Sidney Lumet (1957)
Cuando una película inserta en su argumento consideraciones de filosofía moral, reflexiones sobre la condición humana, detalles de psicología de masas y conflictos sociológicos pueden pasar dos cosas: se convierte en uno de los grandes hitos del cine o, las más de las veces, en un soberano bodrio que duerme a las vacas. Afortunadamente, con esta película ha sucedido lo primero.
Los doce hombres que integran el jurado sobre cuyas deliberaciones trata el film no es que no tengan piedad, sino que —como el título original (Twelve Angry Men) nos revela— están cabreados. ¿Con qué? Pues cada uno con cosa, porque parece ser que el Sueño Americano tiene también sus pesadillas y que todos quieren compensar sus frustraciones personales de la manera que es más habitual entre los humanos: haciéndoselas pagar a otros que no tienen culpa alguna.
La docena se reúne para juzgar a un joven parricida que no tiene coartada y al que todo acusa. La idea que les posee es decidir el veredicto enseguida, salir de allí cuanto antes (a todos les duelen ya las posaderas de tantas y tantas horas como se han chupado oyendo testimonios), irse cada uno a su casa o a donde más le apetezca (esa tarde hay partido) y dejar que la silla eléctrica cumpla con su deber, que para eso le pagan[1].
Pero entonces surge ese personaje tan odiado durante toda la historia del hombre: el Pensador Puñetero, que emplea la lógica en contra de la voluntad popular y se empeña en decir cosas molestas, como que no ve por qué el santo protector de un pueblo vaya a estar más contento porque se arroje a una cabra desde lo alto de un campanario. Los que tienen muchas ganas de tirar a la cabra (que son siempre mayoría) ven a estos individuos como seres asociales, obstruccionistas, locos, enemigos de la tradición, incordiadores, réprobos, ateos y gente de la que es mejor alejarse.
En este caso concreto, el jurado número 8 no tiene ninguna prisa, le ha gustado la comida que les están dando (traída de un restaurante cercano) y levanta la liebre, afirmando que no está convencido de la culpabilidad del chico y que pretende demostrar su inocencia a todos, porque hay que aplicar el precepto de «in dubio, pro reo» [en caso de duda, a favor del reo], que los demás no saben lo que es. Cuando les explica que el adagio latino no es sino la presunción de inocencia de toda la vida, tampoco les hace mucha gracia, por distintas razones que pasamos a enumerar.
El jurado número 7 es más vago que la chaqueta de un guardia de la ciudad donde tiene lugar el juicio, que no nos dicen cuál es. Además, ha comprado entradas para el partido y la única forma de presenciarlo es condenar por la posta al acusado y salir de allí a tiempo.
El jurado número 10 es un viejo que cuenta batallitas sin que le escuche nadie. Ahora le prestan atención (por la fuerza) y se desquita, contradiciendo a algunos de los jurados más berzotas.
El jurado número 3 es el «malo de la película». Es un tío bruto que, como se lleva mal con su hijo, quiere castigar a todos los hijos de todos los padres. Si él no estuviera allí para incordiar, la película duraría dos horas menos.
Los otros son gente sin personalidad, que se deja arrastrar a lo que le dicen. Para personas como ellos se inventó la publicidad.
A lo largo del metraje, los integrantes del cuerpo juril toman café, votan repetidas veces y se cogen mucho asco los unos a los otros, poniéndose como hoja de perejil y teniendo cada vez menos claro qué opinión tienen sobre el asunto que les ocupa.
Así es que inicialmente solo hay un voto de inocencia frente a once de culpabilidad, pero el equipo proinocencia efectúa una remontada, lenta pero segura, porque hay dos cosas claras: que nadie había pensado en profundidad sobre el asunto (dormitaron generalmente durante las declaraciones de los testigos y durante las exposiciones del defensor y el fiscal) y que no tienen opinión propia y son del último que llega, pues el jurado número 8 les va convenciendo sin excesiva dificultad.
Es obvio que, contada así, la película parece un bodrio, pero créannos: no lo es. Se trata de un magnífico guion rodado íntegramente en una habitación en blanco y negro (es la película la que es en blanco y negro; la habitación tiene las paredes pintadas de un tono crema pálido) y cuenta con excelentes interpretaciones masculinas[2].
Volvamos a la historia
Se acaba la historia.
Finalmente, la mayoría reconoce que no tiene certeza de que el chico sea culpable y emite un veredicto de inocencia, por si acaso lo otro era una metedura de pata.
Todos están muy contentos de haber acabado, se ponen las chaquetas con ánimo de salir de allí disparados y entonces el jurado número 8 deja caer que se lo ha pensado mejor y que el chico podría muy bien ser culpable, después de todo.
Los otros optan por hacer como si no le hubieran oído y salen corriendo antes de que la cosa se vuelva a liar y tengan que pasarse otras tres semanas deliberando para que se haga justicia, algo que —reconozcámoslo— les importa bien poco.
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