(Anécdota teatral)
Faltaban veinte minutos para empezar la función y una de las actrices no había llegado. Había llamado antes por teléfono diciendo que estaba cerca, que aparcaba y que venía, que no nos preocupásemos.
Pero volvió a llamar para decir que acababa de tener un accidente. No le había pasado nada, pero su coche estaba destrozado y la policía la retenía.
¿Qué hacer? Ella interpretaba el papel de reina, bastante largo, no recuerdo en qué comedia. No había nadie allí que la pudiera sustituir.
Pero yo no estaba dispuesto a suspender. Miré alrededor, considerando mis opciones (como se ha puesto de moda decir) y vi sentada entre bastidores a la madre de una de las actrices jóvenes. Era una señora que no había hecho teatro en su vida ni conocía la obra en absoluto.
Pero no importó: yo necesitaba una reina y ella era la única disponible. Le conté lo que había.
—¡Pero si yo no me sé el papel y no hay tiempo para que me aprenda ninguna frase! —protestó.
—Da igual. Salga a escena y no hable: ya hablaremos los demás por usted.
—¿Se puede hacer eso en una función? —quiso saber.
—No lo sé. No lo he hecho nunca —respondí.
Los pocos minutos que quedaban los dedicamos a vestirla. El traje le quedaba muy mal y tuvimos que hacer milagros con los imperdibles.
Salió a escena empujada y los otros actores la íbamos cogiendo del brazo y moviendo por escena. Cuando alguien se dirigía a ella, otro actor contestaba diciendo cosas como: «A la reina le apetece tomar una copa de vino» o «La reina, aquí presente, os pregunta a qué se debe este alboroto».
La buena mujer no dijo ni una sola palabra durante toda la representación, aunque intervenía en muchísimas escenas.
Sorprendentemente, el público no notó nada: simplemente pensó que aquella reina era directamente subnormal.
Cuando acabó la función no faltó quien nos dijo:
—¡Qué simpático el personaje de la reina vaga, que hacía que sus súbditos hablasen por ella!
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