótico, nombre culménico de la hermosidad barroquina.

Tuvo detractantes y sufrió opinionaciones enemigosas, fue critiquizado por los conceptualizantes quevedinos y los llanosos lópicos, pero no cejó. Sus escribiciones eran confusorias y complicáticas porque él quería. Hacía su sántido voluntamiento con las palabraciones y destaquizó en la inventada de figuraciones retoricescas y metaforosas. Fue maestrante hiperbatónco, habilidado sinecdoquizador e ingeniado prosopopeyista.

          Sus polifemosas y galateanas fabulaciones son una monumentalidad en la literaturización hispanosa. Los dos soledamientos provoquizaron admirez entre los expertantes. Y sus letrillas satiricenses causizaron inmensurosas risas entre el poblamiento llanizo.

          El generamiento ventisiético recordizó sus gestosos versificamientos, aunque en la actualidez pocos personantes lo legen.

          Por ello, y compensez de ese olvidamiento, desde esta espacialidad líbrica quiero hacer plasmidad de mi predilectez por este poetero cordobino.

 

 

 

 

El pareado vengador

 

         Señores: hay muchos libros, demasiados. Durante siglos las gentes se han venido entregando a una incontinencia léxica, a una orgía escritural sin límites y aquí nos encontramos nosotros, ciudadanos del siglo XXI, anegados en un mar de letras.

          ¡Hay que resistirse!

          Yo, en pro de la brevedad, propongo la supresión inmediata y con efecto retroactivo de absolutamente todos los géneros literarios, salvo uno: el pareado, esa forma de verso tan menospreciada pero que, bien empleada, puede y debe bastar para resumir lo que cualquiera tenga que decir.

          Como ejemplo, vean cómo un sencillo dístico es más que suficiente para sintetizar a cualquier filósofo pesado, alemanes incluidos:

 

Según lo que asegura el griego Thales

el orbe lleno está de agua a raudales.

*

Cuando Platón describe las ideas

nos dice que son cosas nada feas.

*

Ese tal Aristóteles decía

que en el mundo todo es categoría.

*

Que todo el universo es ser divino

aseguraba el bueno de Plotino.

*

A desacreditar al insensato

San Anselmo se dedicó un buen rato.

*

Dijo San Agustín: «Si yerro, existo»,

demostrando así ser bastante listo.

*

Occam a los bandidos aventaja

en la utilización de la navaja.

*

El señor Spinoza ha declarado

que el hombre es sólo Dios modificado.

*

«Tan cierto como dos y dos son cuatro,

(Schopenhauer) el mundo es un teatro.»

*

Feuerbach dice sin ningún rodeo

que él sólo cree en el humanismo ateo.

*

Compte decide, tras pensarlo un rato,

que si algo de valor hay, es el dato.

*

Heidegger en sus obras nos advierte

que el hombre es sólo un ser-para-la-muerte.

*

Sartre nos da su reflexión profunda:

la vida es una cosa nauseabunda.

 

Creo que como ejemplo son suficientes.

Reduciendo la literatura y el pensamiento a estas cantidades homeopáticas ayudaríamos a su correcta asimilación por el organismo y nuestra salud saldría ganando, con lo que viviríamos más años, que es de lo que esta vida trata en definitiva, ¿no es así?


 

Gabriel García Márquez

Fragmento del libro Mis encuentros con gente importante (y lo que aprendí de ella), Amazon (e-book y tapa blanda). https://www.amazon.es/dp/B0B2TKRTCY

 

Creo que fue en 1981. García Márquez viajó a Nueva Delhi, donde yo residía por aquel entonces, para asistir a un acto académico u otro. Estaba solo, no conocía a nadie allí, tenía toda una tarde libre en la que no sabía qué hacer y en lugar de dedicarse a visitar una de las ciudades más bellas e interesantes del planeta, llamó por teléfono al Centro de Estudios Hispánicos de la Universidad Jawaharlal Nehru para ver si había allí alguien de habla española que le pudiera dar conversación unas horas.

Sí que lo había. El decano de mi facultad, el profesor Susnigdha Dey, un reputado hispanista, me llamó y me dijo: «García Márquez está aquí esta tarde. ¿Quieres venir conmigo a hablar con él?». Allí que nos fuimos y en el lobby de un hotel de gran lujo pasamos cinco sólidas horas en conversación con el que era uno de mis ídolos literarios desde que leí Cien años de soledad.

García Márquez fue agradabilísimo y encantador con nosotros, dos desconocidos. Me pareció una persona muy amable en el sentido literal de «digna de ser amada».

Pero ahí acabó toda la magia. La conversación que mantuvimos me defraudó como nunca nadie lo ha hecho. Aquí vendría muy al pelo ese dicho de los ídolos con los pies de barro.

Mi decano me presentó: «Enrique es profesor en la universidad y es nieto de Jardiel Poncela».

García Márquez no tenía ni la más remota idea de quién era Jardiel Poncela.

Pero eso no fue más que una minucia, incluso perdonable. Lo que no le perdone fueron sus opiniones sobre su propia obra, que fue lógicamente de lo que más hablamos.

Según nos dijo, consideraba que su novela Cien años de soledad era muy mala. Afirmó haberla escrito solo por dinero —en un momento en el que lo necesitaba terriblemente—, deprisa y sin ningún cuidado. «No tiene ningún valor», dijo, literalmente.

Tuve la impresión de que lo que pretendía era llevar la contraria. Tanta gente le habría dicho tantas veces que era una gran novela que había decidido infravalorarla para no tener que hablar de ella. Eso quise creer. Porque la otra opción era peor: si de verdad pensaba que era novela era mala, entonces no entendía nada de literatura, algo grave en un hombre que lograría el premio Nobel al año siguiente.

¿Cuál es entonces el libro suyo que usted considera más logrado?, quise saber. Me contestó que La hojarasca, que es obviamente una obra menor, que no hace sino capitalizar el ambiente tropical y opresivo de Macondo, pero que argumentalmente no tiene demasiado que ofrecer. ¡Si al menos hubiese mencionado El coronel no tiene quien le escriba...!

 

Otras opiniones suyas resultaron igualmente insatisfactorias. Dijo que lo mejor que se había escrito nunca en lengua castellana había sido el Lazarillo de Tormes (sin comentarios).

Luego pronosticó el inminente fin de la novela como género. Según nos contó, el futuro era del cuento. Ya solo se escribirían relatos.

(Ha de indicarse que alguno de sus siguientes libros era un cuento largo, editado con un tipo de letra de inmenso tamaño, mucho interlineado y amplísimos márgenes; así, lo que en principio era un cuento alargaba sus páginas y se vendía suelto, como una novela).

En otro orden de cosas, Márquez estaba envenenado de marxismo, en el sentido de que todo en el mundo lo juzgaba dividiéndolo en dos categorías primarias: revolucionario o contrarrevolucionario. Daba igual que hablásemos de una persona, de un libro, de una idea o de un helado de chocolate o de vainilla: todo era revolucionario o contrarrevolucionario. Un acercamiento tan primario a la realidad por parte de una persona a la que admiras te puede dejar apabullado. Eso me pasó a mí en aquella ocasión.

Tres años después, García Márquez regresó a Nueva Delhi y el profesor Dey fue de nuevo a verle y me invitó de nuevo a acompañarle. En aquella ocasión no pude acudir, por otro compromiso, pero encargué a mi decano que le hiciese a don Gabo una pregunta peliaguda.

García Márquez había publicado años antes su novela Crónica de una muerte anunciada. La pregunta que le encargué hacer —reconozco con con bastante mala idea— era: «¿Ha leído usted la novela El gobernador, de Leonid Andréiev?».

(La causa es que la novela del colombiano está plagiada de la del ruso, algo que nadie parece haber mencionado aún, que yo sepa).

El profesor Dey transmitió la pregunta y al día siguiente me trajo la respuesta: «García Márquez me dijo vagamente que sí, que la conocía, pero que era una obra menor a la que no había que dar ninguna importancia, porque estaba prácticamente olvidada».


Libros inmorales

 

No se trata aquí de ponerse puritano porque sí, sino porque es un hecho palmario: los escritores —esa sub-especie humana que casi nunca paga el alquiler— ha venido socavando con sus ringorrangos los principios éticos de nuestra sociedad desde tiempo inmemorial.

En la competición del vicio, los libros superan con mucho a las impúdicas imágenes de las orondas desnudeces de Rubens y otros depravados de su misma calaña. Dicen los pedantes que la literatura recoge las gestas de los humanos, pero la realidad sucinta y escueta es que la tal literatura universal no es más que un compendio de porquerías que nos ofende a muchos en nuestra fe calvinista.

          Veamos de qué tratan, en esencia, algunas de las obras más reputadas de las letras mundiales y cuál es la catadura moral de sus protagonistas:

 

Un estudiante que no se lava casi nunca mata a una vieja de un hachazo y se pasa el resto de la novela dándole pistas a la policía para que le detenga, pues, a más de ser guarro, está como una cabra (Crimen y castigo, de Fiodor M. Dostoyevski).

Uno, que se lava aún menos que el de antes, asesina chicas hasta que las buenas gentes le detienen y se lo comen crudo y enterito (El perfume, de Patrick Süskind).

Un efebo seduce a una vieja pendona y se la lleva; el marido, en vez de alegrarse, le hace la guerra durante diez años provocando la tira de muertes de inocentes (La Ilíada, atribuida a Homero).

Un loco flaco y un tonto gordo van por el mundo haciendo el cretino; y la gente, en lugar de conmoverse, se dedica a darles palizas sin parar (El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes).

Un majadero, para vengar a su padre asesinado, hace que muera la única mujer que le ama y se carga a otros muchos que no tenían nada que ver en el asunto (Hamlet, de William Shakespeare).

Un profesor aburrido hace tratos con el demonio para trajinarse a una chica menor de edad (Fausto, de Johann W. Goethe.).

Una adúltera provinciana sin imaginación se envenena para no pagar a sus acreedores, que acaban en la ruina (Madame Bovary, de Gustave Flaubert).

Un rey imbécil encierra en prisión a su hijo toda su vida por haber leído un horóscopo (La vida es sueño, de Pedro Calderón de la Barca).

Un amanerado comete tantos y tantos pecados que se le notan hasta en el carnet (El retrato de Dorian Grey, de Oscar Wilde).

Un señor quiere volver a su casa, con su esposa y sus hijos, después de haber estado mucho tiempo en una guerra. Pero los dioses se divierten haciéndole mil perrerías para impedírselo (La Odisea, atribuida a Homero).

Unos frailes sodomitas se asesinan entre ellos y acaban destruyendo con sus jueguecitos uno de los mejores libros de todos los tiempos (El nombre de la rosa, de Umberto Eco).

Tres hermanos sensuales se hartan de su lujurioso y avaro padre, y la intriga queda reducida a ver quién se lo carga antes (Los hermanos Karamazov, de Fiodor M. Dostoyevski).

Una niña desvergonzada se dedica a incitar con sus encantos a un profesor que, para poder trajinársela, se casa con su madre, dando lugar a curiosas situaciones (Lolita, de Vladimir Nabokov).

Un montón de canallas se confabula para traicionar a una buena persona que, como buena persona que es, dedica un montón de años y de dinero a ejecutar en ellos las venganzas más horribles (El Conde de Montecristo, de Alejandro Dumas).

Unos probos burgueses se cargan lentamente a su hijo cuando éste se convierte sin querer en un escarabajo y ya no puede llevar el sueldo a casa (La metamorfosis, de Franz Kafka).

Un grupo de libertinos se encierra en un castillo con el firme propósito de no salir de allí hasta haber efectuado todas las guarradas imaginadas hasta el siglo xviii y muchas otras más que se inventan ellos sobre la marcha (Las 120 jornadas de Sodoma, del Marqués de Sade).

 

¿A que esto, contado así, hace albergar pocas esperanzas en el ser humano?