Primera plana

 

Billy Wilder, 1974

 

 

En Primera plana, de

Billy Wilder —¡gran artista!—,

se pone de vuelta y media

al mundo de la noticia

impresa en papel, que es algo

que produce mucha grima,

pues todos los integrantes

del gremio de periodistas

son capaces de matar

a sus madres y sus tías,

a sus hermanas y abuelas,

a sus cuñadas y primas

si de resultas de ello

consiguen una primicia.

Como nos menciona el film,

cuentan cientos de mentiras

y, sin reparo, a las madres

piden las fotografías

de sus hijas si las violan,

para la prensa amarilla;

y cuando estas se las niegan,

se las roban con perfidia.

Su trabajo siempre es

de naturaleza efímera

y el diario en que se cuenta

hoy una infamia política,

una detención de cacos

que logra la policía

u otro suceso de impacto

que tuvo lugar la víspera,

tan solo sirve mañana

para envolver la inmundicia

de algún pobre periquito

que se haya muerto ese día.

 

(El lector sabrá discul-

par esta visión tan cínica,

mas conste que no es la nuestra:

es la que enseña la cinta,

que —hemos de reconocerlo—

tiene calidad magnífica.)

 

Pasemos al tema. A Hildy

le pagan mucho por línea,

porque es un gran reportero;

pero se va, se las pira;

va a abandonar su periódico,

pues se ha ligado a una piba

que tiene muchos encantos

en sus zonas curvilíneas

y se va a casar con ella

y a hacer lo que se imaginan.

 

Pero al jefe (Walter Burns)

—un tío bruto y egoísta

que solo piensa en la pasta—

no le hace esto ni pizca

de gracia, que al día siguiente

va a ajusticiarse a un marxista

y quiere que Hildy dé

su texto a la linotipia.

Tienen un tira y afloja

después de un afloja y tira

con variadas discrepancias,

con síes y negativas,

con noes y afirmaciones;

y, aunque Hildy tiene prisa

(porque su novia le espera

y ha concertado una cita

en el tren), Walter consigue

(tras de dorarle la píldora)

que el otro se quede un rato

a redactar la primicia.

 

¿Qué pasa entonces? El preso

(que es solo una infeliz víctima,

porque no tiene ni media

bofetada ni en su vida

ha matado ni a una mosca)

se escapa de la injusticia

de que le ahorquen por ser

un poquitito izquierdista

y busca dónde esconderse,

ya que su vida peligra.

 

(Un inciso. Explicaremos

que todo esto es una crítica

política muy mordaz,

pues sabe la policía

que el hombre es inofensivo,

como un plato de natillas;

pero como va y resulta

que se encuentra ya a la vista

la elección del nuevo sheriff,

el candidato precisa

tener contenta a la gente

y ¿qué cosa da más dicha

al pueblo llano que ver

cómo cuelgan de una viga

o un patíbulo a un señor

y contemplar cómo oscila?).

 

El pobre reo, escapado,

se refugia en la oficina

de los chicos de la prensa

al notar que está vacía.

Se mete en un secreter

y mira por la rendija

para saber si está a salvo.

Mas llega Hildy y le pilla.

Y como le quiere hacer

una interviú exclusiva,

se decide a protegerle

y hasta a ayudarle en su huida.

 

Sigue una escena dramática

en que una pilingui amiga

de Hildy, que sabe todo,

cuando llega la pandilla

de reporteros buscando

al «malvado comunista»,

por distraer su atención

se tira por la cornisa,

arriesgándose a partirse

un pie, una pierna o la crisma,

circunstancia que aprovecha

para buscar la salida

el fugitivo, que escapa

con suerte, potra y chiripa.

Mas solo por poco tiempo,

porque se hace una batida

policial en toda regla

y, al fin y al cabo, lo trincan.

 

Viene ahora un punto de giro,

pues se descubre enseguida

que el señor gobernador

ya había estampado su firma

en un indulto que el sheriff

del condado —con perfidia—

escondió durante un tiempo,

usando de esta engañifa

para procurarse votos

con esa ajena desdicha.

 

Todo acaba bien (parece).

Hildy se va con su chica.

Walter le da un reloj como

regalo de despedida

y le desea mucha suerte.

Pero cuando la película

parece que ya se acaba,

cuando el tren está que pita

para salir del andén,

Walter, con mucha pupila,

dice a las autoridades

que Hildy es un caco, un pinta,

un sinvergüenza y ladrón,

y que le hallarán encima

un reloj que le ha robado,

con cadena y manecillas.

Así asegura su vuelta,

porque la grey periodística

no se detiene ante nada

y muestra conducta inicua

con tal de que no se queden

sin copia las rotativas.


 

El trovador

 

Antonio García Gutiérrez (1836)

 

          Si alguna vez se «operó» un dramón, fue en la historia de Manrico, el trovador con mala suerte[1].

          El conde de Luna, a la luz de la ídem, en vez de dormir tan a gusto y a pierna suelta en su palacio de la Aljafería, en Zaragoza, se pasa las noches en vela, pateándose arriba y abajo una callejuela llena de barro donde vive su amada Leonora, dama de honor de una princesa u otra. El conde lunero siente celos de su rival, el trovador Manrico, quien, sin embargo, no aparece por allí, al menos en este acto.

          Al capitán de los guardias le han encargado que vigile la calle, no vaya a ser que algún delincuente del barrio le robe al Conde el reloj y la cartera. Pero los guardias se duermen y su capitán, para mantenerlos despiertos, les narra la tremebunda historia del Conde. Una gitana fue acusada de embrujar al hermano pequeño del de Luna cuando ambos eran pequeñitos. La presunta bruja acabó en la hoguera innecesariamente (no había habido embrujamiento ni nada por el estilo), pero se vengó, porque era de armas tomar: encargó a su hija, Azucena, que no se quedara mano sobre mano viendo cómo achicharraban a su madre. Azucena, como retoña obediente, cogió al niño y lo arrojó a la hoguera en que ardía su progenitora, para aprovechar el fuego. Los guardias, al escuchar esta narración, pierden el sueño para un mes largo.

          En el jardín del palacio de la princesa coinciden esa noche los personajes y, como está oscuro, pisan más de una de esas cosas que dejan los perros por ahí cuando se les saca a pasear. Leonora confunde al Conde con su amante (ambos llevan el mismo corte de pelo: ninguno, porque en el siglo XV, entre los varones tardomedievales, se estilaban las greñas) y corre sus brazos. Entonces llega Manrico a liarla. El Conde reconoce a su rival y le reta a pelear, mientras Leonora profiere grititos por miedo mientras acaba el acto.

          En un campamento gitano, Manrico se sienta junto al lecho de su madre, que tiene dolor de cabeza porque, al fondo, los gitanos golpean yunques con sus martillos, armando un ruido tremendo. Esta madre resulta ser... ¿quién dirán ustedes? ¡Pues nada menos que la gitana Azucena. Ella es más vieja que la Ley Hipotecaria, pero sigue rumiando su venganza por la muerte de su madre, ya que el achicharramiento del Luna pequeñito no le parece bastante.

          Entonces empieza el barullo, porque Azucena le confiesa a su hijo (Manrico) que cuando intentó quemar al hijo (del padre que era su padre y también padre del Conde actual), quemó por error a su hijo (al suyo propio). La justificación que da para esto es que ese día, con el ajetreo, no llevaba las gafas puestas.

          Manrico se da cuenta (no sabemos cómo, pero se da) de que él no es hijo de Azucena, aunque la ama como si fuera su madre (que no lo es, aunque él creía que sí hasta el momento en que dejó de creerlo; que hizo muy bien en dejar de creerlo, porque no lo era).

          Llega entonces un mensajero a mensajear que Leonora piensa que Manrico está muerto, pues debería estarlo si tenía que pelearse con el Conde, que tiraba muy bien a las armas. En su desesperación, ella ha decidido quitarse del medio, ingresando en un convento muy adecuado, porque allí se lleva un hábito marrón que favorece mucho y hace juego con el color de su cabello (por no hablar de los dulces de coco tan ricos que hacen allí).

          Nuestro héroe corre a rescatar a Leonora de las garras de las monjitas y ¡menos mal que lo hace!, porque el malvado Conde (como es el malo del drama, creemos que ya le podemos ir dando el apelativo de ‘malvado’ y otros semejantes) pretendía raptarla, cosa que Manrico impide mediante el procedimiento de madrugar más y raptarla él.

          Por otra parte, los soldados del Conde se han ganado bien su sueldo y han capturado a Azucena. El jefe de la guardia la reconoce como la gitana que raptó a su hermano (el de él no: el del Conde). Sabe que es ella por un tatuaje del «Che» Guevara que ella lleva en la espalda. El Conde, al saber que es la madre de Manrico (o casi), tiene ahora doble motivo para condenarla a morir. Al principio duda entre cortarle la cabeza o quemarla viva, pero como la noche está fría y por allí corre ese vientecito zaragozano tan famoso, no tarda mucho en decidirse.

          En un castillo (no sabemos si es propiedad de Manrique o alquilado) ambos amantes se aman con amor amoroso. Pero su dura no dicha tanto (¡vaya una metátesis más gorda!), porque no faltan gente de esas cotillas que no hacen nada más que enterarse de cosas e irles y venirles a las gentes con el cuento. Alguien llega a informar de que el Conde se propone hacer con Azucena un pincho moruno tamaño natural. Manrico tiene que ponerse los calzoncillos (les había pillado la noticia en medio de algo importante) y salir escapado en su ayuda, deteniéndose solamente lo imprescindible (doce minutos y medio) para recitar un soliloquio. Cuando acaba de hacerlo, se marcha raudo como el viento (¡otra cursilada!; se conoce que hoy no estamos muy finos).

          Nada más llegar a rescatar a su cuasimadre, Manrico cae prisionero del de Luna. Leonora llega también —pues no se va a perder el último acto, siendo la protagonista— y ruega piedad para su amado. El Conde responde con un vocablo que no es para transcrito.

          Como último recurso, Leonora le ofrece al Conde su cuerpo a cambio de la libertad de los presos y el Conde accede, pensando que siempre podrá luego volver a apresarlos, tras haber disfrutado de la castaña (de la belleza del pelo castaño: de Leonora, queremos decir). Ella, por su parte, planea dejarle con la miel en los labios o en cualquier otro sitio, pues se ha tomado un veneno de efecto retardado para no tener que entregarse al canallesco Conde.

          Marcha al calabozo y anuncia a Manrico que él y Azucena están ahora libres como unas golondrinas y les aconseja que huyan. La gitana dice que bien, pero que antes tiene que echar un sueñecito. Manrico no quiere irse sin Leonora y ambos comienzan a discutir. Pero antes de que lleguen a un acuerdo, Leonora agoniza y muere en brazos del galán, que se queda de piedra.

          Como hemos llegado al clímax y tienen que pasar sucesos todavía más graves, aparece por allí el Conde y, al ver a Leonor fiambre (fiambra, si somos políticamente correctos), entiende que ella ha preferido eso a entregársele y coge de inmediato un terrible complejo de inferioridad, por considerarse feo y desagradable (que lo es, solo que antes no se había dado cuenta).

          Vengativo, ordena la ejecución de Manrico, que no se resiste porque se ha quedado vegetativo de la impresión recibida. Mientras se cumple la terrible sentencia y los soldados apiolan al trovador (que, curiosamente, no ha trovado nada en toda la representación), Azucena se despierta, se despereza y se entera de que a Manrico le han mandado a ese sitio de donde vuelven muy pocos (no decimos que no vuelve nadie para que no se enfaden con nosotros los espiritistas).

          La vieja pega un chillido que le pone los pelos de punta al público e incluso al apuntador —aunque este ya la ha oído en todos los ensayos— e increpa al Conde de esta manera:

          —¡Cacho de animal! ¿Qué has hecho? Manrico era tu hermano, porque aquel día me confundí al quemar al niño, ya que les tenía a él y a mi hijo, uno en cada mano, y soy un poco disléxica. Así es que quemé al que no era y crie al otro. ¡Manrico era tu hermano, pedazo de fratricida! Pero bueno, así, por lo menos, mi madre queda definitivamente vengada. ¡No hay mal que por bien no venga!



[1] Hacemos este juego de palabras tan pedestre porque con esta comedia se hizo una ópera del mismo nombre, con música de Giuseppe Verdi y un libreto que Salvatore Cammarano le plagió a nuestro García.