Lío en el MoMA

 (1961. Una sala del prestigioso Museo de Arte Moderno (MoMA) de Nueva York. Como ese día juegan los Yankees, no hay nadie allí, salvo una señorita muy obesa y con gafas de concha, Genevieve Habert, que está de pie ante un cuadro, mientras un joven Conserje o auxiliar de sala dormita sobre un taburete en la entrada de la sala.)

 

Genevieve.(Contempla el cuadro durante unos instantes. Luego se dirige al Conserje, le despierta, le coge por un brazo y le arrastra ante el lienzo.) There’s something wrong with this picture.

Conserje.(Despertándose.) What did you say?

Genevieve.—That there’s something wrong with it.

Conserje.—I suppose you’re right: I don’t like it either. They are just a few paper cutouts randomly glued to the canvas. It seems that the painter did not feel like working too hard. These modern artists...! I like Botticelli better. He truly was a real master!

Genevieve.—You don’t understand me. I’m not referring to the quality of the painting, but to the fact that it’s wrongly placed.

(Creemos que es una verdadera pedantería continuar con los diálogos en la lengua neoyorkina y vamos a dar la versión española, para entendernos todos. Retrocedamos)

Genevieve.—Ese cuadro está mal.

Conserje.—¿Cómo dice usted?

Genevieve.—Que está mal.

Conserje.—Sí, tiene usted razón: a mí tampoco me gusta nada. No son más que unos recortes de papel pegados al lienzo de cualquier manera. Se ve que el pintor no tenía ganas de trabajar demasiado. ¡Estos artistas modernos...! Yo prefiero a Botticelli. ¡Ese sí que era un maestro!

Genevieve.—No me entiende usted, no me refiero a la calidad, sino a que está mal colocado.

Conserje.—Está en medio de la sala que le corresponde y bien iluminado, así es que...

Genevieve.—¡Diantres! ¡Que está boca abajo!

Conserje.(Incrédulo.) ¿Boca abajo?

Genevieve.—Boca abajo; se lo digo yo.

Conserje.—¿Y usted quién es?

Genevieve.—Me llamo Genevieve Habert y soy corredora...

Conserje.(Mirándola detenidamente.) Pues, perdone usted, pero así, a simple vista, no lo parece.

Genevieve.—... corredora de bolsa y gran aficionada a la pintura. Conozco muy bien la obra de Henri Matisse y esa pintura está definitivamente boca abajo.

Conserje.—Mire, señorita, sin ánimo de ofender: ese cuadro es una birria mayor que el Gran Cañón del Colorado y el Museo no sabe si está boca arriba o boca abajo. Permítame decirle que usted tampoco lo sabe. Nadie lo puede saber a ciencia cierta. Es lo que tiene el arte moderno, que no se entiende ni hace falta que hace que se entienda.

Genevieve.—¿Cómo se titula el cuadro?

Conserje.—Aquí lo pone, en la tarjetita: «Le bateau».

Genevieve.—El barco, en francés. ¿Estamos de acuerdo en eso?

Conserje.—Si usted lo dice...

Genevieve.—Ahora bien: ¿no ve usted un barco?

Conserje.(Mirando el cuadro detenidamente.) Yo lo que veo es un triángulo de papel azul apresuradamente recortado y pegado sobre el lienzo. Dos triángulos, para ser exactos.

Genevieve.—¡Eso! Pues uno de esos triángulos es un barco y el otro, su reflejo.

Conserje.—¡Cómo va a ser un barco, si no hay agua!

Genevieve.—El agua se la tiene que imaginar el que lo contempla.

Conserje.—Efectivamente, usted se imagina cosas.

Genevieve.—Uno de los triángulos tiene más detalles y el otro, menos; por eso precisamente, porque es un reflejo.

Conserje.—O porque al artista se le fue la tijera.

Genevieve.—Pero el reflejo está arriba, luego el cuadro está al revés.

Conserje.—Oiga, señorita Venegieve...

Genevieve.(Corrigiéndole.) Genevieve.

Conserje.—Gevenieve.

Genevieve.—Genevieve. En mi nombre no hay nieve.

Conserje.—Oiga, señorita: yo sólo trabajo aquí y mi turno está a punto de acabar, así que...

Genevieve.—Llame al director del Museo.

Conserje.(Abriendo unos ojos como platos de cerámica de East Liverpool, Ohio, la Talavera de los EE.UU.) ¡Está usted loca! ¡Al director...! ¡Al mismísimo Monroe Wheeler!

Genevieve.—¿Se llama Monroe?

Conserje.—Sí: en este país muchos majaderos se llaman como los presidentes. O pasa al revés, no estoy seguro.

Genevieve.—Bueno, llame al director, se llame como se llame.

Conserje.— ¡Como si se le pudiera llamar así como así!

Genevieve.—¿No se puede llamar al director?

Conserje.—Se le puede llamar imbécil, presumido y muchas otras cosas, pero sin que él se entere, claro está.

Genevieve.—Quiero decir que le avise.

Conserje.—La he entendido, pero no creo que se le deba molestar. Tiene muy mal genio, sobre todo hoy.

Genevieve.—¿Por qué hoy especialmente?

Conserje.—Porque estamos a fin de mes y dice que no le llega el dinero, con la millonada que cobra. ¡Será cretino! Además, tengo entendido que se ha ido a pescar y no se le podrá localizar.

Genevieve.—¿Se va de pesca en día laborable?

Conserje.—¡Por supuesto! ¿De qué le valdría ser el director de una institución tan importante como este museo de fama internacional si no pudiera cogerse días libres cuando le diese la gana? Los que tenemos que venir a trabajar somos los humildes empleados. El caso de los jefes es distinto.

Genevieve.(Cambiando de tema.) ¿Hace cuánto tiempo que está este cuadro así?

Conserje.—Desde que comenzó la exposición, hace unos pocos días.

Genevieve.—¿Cuántos pocos días?

Conserje.—Cuarenta y siete.

Genevieve.—¿Y cuánta gente viene a ver la exposición de Matisse?

Conserje.—¡Ah, ya! Usted quiere saber cuántas personas han pasado por aquí, ¿no es así?

Genevieve.—Veo que me ha entendido.

Conserje.(Haciendo cálculos mentales.) Pues... a una media de   trescientos cuarenta y ocho visitantes por día, salen unos dieciséis mil.

Genevieve.—¡Dieciséis mil!

Conserje.—Tirando por lo bajo.

Genevieve.—¿No se habrá equivocado usted en el cálculo?

Conserje.—Dieciséis mil trescientos cincuenta y tres, para ser exactos.

Genevieve.—¿Es usted de Ciencias?

Conserje.—Soy de Letras.

Genevieve.—Me extraña.

Conserje.—Soy de Letras, pero eso no quiere decir que sea idiota. Puedo hacer una multiplicación tan bien como cualquiera. ¡Qué manía tienen los de Ciencias de despreciarnos!

Genevieve.—¡Dieciséis mil y pico, nada menos!

Conserje.—Sí, pero no todos los que entran al museo miran los cuadros. Muchos vienen a ligar; otros, a merendar cómodamente sentados en nuestras mullidas butacas, y la mayoría, para poder luego dárselas de intelectuales y presumir ante los amigos diciendo que han estado aquí y que aprecian y entienden el arte. A nadie le importan un rábano los cuadros.

Genevieve.—¡Toda esa gente lo ha visto del revés!

Conserje.—Eso, suponiendo que en efecto esté del revés. Y si tuviera usted razón, más a mi favor: muchos lo han visto y nadie ha protestado. Mire: hasta el hijo del artista se dejó caer un día por aquí y tampoco dijo nada.

Genevieve.—¿Ni siquiera su hijo se dio cuenta?

Conserje.—En absoluto. Bien es verdad que no venía a recrearse con la exposición, sino a cobrar el abultado cheque que le correspondía por autorizarla.

Genevieve.—¿Puede usted darle la vuelta?

Conserje.(Incrédulo.) ¿Al cuadro de los triángulos pegados?

Genevieve.—Claro está.

Conserje.—¿Pero sabe usted lo que está diciendo? ¿Me está usted pidiendo en serio que le dé la vuelta a un cuadro? ¿Sabe usted las alarmas que sonarían en todos los tonos, aunque principalmente en «fa» sostenido mayor? Yo perdería mi empleo tan cierto como que mi abuelo perdió a mi bisabuelo y estaría hasta mi jubilación declarando en comisaría, y eso que sólo tengo veintinueve años. A un asesino en serie no le harían tantas preguntas como me harían a mí.

Genevieve.—Bien. Pues si usted no lo gira y el director está desaparecido...

Conserje.—En una cabaña de los montes Adirondaks.

Genevieve.—Donde sea. Si está desaparecido, tendré que informar a la prensa. Seguro que el «New York Daily News» publica encantado la historia. Cuando se sepa la noticia, el Sr. Wheeler tendrá que pedir disculpas y darle la vuelta al cuadro, probablemente ante las cámaras de televisión. Y la metedura de pata del MoMA pasará a la historia, avergonzándoles a todos ustedes.

Conserje.—A mí no. Yo no tengo por qué saber cómo van los cuadros. Es la ventaja de ser el último mono.

Genevieve.—Pero usted mencionó antes a Botticelli. Quizá entiende un poco de pintura.

Conserje.—Bueno, no especialmente. Tengo un doctorado en Bellas Artes, es verdad, y hasta he publicado un libro sobre el tratamiento de los pigmentos de tonos fríos en la pintura barroca neerlandesa. También doy conferencias sobre los grandes maestros muralistas del Renacimiento durante los fines de semana y por las noches me dedico a escribir el que será mi «magnum opus»: un estudio monumental sobre el influjo de Rubens en los cuadros de la última etapa de Van Dyck. Si trabajo aquí de ujier es para acabar de pagar mi deuda estudiantil, en espera de conseguir un puesto de profesor en alguna universidad de prestigio.

Genevieve.—¡Ah!

Conserje.—Pero, como le dije antes, por mucho que sepas de pintura, el arte moderno no hay por donde cogerlo, no hay quien lo descifre y puede significar cualquier cosa. Así es que no me podrán culpar a mí.

 

TELÓN

Espartaco

 

En la historia de los hombres

hay gestas y también fiascos.

Uno pasó en Roma: la

rebelión de los esclavos,

liderada por un tipo

más raro que un oso calvo,

conocido por un nombre

la mar de feo: Espartaco.

 

Según dicen los Anales

(a los que no hay que hace caso

porque, a la postre, las guerras

las cuentan los que han ganado)

allá en el setenta y tres

antes de Cristo, por marzo,

existía en Capua una escuela

que tenía hasta el sexto grado,

aunque era de gladiadores,

que eran unos no muy majos

que se ganaban la vida

a base de zurriagazos,

por lo que ni decir tiene

que todos eran muy machos,

pues peleando en la arena

no podías ser un blando

y como lo parecieras

te declaraban «no apto».

El dueño de ese recinto

era un patricio murciano

al que, aunque sus familiares

solían llamarle Batiato,

sus cautivos le llamaban

cosas que no hacen al caso

y con toda la razón,

pues el hombre era un tirano

tremendo y no les dejaba

fumar ni escuchar la radio

y no les daba permiso

ni para ir al lavabo.

 

Era una vida muy perra

por unos pocos garbanzos,

que a los pobres gladiadores

les daban muy malos tratos

y les hacían pelear

en festivos y a destajo.

Luchaban unos con otros

y se pringaban de barro

al tener que revolcarse

—lo que les daba mucho asco—,

porque aunque el tópico afirme

que eran todos unos guarros,

amigos de la cochambre

y enemigos de los baños,

esto no es verdad: es sólo

lo que decían los romanos.

En realidad, esos hombres

eran algo refinados;

los había que se habían

sacado el Bachillerato,

eran sensibles y puede

que alguno hasta demasiado.

 

Luchaban bien, eso sí;

y algunos mataban tanto

que de manejar la espada

tenían callos en las manos.

Si les hacían una herida,

se ponían esparadrapo

y, sin parar ni a rascarse,

continuaban peleando

y a cualquiera contrincante

dejaban hecho un guiñapo,

sanguinolento y molido

en menos que canta un gallo.

Eran la flor y la nata

del gremio de los bellacos

y aunque iban semidesnudos

nunca cogían catarros.

 

 

(Todo lo que está aquí escrito

no lo ha contado Plutarco,

quien, pese a toda su fama,

no fue sino un gran pelmazo:

lo cuento yo, que es mejor,

porque estoy más informado.)

 

Pues acaeció que un buen día

dijo Espartaco: «¡Canastos!

Estamos haciendo el primo

luchando por el Batiato

que es, al final del combate,

quien se embolsa los denarios.»

Se hizo de pronto anarquista

y gritó: «¡Ni Dios ni amo!

¡A partir de hoy no daremos

ni lanzada ni guantazo

sin recibir una parte

proporcional, por contrato!»

Batiato dijo que nones

y no les hizo ni caso,

por lo que el líder rebelde

frunció el ceño, soltó un taco

y decidió armar la gorda

con todos sus amigachos.

 

 

Dicho y hecho. Como en Capua

había poquitos soldados

(y éstos pasaban su tiempo

en beber como cosacos,

en seducir a capuanas

y en campeonatos de marro)

no fue difícil la huida.

«¡Esto no es un simulacro!»,

gritó el líder, y en seguida

la emprendieron a sopapos

con los que les custodiaban

y pronto se libertaron.

Léntulo Batiato, que era

cobarde —a más de payaso—,

se asustó y salió corriendo

a velocidad de Talgo;

cuando por fin se detuvo,

se encontraba en Maracaibo.

 

Los gladiadores, unánimes,

como caudillo nombraron

a Espartaco, que sabía

tocar bien el contrabajo,

hacer cestas y también

discutir sobre arte abstracto,

lo que podía ser muy útil

para enfrentarse al Senado.

 

Salieron todos de Capua

como alma que lleva el diablo

y formaron un ejército

grande y terrible —integrado

por cuatro mil gladiadores

y seiscientos marimachos—

que pronto se desmandó

y comenzó a hacer estragos,

arrasando muchas villas

de patricios millonarios,

llevándose de recuerdo

los mosaicos, cacho a cacho.

Como tenían que comer

y el rancho había que pagarlo,

allí por donde pasaban

iban asaltando bancos,

robando gasolineras

y hurtando fruta en los campos.

Asesinaron muy poco,

por un motivo muy claro:

durante su cautiverio

habían ya matado tanto

que esto de matar les daba

aburrimiento y cansancio.

 

En fin: se fueron al sur

pensando en coger un barco,

bogar sin mojarse y

salir de Italia pitando;

pero al llegar a la costa

notaron con desencanto

que el mar les daba mareos,

razón por la que cambiaron

de opinión y decidieron

cruzarse el país de un salto

y escaparse por el norte,

por más que fuese trepando

los Alpes, si es que hacía falta

y, si les pillaba al paso

y no había que dar rodeos,

tomar Roma por asalto

como quien toma un vermut.

Vamos: que estaban chalados.

 

Esta rebelión dejó

al Senado estupefacto.

Consultaron los augurios

y vieron malos presagios

en los que Roma caía

en manos del populacho,

que obligaba a los patricios

a currar y a dar el callo.

Tan horrible perspectiva

los dejó petrificados.

Decidieron mandar, para

pararles los pies, a Craso,

que era un general famoso

aunque un poco patizambo,

muy experto en estrategia

y más bruto que un arado

y que, según se decía,

zurraba que era un espanto.

Después de este nombramiento

un pelín apresurado,

todo cambió: ya se sabe

que la risa va por barrios

y a la Fortuna le dio

por estar con los romanos.

 

En una planicie plana

se enfrentaron los dos bandos

y hubo más muertos que en

la batalla de Lepanto,

pues los gladiadores iban

cada uno a su bola y, ¡claro!,

los legionarios de Roma

era más organizados

y así a los espartaqueños

les dieron por los dos flancos,

hicieron una masacre

y se quedaron tan panchos.

 

¿Qué fue de Espartaco? Dice

la historia que le atizaron

trompazos en la cabeza

y que no llevaba casco,

por lo que quedó hecho tiras,

más roto que un estropajo,

hecho pura fosfatina,

y que murió abintestato.

Esto le pasó por tonto,

por haberse rebelado

queriendo ser libre, pues

se pasa mejor el rato

siendo esclavo y gladiador

que currando en un andamio

o preparando las o-

posiciones al Catastro.


 

Edison, el hombre

 

(Cuento esta película de Clarence Brown, de 1940,  con un experimento sinonímico-literario: el lipograma.)

          Los lipogramas son un sistema para perder miserablemente el tiempo, que consiste en escribir textos donde no se emplea una letra específica del alfabeto. Los inventó un vago a quien se le rompió una tecla de la máquina de escribir y tuvo demasiada pereza como para llevarla a arreglar. Este necio género literario tiene tanta dificultad que muy poca gente lo cultiva y, si no se avisa de antemano, suele pasar desapercibido. Por ello yo les aviso: esta sinopsis de la película sobre Thomas Alva Edison —que no tiene ninguna gracia— no contiene ninguna letra ‘a’, algo muy complicado en castellano. Si alguien encuentra alguna ‘a’ en el texto que viene a continuación, será obsequiado con un chalet en Torremolinos o un ejemplar del libro Las moradas, de Santa Teresa de Jesús, a elegir.

 

 

Edison (1847-1931), el héroe del film descrito, es, de seguro, el científico supremo de los EE.UU. e incluso del mundo. Pero en sus primeros tiempos tuvo oficios muy distintos. Dicen muchos que teniendo solo tres lustros evitó el óbito de un niño pequeño en riesgo de ser muerto por un tren y el progenitor, como premio, le enseñó el código Morse.

          El joven Edison se convirtió en pocos meses en un morsero muy veloz y se empleó en ello por los territorios del sur y el oeste del continente. En cierto momento el hielo destruyó de un golpe el tendido eléctrico entre Port Huron y los territorios del norte y Edison, subido sobre el techo de un tren, envió todos los contenidos precisos con el silbido del convoy. Como solucionó muy bien el conflicto, le ofrecieron un empleo de ingeniero, que desempeñó muy bien por mucho tiempo.

En un tremendo choque de trenes quedó por completo sordo. Pero percibiendo el tintineo del receptor logró eludir su condición de sordo y seguir con sus experimentos, sin percibir otros ruidos. Su mujer estudió junto con él el código Morse y desde entonces se convirtió en su fiel intérprete, con golpecitos en el hombro como signos.

          Edison es el inventor por defecto de nuestro mundo. Él solo registró trescientos inventos y descubrimientos y entre sus logros se incluyen el tubo luminoso, el sonido de los films, el reproductor de cilindros sonoros, el kinescopio y el tren eléctrico, entre otros muchos.

 

(Este resumen cinesco concluye sin el empleo ni de un solo ejemplo del signo en cuestión, como puede verse.)

La metamorfosis


 

Navidad en enero

 ¡Qué lástima ver los timones del mundo virados por grumetes sin ideas ni preparación! Sólo los grandes filósofos estamos en condiciones de ayudar al mundo de vez en cuando.

Y yo, para reivindicar para mí el título de tal, propondré algunas soluciones eficaces para que conservemos en nuestros bolsillos el poco dinero que aún no tienen los bancos.

La medida que les ofrezco consiste simplemente en que pospongamos la celebración de las Navidades al mes de enero. Es cosa harto sencilla.

No hace falta que convenzamos a todos de que lo hagan: bastará que lo haga individualmente el que quiera ahorrar. Está en nuestra mano y es medida de simple aplicación, como paso a explicar prolijamente.

Para empezar, durante el mes de diciembre no saldremos de casa en absoluto (bueno, el que tenga un empleo tiene permiso para ir a trabajar, pero a ningún otro sitio). Esto elimina un verdadero montón de gastos en cenas de empresa, compras de regalos y de lotería, desplazamientos a casa parientes y compromisos sociales de toda índole.

Si os preguntan por vuestra ausencia de tales eventos, decid que vosotros desde siempre celebráis la Navidad en enero. Para justificaros podéis aducir, sin faltar a la más estricta verdad, que durante los primeros siglos del cristianismo el nacimiento de Jesús se celebraba el día seis de enero y que únicamente después de varios siglos, se trasladó al veinticinco de diciembre, solsticio que celebraban los antiguos paganos y cuya importancia quiso capitalizar el cristianismo. Así os las daréis de cultos y de puristas, y no parecerá que queréis ofender a nadie en sus creencias religiosas.

Llegado el mes de enero, procederéis entonces a celebrar vuestras navidades particulares con un mes justo de retraso. Invitaréis a cenar a todos vuestros parientes el día 25 de enero, que probablemente será laborable. Muchos no acudirán a la cena por estar ocupados y porque al día siguiente tendrán que madrugar; otros no irán, sencillamente, porque les parecerá ridículo o una tomadura de pelo. Así es que tendréis que preparar muy poca comida. Ahorraréis dinero.

En cuanto a los regalos, ya habréis recibido los vuestros, bien en Navidad o en el día de Reyes. Lo único que tenéis que hacer es volverlos a regalar a vuestra vez, cuidando únicamente de barajarlos bien para no regalarle a un pariente justo lo que ese pariente os ha regalado antes a vosotros. Ahorraréis todavía más montones de dinero.

En cuanto al turrón, en enero lo venden de saldo en los grandes almacenes: se pueden comprar hasta tres pastillas por el precio de una, pues no lo pueden guardar hasta el año siguiente y quieren, como es lógico, liquidar las existencias.

Como veis, mi plan sólo tiene ventajas.

El único inconveniente es que todo el mundo piense que sois unos grandísimos imbéciles. Pero os podéis consolar con el pensamiento de que seguramente ya lo creían así mucho antes de que pusieseis en marcha vuestro plan «Navidad en enero».

Ramón de Campoamor

 

El poeta de los dos campos, Ramón de Campoamor y Campoosorio, provenía, ¡claro!, de una familia de terratenientes. Tuvo el acierto de nacer en 1817 y cometió la torpeza de morirse en 1901.

Nuestro hombre quiso ser jesuita en su juventud, lo que explica muchas cosas. Estudió Medicina un rato, pero pronto lo dejó. Su gran amor por la literatura le llevó a ser gobernador civil de Alicante y de otros sitios de veraneo. Su carrera política fue brillante: fue consejero de estado, subsecretario, diputado a Cortes, senador y reumático.

En 1861 sus escritos le llevaron a la Academia y le dejaron en la puerta.

Compuso su obra literaria rodeado de gloria popular y envuelto en una faja que le mejoraba mucho el tipo.

Tituló uno de sus libros Ternezas y flores, demostrando así ser más cursi que un trombón con lazo. (Por si alguien duda de esta aseveración, diremos que su segundo libro se llamaba Ayes del alma.)

 Imitó a Lamartine en sus temas y a Victor Hugo en su forma de anudarse la chalina.

Su estilo puede resumirse de manera admirablemente precisa en dos palabras: tono llorón.

Se dudó en su día en clasificarlo como poeta-filósofo o filósofo-poeta. En la actualidad se debate entre pedante-pelmazo o pelmazo-pedante.

Dicen que fue el enterrador de todo lo malo del romanticismo, pero no hay que hacer caso de habladurías.

Sin embargo, la crítica le amó. Leopoldo Alas «Clarín» dijo una vez que Campoamor era «nuestro mejor poeta» y se quedó tan pancho.

A «Azorín» le gustaba mucho Campoamor, lo que no hace sino refrendar nuestra opinión de que sus poemas prosaicos y moralejantes, cargados de filosofía para porteras, no valen un pimiento de esos verdes.

Nos alegra observar que en las principales antologías de poetas del xix Campoamor no figura en absoluto.

Pese a lo antedicho, Campoamor obtuvo gran fama mediante un bien meditado ardid: practicaba todos los días, de 5 a 6, la redacción de pequeños poemas tomados de aquí y de allá para luego «improvisar» en los saraos y escribírselos en los abanicos a las señoras que se los pedían, mientras se tomaban una copa de ponche. Y cuando las señoras de la buena sociedad empezaron a hablar bien de él, sus maridos no se atrevieron a contradecirlas, produciéndose así la escalada social de don Ramón. Recuérdese que en su tiempo se le llegó a considerar un poeta muy superior a Zorrilla, lo que es una injusticia mayor que la Ley Hipotecaria.

Campoamor se dijo inventor de un género nuevo, al que llamó humorada. «La humorada debe ser corta», sentenció. Estamos perfectamente de acuerdo. Cuando tenemos que leer algo de Campoamor, queremos que sea lo más corto posible.

Y zambulléndonos de pleno en el asunto: ¿tienen la más mínima gracia las humoradas de Campoamor? La respuesta es no, se pongan los críticos como se pongan.

          ¿Por qué lo hizo el bueno de don Ramón? Por ese afán español de ser más que el vecino, de inventar algo perdurable. No fue él sólo. Unamuno declaró que lo que él escribía no eran novelas, sino nivolas. Valle-Inclán quiso redenominar al género grotesco como esperpento. No faltó quien, en lugar de sonetos, dijo escribir sonites (Manuel Machado). Las greguerías no son sino metáforas más o menos superrealistas. En fin, vanitas vanitatis.

          (Porque a lo que se puede aspirar es a escribir algún buen párrafo que otro. Inventar géneros no está al alcance de todos, por más que se empeñen estos autores de teatro moderno que rellenan sus obras con proyecciones en Power Point o fuegos artificiales.)

          Volviendo a Campoamor, ya que estamos, puede que sus doloras sí pudieran considerarse como un subgénero medianamente identificable y distinto. Las más famosas son El gaitero de Gijón y esa otra en donde se mostró inesperadamente sincero y que se titula ¡Quién supiera escribir!

          Él mismo definió sus géneros. Citamos textualmente: «¿Qué es humorada? Un rasgo intencionado. ¿Y dolora? Una humorada convertida en drama.» ¡Qué definición más inane! ¡Un rasgo intencionado! Un rasgo ¿de qué? ¿Y con qué intención? Esta frase no nos dice nada en absoluto.

          Ejemplo de humorada:

 Las hijas de las madres que amé tanto

me miran hoy como se mira a un santo.

 ¿Les ha hecho reír? ¿A que no? Pues eso.

          ¿A qué conclusión llegamos después de todas estas disquisiciones divagantes? A que Campoamor sí inventó algo después de todo; inventó el humor sin pizca de gracia.