Llega a mis ojos (porque lo he leído en un
periódico) que la muy ilustre, muy insigne y muy más cosas villa de Madrid va a
querellarse contra los herederos de Luis Fernández de Sevilla y Anselmo C.
Carreño, autores del libreto de la zarzuela Don Manolito, por injurias y
etc.
Estamos de
acuerdo en que la zarzuela Don Manolito es aborrecible (cosa que nos
apena a los que amamos ese género, pero don Pablo Sorozábal, al componer,
alternaba alegremente las melodías exquisitas con las detestables, a las que no
quería renunciar una vez compuestas). Pero la letra nunca había producido el
más leve sarpullido hasta que el mencionado artículo (que. por cierto, aún no
lo he mencionado) nos ha abierto los ojos a su cruda realidad
insulto-malgustizante, al hablar de Madrid.
Y eso que el
propósito de sus ramplónicas y pachanguerísticas melodías era precisamente el
contrario: exaltar la patria chica de la Casta, la Susana, don Hilarión y el
que le pegó la bofetada a don Hilarión, (que se llamaba Julián y cobraba cuatro
pesetas, según el mismo no tenía inconveniente en reconocer).
Porque dice
el cantable (y resumimos los comentarios del comentarista):
¡Viva Madrid, que sí, que sí,
que sí!
Pase lo de«¡Viva Madrid!», pero la insistencia
siguiente lleva ya una crítica implícita. Parece como si se esperara que al
grito de «¡Viva Madrid!» fuera a seguir un clamor de voces de censura diciendo:
«¡No! ¡De ninguna manera! ¡Fuera!» y los letristas se anticiparan a tales voces
insistiendo en que sí, que viva Madrid y que, al que le pique, que se rasque,
en una muy castiza postura chulesca.
«¡Viva
Madrid!» Vale. Dicho lo cual, a los escritores no se les ocurre qué otra cosa
decir a continuación. Podrían hablar de las excelencias de dicha ciudad, si las
hubiera; pero, como no las hay, no saben cómo seguir. Sin embargo, la música es
como un tren, que no espera, y los letristas se ven obligados a pergeñar algo
para que los cantantes puedan cobrar el sueldo. Así es que se arrancan con
aquello de:
Do, re, mi, fa, sol, la, so,
do, re, mi.
O sea: usan
como letra el nombre de las notas de la melodía. Seguro que en este momento se
vieron tentados de seguir así durante toda la pieza. Pero quizá algún amigo
bienintencionado les convenció de que no lo hicieran, por el bien de sus
carreras literarias, y les instaron a que compusieran algo de verdad.
Tras mucho
pensárselo Luis Fernández de Sevilla y Anselmo C. Carreño se fueron por los
cerros de Úbeda, porque afirman:
El canto del milano se llama
esta canción.
¿No habíamos quedado en que la canción se llamaba
«Seguidillas», del acto 2º de Don Manolito? Pero lo que sigue es peor,
porque nos dicen incluso cuándo se puede y cuándo no se puede cantar la dichosa
canción:
Se canta en el invierno del
ronco viento al son.
Primero:
tiene que ser invierno. Segundo: tiene que haber un viento que esté ronco
(¿cómo será eso, Dios mío?) y luego hay que cantar su son y no puedes cantar
por tu cuenta. Parece difícil, pero los autores nos resuelven la dificultad
añadiendo:
Perejil, don, don,
las armas son
del nombre virulí
del nombre virulón.
¿Quién es el virulón? Nos consume la curiosidad. Además, ¿de qué armas se habla y qué tienen
que ver? Parece como si los autores tuvieran pensadas unas frases desde años
ha, en espera de que les sirviesen para la letra de una canción cualquiera.
Pasan los años y no encajan en ninguna romanza. Hartos de guardar la ficha con
las frases sin usar, las meten con calzador aquí, por no poder hacerlo en
ningún otro sitio.
Continúa la letra:
Morito pitipón.
¡Hombre! Por
fin aparece el protagonista de la canción, aunque llega algo tarde. A lo mejor
acaba teniendo argumento y todo. Lo que pasa es que no conocemos el adjetivo
‘pitipón’, con lo que nos quedamos sin conocer la personalidad dramática del
morito.
Arrevuelto con la sal y el
perejil.
¡Hala!
«Arrevuelto» Luego se quejan de los recientes planes de estudio, pero estos
señores se supone que aprendieron a escribir hace muchos años y que hicieron
muchos dictados cuando niños, así es que no nos explicamos este fallo garrafal.
(Salvo que sea una crítica a la cultura de los madrileños y el error sea
deliberado, para dar tipismo al ambiente).
Y ¿qué hace el morito con sal y perejil? ¿Son
antropófagos los madrileños? Aquí nos perdemos.
El amor no es sólo un niño,
es también un otoñal.
Los autores
no han sabido definitivamente qué hacer con el morito y lo han abandonado a su
suerte, pasando a otro tema menos controvertido: el amor.
No hay edad en el cariño,
el amor no tiene edad.
Estas dos frases dicen exactamente lo mismo con
distintas palabras. Parece que la zarzuela va dirigida a un público zoquete que
precisa que le repitan las cosas muchas veces. Después de la digresión sobre el
amor, los autores (¡por fin!) se disponen a hablarnos de Madrid y nos dicen con
toda desfachatez que
En Madrid hay una niña que Catalina se llama.
Chriviriví morena y salada.
(No entendemos lo de ‘Chiriviriví’, pero lo perdonamos.
Sólo pretendemos enterarnos qué le pasa a la tal Catalina.)
En Madrid hay un palacio que
le llaman de oropel.
Aquí nuestra
indignación no conoce límites, porque los autores tampoco saben qué hacer con
Catalina, la abandonan, como abandonaron en su momento al morito, y nos hablan
de un palacio con una gramática infame, puesto que el palacio no «se llama de
oropel», en todo caso «estaría hecho de oropel». Un asco de letra, vamos.
Allí vive una señora que la
llaman Isabel.
¡No se dice
«una señora que la llaman», zopencos! Se dice: «una señora a la que llaman».
Esto es un anacoluto como el castillo de la Mota. Isabel sufre la misma suerte
que Catalina y el morito, y es abandonada despiadadamente por los autores que,
decididos a convencernos no se sabe cómo de que como Madrid no hay nada, nos
cuentan lo siguiente:
La puerta de Toledo tiene una cosa:
que se abre y que se cierra como las otras.
¡Valiente hazaña! Evidentemente, por mucho que se
estrujaron las meninges los señores Luis Fernández de Sevilla y Anselmo C.
Carreño no consiguieron contar nada interesante de la capital de España. Es
más, nos olemos que la mitad de la letra de su canción está robada de algún
cancionero popular.
Y finalizan
su obra, diciendo convencidos:
¡¡¡Madriiiiiiiiiiiiiid!!!
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