Peribéñez o el comendador de Ocaña

 

Estudiarse Peribáñez

o el Comendador de Ocaña

comedia que ha producido

más de dos y tres neuralgias—

aclara un montón de cosas

sobre la cultura patria

y nos convierte en expertos

sobre la barroca España.

Nadie hay más sabio que Lope

ni con mayor perspicacia,

que sea capaz de contar

claramente en dos patadas

cómo era la gente aquella,

cómo vivía, qué pensaba,

si comía huevos fritos

o solamente ensaladas.

 

¿Qué verdades aprendemos

de esa comedia afamada?

Nos enfrentamos a dos

opciones diferenciadas:

o bien ustedes la leen

y se enteran de qué trata

o bien se la cuento yo

y, a cambio, ustedes me pagan

en moneda o en especie,

que es la solución más práctica,

pues pasan el tiempo ustedes

en algo que les distraiga

y yo así rentabilizo

mi cultura acumulada.

 

Pues bien, Peribáñez dice

que en la España de los Austrias

todas las mujeres nobles

eran feas y con ganas.

Y así sucedía entonces,

debido a esta circunstancia,

que comendadores, nobles

y toda la aristocracia

se pasaban todo el día

persiguiendo a las villanas

y a las mujeres del pueblo

que eran hermosas y sanas.

rubicundas como Apolo,

redondas como manzanas,

suaves como las natillas,

dulces cual las mermeladas,

con sus cosas en su sitio

sabiamente colocadas.

Si podían, seducíanlas;

y, si no podían, violábanlas.

Si estaban de suerte, huían;

si no lo estaban, cobraban

a manos de los maridos,

que les daban de cornadas.

 

Otras verdades barrocas

jamás antes mencionadas:

¡Juntan nombres y apellidos

en singular mezcolanza!

Pedro Ibáñez se convierte

en Peribáñez. ¡Pues, vaya!

Implantando esta costumbre

se obtienen mil cosas raras

en materia de apellidos:

Juanínez (de Juan Martínez)

o también Albertibarra,

Joseínez, Carlilópez,

Federiplá o Jorgiayala.

Esta práctica es curiosa

y hay que popularizarla.

 

Hay más cosas: los pintores

de aquel tiempo se alquilaban

por horas, para pintar

(escondidos tras las matas)

a toda suerte de mozas,

a todo tipo de damas,

para que luego el amante

y el marido se atizaran

a placer por el honor.

¡También hay que tener ganas!

 

Y, para acabar, diré

que era una cosa aceptada

que en el lugar de un conflicto,

siempre oportuno, acertaba

a pasar por allí el Rey

que andaba siempre de marcha.

Se encontraba con un noble

asesinado y dictaba

sentencia perdonatoria

al villano que matara

suponiendo su inocencia,

que era costumbre arraigada

que los nobles de ese reino

fueran violando a mansalva

a todas las campesinas,

niñas, jóvenes y ancianas

que encontraban a su paso

en planicie o en montaña.

Pero lo más sorprendente

es cómo podía el monarca

ser tan ubicuo y estar

en todas partes de España

como por casualidad.

 

Esto es todo. Aquí se acaba

este análisis somero.

No se olviden, por vagancia,

de hacerme la transferencia

en esta misma semana

al número de la cuenta

que hay más abajo indicada:

4353 7575 98 4850076342.

 

 

2001, una odisea del espacio

 

Hoy les cuento 2001,
una odisea del espacio,
basada en El centinela,
un prodigioso relato
de Arthur C. Clarke, ese experto
de lo cienciaficcionado.

La cosa empieza al principio
con un tinte darwiniano
y unos monos muy astutos
aprendiendo a dar un palo
al vecino con un hueso,
que se convierte muy rápido
en estación espacial
sita, ¡claro!, en el espacio
y que está llena de armas
como bien imaginamos.

¿A qué reflexión incita
este milenario salto?
Está claro: que en milenios
de evolución y gazpacho
el hombre sólo ha aprendido
a zurrar a todo pasto
y a armarse para chafar
al que esté en el otro bando.
El resto es algo superfluo
y no hace falta contarlo.

Segunda genialidad
que en esta historia encontramos:
hay en la luna una cosa
desde hace un porrón de años
y no la han hecho los hombres:
es algo interplanetario.

¿Conque resulta que el hombre
no está solo en el espacio?
¿Conque hay otra gente ahí fuera?
¿Conque son mucho más sabios?
Así, el antropocentrismo
queda al momento hecho cachos.
Nuestra ciencia está en pañales.
Y aún hay otro corolario:
que todas las religiones,
las fes y los credos varios
que dicen que el hombre es
el centro de lo creado
hacen, de una vez por todas,
un ridículo sonado.

En el siguiente capítulo
una nave va a algún lado
y sus vagos tripulantes
pasan los años roncando.
Hete aquí que se despiertan
por un método automático
y al computador de a bordo
(que siempre les ha hecho caso)
se le ocurre amotinarse
por ver a qué sabe el mando.
Y como es mucho más listo
que todos los astronautos,
hace un rato lo que quiere
hasta que es desenchufado.

¿Qué nos enseña a nosotros
en esencia este pedazo
de cuento? Que todos quieren
ser los amos del cotarro
y que, por más que pensemos
que estamos civilizados,
hombre, máquina o tomate,
—seamos lo que seamos—
todos queremos mandar;
y el medio en que lo logramos
es usar contra el vecino
todos nuestros megavatios.
Por la fuerza nos ungimos,
por la fuerza destronamos;
si el que manda no nos gusta
le hacemos trizas el cráneo.
Así era en la prehistoria
y mucho no hemos cambiado.

Ya llegamos al final,
que es un trozo complicado
de argumento psicodélico
al estilo de Andy Warhol.
La nave se acerca a Júpiter
y allí pasa algo muy raro.
El astronauta ve cosas
que le dejan mareado:
ve a un niño estelar; también
se ve a sí mismo, de anciano;
ve un salón casi sin muebles,
todo pintado de blanco.
En fin, ¿para qué cansar?,
parece que se ha tomado
algo de ácido lisérgico
y que el hombre está flipando.

¿Y cómo se explica esto?
(Ahí es donde me han pillado,
porque es que ni yo lo entiendo.
Mas como hay que decir algo
me inventaré un simbolismo
para así salir del paso.)

Pues el sentido, señores,
yo diría que está muy claro:
y es que hay cosas en el mundo
que, por más que las pensamos,
no podemos entenderlas;
es el misterio primario,
el enigma primigenio,
lo oculto, el ignoto arcano
de la esencia de este cosmos,
lo inefable, el negro manto
que cubre los mil niveles
de realidad de los actos
del universo, es el tiempo
que trasciende nuestros años,
el efluvio de lo etéreo,
el sentido de lo vago,
el numen de lo invisible,
el Ka y la sota de bastos.

La naranja mecánica

 

Esta es la historia de Alex

y su pandilla de drugos,

que son una tribu urbana

de chicos bastante brutos

con un look un tanto «retro»

y olor bastante perruno

que campan por sus respetos

en un mundo del futuro,

que luego resulta Londres

(un Londres la mar de sucio

que, aunque es de ciencia-ficción,

no es como en el 2001

—la película anterior

del cineasta stanleykúbrico—

en que todo era tan blanco

y limpio que daba gusto.)

 

La cosa empieza en que están

sentados en un tugurio

bebiendo leche con mercro-

mina, para darse impulso.

(Yo he probado ese mejunje,

pero a mí me supo a engrudo

y ni me puso contento

ni sentí estar hecho un mulo.)

Salen a buscar mendigos;

pronto se encuentran con uno

y le dan una somanta

que se escucha desde Suffolk.

Luego entablan un combate

con otra banda de furcios;

se meten en una casa

vestidos de narigudos

para estar un rato haciendo

el cafre y el energúmeno,

porque es un hecho palmario

que no han leído a Confucio.

(Este trozo me lo salto,

porque es un trozo muy crudo

con violencia, violaciones,

sangre, guarradas, insultos

y esas cosas censuradas

que a los niños gustan mucho

pero que no está bonito

poner en un sitio público.)

 

Como son malos, malísimos

el Alex y sus mendrugos

al final los trincan, pues

en ficción algo es seguro:

el criminal nunca gana.

Aunque de todos el único

acusado es Alex, quien

pasa un tiempo de recluso.

 

Pero luego los científicos

tienen un proyecto estúpido

que impide, mediante química,

cualquier clase de exabrupto.

El sistema es ingenioso:

le hacen ver mil filmes pútridos

para hacer que le den náuseas

los golpes y los desnudos,

con lo que el Alex se queda

con el ánimo pachucho.

 

Le sueltan, vuelve a su casa

y queda patidifuso

al notar que su familia

le trata como a un felpudo.

Sale a la calle, se encuentra

en un puente con un grupo

de mendigos que le endiñan

cien trompazos por minuto.

Luego le cogen dos «polis»,

que eran dos amigos suyos

de su banda que, enfadados,

casi le parten el húmero.

 

Pide ayuda en una casa

que, por azar, es de uno

al que sacudió en su día.

Y el dueño, bastante cuco,

finge que no le conoce,

disimulando su júbilo.

Le da un plato de spaguettis

con un copazo de orujo

(lo justo para inducirle

a un sueño o sopor profundo)

y Alex queda al mismo tiempo

adormecido y recluso.

El tipo quiere venganza,

dejarle muerto y difunto.

Decide acabar con él

por procedimiento músico

haciendo que oiga a Beethoven

hasta que Alex queda mustio

y salta por un balcón

que está más alto que Cuzco,

dándose un trastazo inmenso

e ingresando en un quirúrgico.

 

Al cabo de algo de tiempo

(fue en septiembre y ahora es julio)

Alex consigue dejar

de comer por un embudo

y comienza a mejorar

y a quitarse algunos puntos.

Un ministro oportunista,

parecido a Victor Hugo,

se hace una foto abrazado

a Alex, cual si fuera un pulpo,

y le promete un empleo

como vendedor de churros,

pues Alex no sabe hacer

ni la ‘o’ con un canuto.

 

El final de la novela

—ya lo maliciaba alguno—

describe a Alex contemplando

de una enfermera los glúteos

porque el efecto del fármaco

dura, sí, pero no mucho.