La dolorosa

 

          Las zarzuelas mañas son un subgénero literario de pleno derecho, como las películas de vampiros, los telefilms de anoréxicas o los corridos mexicanos sobre caballos veloces.

          En ellas se recalcan a partes iguales dos grandes rasgos: la grandeza de alma y la dureza de mollera de los personajes autóctonos. Conste que no es culpa nuestra, que nos limitamos a constatar un hecho.

          Hablaremos antonomásicamente de La Dolorosa, una pieza que está diciendo «desglósame» o, para ser más modernos, «deconstrúyeme». La letra es de Juan José Lorente, calagurritano de pro, y la música, del maestro José Serrano, que no era de allí, pero que lo disimulaba muy bien. La obra se estrenó en algún año de aquéllos, por una compañía de las que había, en un teatro u otro de Madrid, aunque puede que se estrenará en otro sitio y nosotros no nos hayamos enterado.

          La acción, ambientada en la vega aragonesa, según se entra a la derecha, fluye con fuerza morrocotuda.

          Al levantarse el telón la escena está sola, porque los actores han pillado un atasco y llegan con retraso. Al cabo de veinte minutos, aparece el Hermano Rafael acabando de pegarse el bigote. Lleva una caja de pinturas y va acompañado por Perico que, como su nombre indica, es el que nos tiene que hacer reír con sus simplonerías.

          El hermano Rafael está pintando una dolorosa para no tener que tragarse el rezo, que le aburre. Perico le lava los pinceles y no le lava también los calcetines, porque el otro usa sandalias.

          No ha dado tres pinceladas, cuando aparecen fray Lucas y el Prior a ejercer la censura. Ambos se traen una disputa, pues uno dice que es Lucifer quien mueve los pinceles del pintor y el otro dice que no es sino Satanás. La cosa es que ambos le tienen mucha envidia, porque por artista está exento de pelar patatas para las colaciones cotidianas.

          El Prior le pide que les hable de su cuadro y enseguida se arrepiente de haberlo hecho, porque el hermano se pone a entonar una romanza descriptivo-explicativa cuya letra canta tres veces consecutivas para que la zarzuela no resulte tan corta. A sus reverendísimas les parece mal que el otro se apasione por una mujer, aunque sea la mismísima Virgen, a la que dicen que hay que amar, pero no tanto.

          Mientras tanto, Perico se ha entretenido bebiéndose el aguarrás. Rafael se mete en el convento, porque se ha acordado de que se ha dejado encendida la luz de la mesita de noche, y Perico habla con su novia, Nicasia, con quien tiene una competición tácita para ver quién es más cerril de los dos. Hay que decir que, en el momento en que tiene lugar esta escena, Nicasia va ganando.

          Salen sus respectivos padres y empiezan a decir esas aragonesidades de teatro como «han pensau hacese novios sin decilo a naide», «me los hi topau abrazadicos», «¿qué estrupicio es este?» y cosas por el estilo. Finalmente deciden que los dos son muy brutos y que, por ende, han nacido el uno para el otro. Los progenitores de ambos acceden a la boda y esta línea argumental se acaba así, cuando todavía falta mucho para que finalice la obra. Veamos lo que pasa.

          Pues pasa que aparece por allí una «probé» mujer «con un angelico» en brazos, que se desmaya a las puertas del convento con la esperanza de que allí le socorran y le den un sopicaldo. Pero no son los frailes sino la tiple cómica la que se hace cargo de ella, porque es un axioma zarzuelero que la tiple cómica es siempre más fea que la tiple dramática pero, en cambio, suele tener un corazón de oro.

Y el susto llega cuando el hermano ve a la prójima, que se llama Dolores para que nada más presentarse la gente se vaya haciendo una idea de lo mucho que sufre. Ella es «ella»: su antiguo amor, la mujer cuyo rostro está poniéndole a la Virgen que pinta.

          Dolores le cuenta a Rafael que un mal hombre con patillas la engañó: la sedujo convidándole a un helado de tres sabores y, tras aprovecharse de ella de la manera en que de seguro ustedes ya se imaginan, la dejó tirada en medio de un camino polvoriento.

          «¡Canalla!», dice el hermano, indignado. Sin embargo, no la invita a entrar en el convento, quizá por el qué dirán. La infeliz se tiene que ir con los cómicos, porque ya se está haciendo de noche y ha empezado a refrescar como suele hacerlo por allí. Viendo que el acto está a punto de acabar, Rafael aprovecha y vuelve a cantar la romanza de antes, porque los músicos de la orquesta ya se la han aprendido y quieren rentabilizarla.

          En el entreacto surgen muchas dudas. Rafael se pregunta si colgará los hábitos o se contentará con seguir en el convento y exponer sus cuadros en alguna galería. El Prior se pregunta lo mismo. Perico se pregunta si tendrá que aguantar mucho tiempo a la huéspeda. Dolores se pregunta (sin que lo sepa nadie) por dónde andará el canalla y si seguirá estando igual de guapo. Y el público se pregunta si no hubiera hecho mejor quedándose en casa en lugar de ir al teatro.

          Todo ello lo aclarará el acto segundo.

Hay aún otras muchas preguntas que podemos hacernos.

¿Por qué la Virgen que pinta el hermano Rafael se asemeja a su antiguo amor? ¿Es algo deliberado? La respuesta es no; lo que sucede es que aprendió a dibujar narices copiando las de ella y ya todas le salen igual, por lo que los rostros que pinta se parecen.

¿Por qué no intentó casarse en su momento con la moza? ¿Por qué se metió a fraile? ¿Sospechaba ya que ella era una coqueta que se iría detrás del primero que pasara? Probablemente.

¿Cuál es la razón para que la obra esté ambientada en Aragón, cuando se trata de una historia tan vulgar que podría haber pasado en cualquier sitio? Pues para poder hacer «gracias» con el habla del lugar, como cuando dice Nicasia:


Perico, Perico, Perico,

si tienes congojas

 avisa al «medico».

 

          ¿Qué opinan los frailes del asunto? La respuesta a esta pregunta puede esperar, porque se va a responder por sí sola al poco de empezar el segundo acto.

           El caso es que el público, durante este descanso, tiene que hacerse tantas preguntas que no tiene tiempo para hacer consumición en el bar del teatro y eso sale perdiendo la empresa.

           El melodrama continúa.

           Como el asunto de Rafael y la pecadora arrepentida no tiene mucha chicha, el autor tiene que tirar de los actores cómicos para hacer avanzar la trama, por lo que ambos porfían sobre si se dan un beso o no se lo dan, alargando forzadamente la acción.

           (En realidad, la razón por la cual los protagonistas de la obra casi no aparecen en ella es que son cantantes y los cantantes no solo no saben decir los diálogos, sino que, además, no les gusta nada aprendérselos. Así es que, con muy buen juicio, los libretistas prescinden de ellos todo lo posible. Hacen que los actores secundarios desarrollen la acción y reservan a los cantantes solo para desgañitarse en las romanzas.)

           Ahora sí viene una escena tremebunda. Rafael pronuncia el siguiente diálogo, ejemplo supremo del arte literario:

           —Mi tragedia es honda como un abismo.

           Dicho lo cual, se enfrenta a Dolores, que se arroja a sus manos y le besa los pies o cosa parecida.

           Él, con mentalidad frailuna, le aconseja que vuelva junto al seductor y le pida perdón, para ver si él la acepta de nuevo. Pero Dolores es orgullosa y dice que no lo hará. Como Rafael no sabe qué camino seguir, el autor opta por acabar aquí el cuadro con un oscuro, sin que se haya decidido nada.

           Cuando se reanuda la acción, el Prior ha salido al patio a fumarse un cigarrillo y aprovecha para entonar una romanza en donde les confiesa a los pocos espectadores que aún aguantan heroicamente en sus butacas que el hermano Rafael le tiene algo mosca. Se imagina que sigue enamorado de la de las narices y que acabará huyendo del convento por la escalera de incendios si hace falta. Nos asegura que «el amor es un veneno de un poder fatal». Luego pone cara soñadora —recordando seguramente sus devaneos pre-prióricos— y le roba el acto a Rafael, cuyas frases musicales son más feas que las suyas.

           El Prior y Rafael se enfrentan al fin. El primero le afea al segundo que haya faltado al rezo (como de costumbre, por otra parte) y Rafael pide que le oiga en confesión, porque tiene algo verde que contarle. El Prior le escucha, encantado, como suele pasar. Rafael confiesa que la pasión le domina y el Prior le pide detalles picantes. Finalmente, deciden que el hermano se vaya con la chica, pero no en ese momento, sino en el cuadro siguiente.

           Ya estamos afortunadamente en el cuadro final de la obra. Vuelven a salir Nicasia y Perico para dar ambiente. Aparece Rafael, vestido de artista bohemio, seguido de Dolores, con el niño en brazos y unas alforjas con queso y chorizo para el camino. Ambos se despiden del convento con lágrimas en los ojos. Suenan campanas. Hay chupinazos. Desfilan los mozos y las mozas. El Prior y los monjes agitan pañuelos y la obra se acaba para alivio de muchos.

 

 

 

 

 

 

María Estuardo

 

Dramón romántico en dos actos, el segundo muy cortito

ANTECEDENTES (IMPORTANTÍSIMOS, PORQUE SIN ELLOS NO TE ENTERAS DE LA INTRÍNGULIS DE LA HISTORIA).—María Estuardo, reina de Escocia, tuvo sus más y sus menos con sus barones, que eran muy levantiscos (por no llamarles una cosa más fea) y se vio obligada a salir de su reino por patas (porque huyó a caballo). Pidió asilo en Inglaterra, donde reinaba su prima, Isabel I, que enseguida la mandó encarcelar y la tuvo en prisión durante años. La Estuardo se decidió a conspirar contra la vida de Isabel (ya que podía heredar su trono) y a hacer ganchillo.


Acto primero

          (Un claro en un bosque, donde parece que hace bastante frío. Además,, como la acción sucede en Inglaterra, llueve lógicamente. No mucho, pero llueve. Llegan la reina Isabel y el conde de Leicester, montados a caballo. En esta escena los caballos no hablan. Los ex jinetes (les llamamos así porque ya se han apeado de sus monturas) sí lo hacen y los vamos a escuchar ahora mismo.)
          (¡Ah! En la acotación anterior se nos ha olvidado mencionar que Isabel es fea como ella sola. Es flacucha. Su rostro recuerda la mojama. Tiene chepa, quizá para compensar que no tiene pechos. Su pelo es estropajoso; sus ojos recuerdan el carbón, no por lo negro, sino por estar metidos en sus cuencas, como una mina; su nariz es ganchuda; sus torcidos dientes parecen estar enfadados unos con otros y darse la espalda; su mentón es más prominente que el Arzobispo de Canterbury. Las verrugas y el bigote no nos molestamos en describirlos porque el lector ya se los habrá imaginado.)

Isabel.—(Mirando en derredor.) ¿Qué es esto, Leicester? ¿Qué bosque es este? ¿A qué lugar me habéis traído para nuestro cotidiano paseo a caballo?
Leicester.—Sé que os enfadaréis, majestad, pero era necesario. Estáis en los alrededores del castillo de Fotheringhay.
Isabel.—(Indignada.) ¡Cómo! ¿Me habéis conducido con engaños al lugar donde está encerrada María Estuardo, la conspiradora papista, ese monstruo de lascivia que mató a su esposo y ahora quiere asesinarme a mí y hacerse con mi trono? ¡Deberíais avergonzaros, conde! Os aprovecháis porque sabéis que en el fondo y debajo de toda mi pompa y ornamento soy solo una débil mujer que os ama.
Leicester.—Majestad, confieso mi treta. Pero os aseguro que María es casi del todo inocente de esas acusaciones que le hacéis. Si alguna vez intentó mataros fue solo un poquito y lo hizo por estar mal aconsejada. Ahora la prisión la ha hecho comprender su error y solo desea llegar a vuestra presencia para poder pediros perdón y misericordia.
Isabel.—¿Habéis planeado una entrevista entre ambas?
Leicester.—Sí, que querido facilitar una entreambas, digo, una entrevista, para que os miréis a los ojos y vuestros recelos se disipen. María está avisada y pronto la traerá aquí su carcelero. Y tengo una súplica que haceros: perdonadla. Dad fin a esta injusticia de tener en prisión a una reina ungida. Liberadla, dejadla ir y demostrad que vuestro pecho es el más generoso que jamás vieron los siglos.
Isabel.—Mucho habláis en su favor. ¿No os habrá seducido a vos también, como ha hecho con tantos y tantos de sus partidarios, que gustosamente irían a la muerte por defender su innoble causa?
Leicester.—¿A mí? ¿Cómo podéis pensar eso? Yo solo a vos amo, os consta. Y jamás he estado aquí ni visitado a María en su prisión.
Isabel.—Bien. Por el amor que os tengo, accedo. La perdonaré y dejaré en libertad.
Leicester.—Será una gran acción. Pero María es de temperamento fuerte e impulsivo. Prometedme que no os ofenderéis, os diga lo que os diga.
Isabel.—Pero...
Leicester.—Hacedlo por mí.
Isabel.—Lo prometo. He dicho que la perdonaré y cumpliré mi regia palabra. ¡Todo por amor a vos!
Leicester.—(Besándole la mano.)  ¡Oh, mi señora!
Isabel.—Nunca nos habíamos encontrado antes cara a cara. Pero ahora olvidaré sus ofensas y la trataré con afecto, como primas que somos. (Tras una pausa.) Decidme una cosa, Leicester...
Leicester.—¿Sí, majestad?
Isabel.—Vos la visteis en cierta ocasión, años ha, cuando os envié a Edimburgo con un mensaje para ella. ¿Es hermosa?
Leicester.—(Quitándole importancia.) ¡Oh, nunca me he fijado en eso! Ved: aquí llega.

(Por un lateral sale María Estuardo, seguida por un tipo gordo y basto, Burleigh. María no es que sea guapa, es que está para parar un tren. Esta buena, buena, buena. Todo lo que se diga es poco.)

Burleigh.—(A María.) María, arrodillaos; os halláis en presencia de la reina.
María.—(Aparte, refiriéndose a Isabel.) ¡Es un coco!
Isabel.—(Aparte, refiriéndose a María.) ¡Mecachis en el Canal de la Mancha! ¡Sí que es bella!  (A Leicester.) ¿Decíais que no os habíais fijado en ella? ¿Cómo es eso posible?  (Mientras Isabel dice esto, María le guiña a escondidas un ojo a Leicester.)
Leicester.—(Sin saber qué responder y procurando que la reina no vea el guiño de María.) Yo... Esto...
Burleigh.— (Aparte, a Leicester.) ¡Señor conde! ¡Qué alegría veros de nuevo por aquí!
Leicester.—(Aparte, a Burleigh.) ¡Calla, imbécil!
María.—(Arrojándose a los pies de Isabel.) ¡Querida hermana! ¿Puedo llamaros así? Dadme vuestra mano a besar.
Isabel.—(Tendiéndosela.) Tomad. Besad todo lo que os apetezca. (María lo hace.) María: por consejo de gentes a las que mucho aprecio y que me son muy allegadas, he decidido ser clemente con vos. Mi corazón se inclina a la piedad y voy a poner fin a vuestro cautiverio.
María.—Sois muy buena.
Isabel.—Olvidaré lo de Babbington.
María.—¿Babbington?
Isabel.—Sí, el asunto de Babbington.
María.—(Como haciendo memoria.) ¿Babbington... Babbington...? No recuerdo a ningún Babbington.
Isabel.—Tenéis mala memoria, prima. Pues el tal Babbington intentó asesinarme en vuestro nombre. Me atacó con un puñal al tiempo que gritaba claramente: «¡María Estuardo me envió a mataros, zorra protestante!»
María.—¡Ah! Ya caigo. «Ese» Babbington.
Isabel.—Confesó en el potro que le sedujisteis para que apoyara vuestra causa, no lo neguéis.
María.—No, si no lo niego; simplemente es que no me acordaba de cómo fue la cosa en concreto.
Isabel.—Habéis seducido a demasiados hombres para procuraros la libertad. Pero solo yo puedo dárosla y estoy firmemente decidida a hacerlo.
María.—Y yo agradezco vuestra magnanimidad.
Isabel.—Pero habréis de prometer, claro está, que renunciaréis a vuestras pretensiones al trono de Inglaterra.
María.—(Digna.) Bueno, bueno... Eso habría que hablarlo con más calma.
Isabel.—¡¿Qué?!
María.—(Poniéndose farruca.) Que vuestro trono me corresponde ocuparlo a mí, por derecho natural. Vos sois solo una usurpadora.
Isabel.—Me hiere mucho eso que decís, María. Pero ya os he dicho que estoy dispuesta a perdonaros y a no ofenderme por vuestra palabras, porque sé que la pasión os ciega.
Leicester.—Muy bien hecho, majestad. Sois un ejemplo de regia clemencia.
María.—(Mostrándose aún más chula.) De hecho, Inglaterra tendría que volver a ser católica y vuestra falsa fe reformada debería extinguirse y desaparecer.
Isabel.—Os disculpo de nuevo, pues prometí al conde de Leicester ser compasiva con vos.
María.—(Fuera de control.)  Además, sois una mala reina, fría, distante, alejada de su pueblo y sin ningún interés por el bienestar de vuestros supuestos súbditos.
Isabel.—Os perdono también esas palabras, porque sé que provienen del ofuscamiento.
María.—(Que ya no puede parar.) Y como ser humano sois cruel y abominable, pues me habéis tenido encerrada sin haberos yo ofendido en nada.
Isabel.—No me tomaré a mal vuestras palabras, pues imagino que el dolor de la prisión habla por vuestra boca.
María.—(Más envalentonada aún, al ver que la otra no reacciona.) Y sois tan fea que contemplar vuestro rostro hace daño a los ojos.

(Se produce un silencio terrible que no se puede describir con palabras, por lo que ni lo intentamos. Isabel se da media vuelta y se larga de allí. Leicester va tras ella.)

Leicester.—¡Isabel! ¡Majestad! ¡Deteneos!
Burleigh.—(Pronunciando las palabras fatídicas que dan título a este drama.) ¡Te has caído, María Estuardo!

TELÓN


Acto segundo

          (Un patíbulo lleno de mirones. Traen a María y le cortan limpiamente la cabeza, hecho lo cual todos se van a su casa sin decir ni una sola palabra.)

TELÓN

¿Ven como el segundo acto era muy cortito?

Por qué escribir

 

Hay varias razones (principales y secundarias) para escribir un libro. Las enumeraré:
          Por vanidad.
          Por soberbia.
          Por presunción.
          Por fatuidad.
          Por pedantería
          Para darse postín.
          Para fardar.
          Para presumir.
          Para vanagloriarse.
          Para alardear.
Para conseguir ser famoso
Para ligar más (el que ligue algo) o simplemente para ligar (el que no ligue nada).
          Todo esto resulta muy deprimente, lo reconozco, pero el caso es que estamos aquí para decir la verdad, como ya hemos anunciado en el prólogo. En cuanto a la razones secundarias, podríamos volver a echar mano de sinónimos, pero la verdad es que se pueden reducir a una:
          Por ver de forrarse.
          Luego, obviamente, viene la desilusión cuando te queda claro que aunque escribas libros, ni te forras ni ligas ni nadie que no te respetara antes te va a empezar a respetar ahora porque garabatees palabras en un papel o aporrees un teclado de ordenador.
          Las personas que viven de los libros en el mundo hispánico se cuentan, como informalmente se dice, con los dedos de una oreja. No viven de sus derechos de autor, sino de participar en mesas redondas, cursos de verano y similares. Si tienen mucha pero que mucha suerte, se convierten en columnistas de un periódico y cobran todas las semanas, pero escriben lo que les mandan escribir.
          Eso, en cuanto al dinero. En lo tocante a la fama, cualquier asesino amateur consigue en una hora mucha más cobertura mediática que un escritor profesional que lleve cuarenta años produciendo obras maestras.
          Y en cuanto a lo de ligar, no merece la pena ni que le dediquemos un párrafo a tan remota posibilidad. Máxime si se tiene en cuenta que la calidad de un escritor suele ir en proporción inversa a su atractivo sexual. Si no me creen, miren durante unos instantes la foto del grandísimo poeta Rubén Darío y luego me lo cuentan.
          Volviendo al tema que nos ocupa... (bueno, que me ocupa mí, que soy el que está escribiendo sobre ello), tendría que haber otras razones para dedicarse a la literatura. Pero yo desconfío de ellas, como voy a exponer ahora mismito.
          Algunos podrían argumentar —muchos escritores lo hacen— que escriben porque les gusta escribir. Esto es una mentira del tamaño del Naranjo de Bulnes, como mínimo. Si les gustara escribir, escribirían más.
          Demostración: sin apresurarse mucho, se pueden escribir tres hojas por hora, a doble espacio. Eso son más de 1000 palabras; 8000 palabras en una jornada laboral de ocho horas. Cinco por ocho, cuarenta. Y hay muchos libros en el mercado que tienen mucho menos de 40.000 palabras. O sea, que alguien a quien le gustara su oficio (aunque no tanto como para trabajar sábados o domingos), tendría que producir un libro a la semana: 56 libros al cabo del año.
          (Y si no tiene nada que decir, entonces no es un escritor. Y si escribe menos de eso, entonces es un escritor, pero muy vago[1].)
          Otros afirman que escriben para comunicar sus ideas al mundo. Permítame que también disienta (y me ría mucho). Porque en la literatura actual (y en la pasada) hayamos que el 97,5% de los libros que se publican no añaden ninguna idea nueva al firmamento aún por llenar del pensamiento. Son libros escritos a base de clichés y que, por eso mismo, acabarán por desaparecer. Además, para transmitir ideas o posiciones siempre es mejor un ensayo breve o un manifiesto que una novela en la que la protagonista encuentra en un cajón una caja oculta que contiene una antigua carta de amor, un lazo rosa y una fotografía virada en sepia de una mujer misteriosa (la antigua amante de su padre, con toda seguridad) y se pasa 800 páginas jugando con los sentimentalismos del lector.
          Algunos aseguran que escriben libros por un impulso irresistible. Éstos son los peores (por lo menos, los peores a la hora de pretender explicar lo inexplicable). Juran por sus difuntos abuelos que escribieron su primera novela a los tres años (ya que habían aprendido a leer con siete meses), que ganaron su primer premio literario a los once y que desde entonces no han parado. Viendo lo exiguo de su producción, te entran dudas más que razonables sobre este hecho.
          Pero lo malo es que parangonan el deseo e impulso de escribir con el que pueden sentir ante el escaparate de una pastelería de entrar y comprarse dos kilos de bollos surtidos. Para ellos existe esa cosa mística e intangible: la inspiración, que es el equivalente espiritual a los retortijones intestinales: algo que si te sobreviene, te obliga a dejar lo que estés haciendo, por importante que sea, y dedicarte por completo a sacar de tu organismo (nos referimos de tu cabeza) esas ideas que no te dejarán reposar hasta que no estén fuera[2].
          Hay idealistas (presuntos, como es moda hoy en día adjetivar a los criminales) que dicen que escriben por el bien común. Tienen dentro de sí algo tan maravilloso que no creen que la humanidad pueda (o deba) pasarse sin ello: «Qualis artifex pereo!» («¡Qué gran artista pierde el mundo!», que parece ser que dijo Nerón). Esta actitud es de una suficiencia insoportable. Como mis tortillas de patata son las mejores del mundo, publico una receta para obsolescer la recetas anteriores. Ningún gran artista ha sido tan poco humilde.
          Y ahora viene la pregunta del millón de dólares. Si me preguntaran a mí por qué escribo, tendría que dar una respuesta mejor que las antes apuntadas, ¿no es así? Afortunadamente, nadie me ha hecho nunca esa pregunta y confío en que siga siendo así en lo sucesivo. Y creo que no me la han hecho porque todos mis lectores dan por descontado que mis razones para escribir son absolutamente todas las apuntadas más arriba, una detrás de otra.
          Estos son los inconvenientes de comprometerse a escribir la verdad: que te acabas pillando los dedos con el cajón que tú mismo has cerrado.


[1] Quod erat demonstrandum.
[2] Pedimos perdón a lector por lo escatológico del símil, pero no hemos encontrado otro y, además, este sirve a la perfección para lo que queríamos ilustrar.

Cómo ser un poeta ultimísimo

 

Éste es un sistema infalible para convertirse de la noche a la mañana en un poeta ultimísimo y cuyo fulgurante éxito se debe a la falta de criterio de muchos lectores. El sistema es sencillo, repito. Ningún poeta de hoy lo ignora. Consiste en la preparación previa de una serie de términos y su mezcla posterior, como si fuera un cóctel de esos que se supone que se toma la gente con dinero en los chiringuitos de las playas de Hawai.
          El primer paso consiste en tomar diez (o más) sustantivos, al azar. Escogeremos algunos que no suenen a chufla. Por ejemplo: estancia, guante, polvo, sombra, violeta, cielo, muelle, rostro, hoja, fragancia. Ya está. ¿Lo tienen?
          Después, diez adjetivos: azulado, nostálgico, raso, húmedo, invisible, disecado, rupestre, roto, sentimental o los que les apetezca.
          Diez verbos: soñar, hastiar, abrir, viajar, hundir, aventurar, ocultar, temblar, aventar, gustar. Cuanto más imprecisos, mejor.
          Diez adverbios o locuciones adverbiales: lejos, ya, pacientemente, siempre, más allá, de improviso, pronto, a ciegas, con frecuencia, entonces.
          Otros diez nombres: consola, párpado, nombre, lazo, abanico, mapa, espejo, gotera, tela, diploma.
          Por último, diez sustantivos más, precedidos por una preposición: de zafiro, del alma, sin esperanza, desde antiguo, de la infancia, de silencio, contra el pecho, de paso, al oeste, por entre los árboles. ¡Ya están todos los ingredientes!
          El truco de la selección consiste en que los términos no tengan relación ni conexión conceptual alguna entre sí. Que sean de lo más dispar.
          Ahora sólo hay que formar frases, seleccionando de cada grupo el elemento que mejor nos parezca. Si no queremos tomarnos la molestia de pensar ni en eso, podemos escribir las palabras en papeletas e irlas eligiendo, haciendo que el azar trabaje por nosotros.
          Las frases que quedan son así de impresionantemente poéticas:
El rostro azulado oculta siempre diplomas de silencio.
          La hoja absurda sueña de improviso con los espejos de la infancia.
          El polvo invisible se aventura a ciegas por los párpados del alma.
          La fragancia rota se hastía entonces con un nombre contra el pecho.
          La violeta nostálgica tiembla en su abanico de zafiro.
          La estancia húmeda viaja a ciegas por las goteras sin esperanza.

Creo que no son precisos más ejemplos.