El camello del Visir
(El año 359 de
la Hégira [970 a.C.]. Un lujoso salón en el palacio del Gran Visir de Persia, Abdul Qasim Ismail. No sabemos cómo era
el lugar, pero seguro que había muchos almohadones de brocado por todas partes.
El Visir, acomodado, lee un libro
o eso finge hacer. Salen Ahmad y Rahman, consejeros.)
Ahmad.—¡Gran señor!
Rahman.—¡Permítenos, ¡oh, comendador de los creyentes!, que lleguemos ante tu augusta presencia.
Gran Visir.—Pasad, mis fieles servidores y amigos. Estaba entreteniendo mis ocios con mi pasatiempo favorito: la lectura.
Ahmad.—Pero, señor, sostenías el libro del revés…
Gran Visir.—(Mosqueado.) ¡Eh! ¿Qué dices?
Rahman.—(Aparte, a Ahmad.) ¡Cuidado, necio! ¿Siempre has de ser tan poco diplomático? ¿No te he dicho mil veces que tienes que seguirle la corriente, porque le gusta mucho presumir de culto? Mira cómo lo hago yo. (Alto.) ¡Gran señor! Eres, en verdad, el mayor amante y protector del saber de todo el islam. Hasta tierras lejanas ha llegado la fama de tu desmesurado y elogiable amor por los libros. Eres un verdadero bibliognosta.
Gran Visir.—(Pensando que el otro le ha metido un camelo.) ¿Qué?
Rahman.—(Aclarándolo.) Bibliognosta: persona que es muy conocedora de los libros. Es una palabra griega.
Gran Visir.—Claro, claro. Ya lo sabía; era que no te había entendido bien. Me complace oírlo. Bibliostoga.
Rahman.—Bibliognosta.
Gran Visir.—Eso.
Ahmad.—(Aparte, a Rahman.) Yo diría más bien ‘bibliólata’, que alude al que posee libros y no se ha molestado en leerlos.
Rahman.—(Aparte, a Ahmad.) ¡Cállate! (Alto, al Visir.) Todos tus súbditos te veneran por tu afición al saber. (Aparte, a Ahmad.) ¿Lo ves? Es así como se hace.
Gran Visir.—(Complacido y de nuevo de buen humor.) Me agrada escuchar esas palabras, Rahman. (Endereza disimuladamente el libro que tiene entre las manos.) Me vanaglorio de ser, en efecto, un gran amante de la lectura. No puedo pasar sin dedicarle cada día muchas de mis horas. Los libros me enseñan a pensar profundamente sobre el universo y todos sus misterios. Quisiera que la historia me recordara no como un gobernante más o menos acertado, sino como un amante del saber.
Ahmad.—(Aparte, a Rahman.) ¡Qué afán tienen muchos borricos por parecer intelectuales! ¡Y más este visir nuestro, que no sabe atarse ni los cordones de los zapatos! Suerte para él que usa babuchas…
Rahman.—(Aparte, a Ahmad.) ¿Pero no callarás? ¿Quieres que te corte la cabeza?
Gran Visir.—Mi amor por los libros es tal que no puedo ni pensar en separarme de ellos, como sabéis. No se os oculta que, cuando viajo, los llevo siempre todos conmigo.
Ahmad.—(Aparte, a Rahman.) No es muy difícil. ¡Sólo tiene seis!
Rahman.—(Aparte, a Ahmad.) ¡No seas malo! Posee algunos más: unos treinta y tantos.
Gran Visir.—Un camello los transporta en la caravana y no se separa de mí, para que en cualquier alto en el camino pueda disfrutar de la sabiduría de la palabra escrita.
Rahman.—Y haces muy bien, señor. Todos los gobernantes deberían seguir tu ejemplo.
Gran Visir.—¿Verdad que sí? Bien es verdad que mis buenos dinares me cuesta.
Ahmad.—(Aparte.) Bueno: le cuestan al Erario.
Gran Visir.—¡Ir a todas partes acompañado de un camello! Bien sabéis que mis obligaciones políticas me obligan a viajar mucho, para gobernar los inmensos territorios que el Califa, ¡Alá sea con él!, ha dejado a mi cargo. Pero los gobernantes no debemos escatimar en cultura, ¿no os parece?
Rahman.—En efecto, señor. (En la puerta aparece un Guardia.)
Guardia.—Gran señor: un mercader llegado de lejanas tierras solicita la merced de presentarse ante tu augusta presencia.
Gran Visir.—Pues que haga cola. Ya le recibiré en un mes o dos.
Guardia.—Es un mercader de libros, señor; y conociendo tu afición y por si te apeteciera verle, me he permitido… Espera en la antecámara.
Ahmad.—(Con mala idea.) Seguramente, Gran Visir, no te negarás a recibir a quien viene a ofrecerte la inmensa sabiduría que encierran los libros.
Gran Visir.—Esto…. sí, ¡ejem!; bueno, lo que yo decía era que… Quiero decir… En fin: que pase. (El Guardia se va.)
Ahmad.—(Aparte, a Rahman.) Observa ahora. Ya verás cómo nos reímos. (Aparece Leví ben Salomón, un judío típico, con su barbita y todo. Lleva una saca de tamaño mediano.)
Leví.—¡Gran señor! ¡Gracias por recibirme!
Gran Visir.—De nada, pero date prisa en lo que me quieras decir, que es la hora de mi baño y se me va a enfriar el agua.
Leví.—Vengo de muy lejos y traigo para ti algo que te encantará, algo que sólo tú puedes apreciar en lo que vale.
Gran Visir.—Vale. ¿De qué se trata?
Leví.—De libros. Te haré una oferta que no podrás rechazar…
Gran Visir.—Eso me suena haberlo oído en alguna película.
Leví.—… supuesto que seas tan amante de los libros como la fama te hace, claro está.
Gran Visir.—Está claro. Te los compro todos. (Aparte.) No voy a quedar mal a estas alturas.
Leví.—(Codicioso.) ¿Todos?
Gran Visir.—Todos. (Mirando la saca de Leví.) Cuantos lleves encima. Me los quedo.
Leví.—(Contentísimo.) ¡No puedo creer mi buena suerte! ¿De verdad que los compras todos, gran señor?
Gran Visir.—Tienes mi palabra. La palabra de un Gran Visir.
Leví.—¿No quieres saber el precio?
Gran Visir.—(Riendo.) ¿El precio? ¿Por quién me tomas, mercader? Has de saber que la cultura no tiene precio. Si no es en libros, ¿en qué mejor puedo invertir mi riqueza?
Leví.—Tienes razón. Permite que este humilde mercader proclame, para que todos lo sepan, que eres, gran señor, el hombre más generoso y desprendido de la tierra.
Gran Visir.—Lo sé. Me lo dicen todos los días.
Leví.—Has adquirido un tesoro sin par. Veamos. (Abre la saca y extrae de ella un gran fajo de hojas sueltas.)
Gran Visir.—¿Qué es eso?
Leví.—Los libros.
Gran Visir.—Yo no veo ningún libro.
Leví.—¡Ah, ya! Éste es el inventario.
Gran Visir.—¿El inventario?
Leví.—Claro, gran señor. Para saber en qué caja están.
Gran Visir.—¿En qué caja? Vamos por partes, mercader. Empecemos por el principio. ¿Cómo habías dicho que te llamabas?
Leví.—No te lo he dicho.
Gran Visir.—Pues dímelo ahora, ¡por todos los derviches!
Leví.—Me llamo Leví ben Salomón.
Gran Visir.—¡Ah! ¿Eres judío?
Leví.—Sí, en efecto lo soy.
Gran Visir.—¿De nacimiento?
Leví.—Claro, no lo iba a ser tras aprobar unas oposiciones.
Gran Visir.—Es verdad. Y, dime, judío: ¿cuántos libros quieres venderme?
Leví.—Ciento diecisiete…
Gran Visir.—(Interrumpiéndole, con un gran grito.) ¡¡Ciento diecisiete!!
Leví.—Ciento diecisiete…
Gran Visir.—(Interrumpiéndole de nuevo.) ¡Tú estás loco, mercader! ¡¡Comprar ciento diecisiete libros de una tacada!!
Leví.—Ciento diecisiete…
Gran Visir.—(Interrumpiéndole por tercera vez.) Ni los sabios Sukrat [Sócrates], Aflatún [Platón] ni Arastu [Aristóteles] vieron jamás tantos libros juntos en todas sus infieles vidas. ¡¡Ciento diecisiete, nada menos!!
Leví.—… mil. (Hay una pausa larga, pero que muy larga.)
Gran Visir.—(En voz bajita.) ¿Cómo has dicho, perdona, que no te he oído bien?
Leví.—(Tímidamente.) Ciento diecisiete mil, señor, en cifras redondas. Puede que unos pocos más. Vienen empaquetados en cajas numeradas y éste (por las hojas que tiene en la mano) es el listado. (Al Visir le da un soponcio allí mismo y cae desmayado en brazos de Ahmad y Rahman.)
Ahmad.—(Muy divertido con la situación.) ¡Mira lo que has hecho, Leví ben Salomón! ¡Te has cargado al comendador de los creyentes!
Leví.—(Asustado.) No era mi intención. ¡No ha sido culpa mía!
Ahmad.—Tranquilo, hombre, que no pasa nada. Sólo te estaba gastando una broma.
Leví.—¡Oh, es una gran desgracia!
Ahmad.—De eso no estoy tan seguro.
Leví.—¿Se pondrá bien?
Ahmad.—Para desgracia del reino, sí; se le pasará enseguida.
Leví.—¿Y cuando se despierte, comprará los libros?
Ahmad.—(Riéndose por lo bajini.) Te ha dado su palabra: ya le has oído. Y delante de testigos. Ahora tendrá que apechugar con su decisión. ¡Le está bien empleado, por bocazas!
Rahman.—(Que ha estado haciendo números, contando con los dedos.) El camello que emplea ahora para llevarle los libros que tiene puede acarrear más o menos unos cuarenta volúmenes. Así es que para transportar los ciento diecisiete mil[1] que te va a comprar…
Ahmad.—(Con malicia.) … y de los que no deberá separarse nunca en sus viajes, como gran amante de la lectura que es…,
Rahman.—… precisará de unos trescientos noventa y siete camellos bien robustos, si mis cálculos son exactos.
Ahmad.—Nos agenciaremos cuatrocientos, para redondear.
Leví.—Pues le va a salir por un pico el transporte de la biblioteca.
Ahmad.—¡Qué se le va a hacer!
Leví.—(Preocupado.) ¿Y podrá pagar por los libros el precio que yo le pida, por alto que sea?
Ahmad.—¡Sí, hombre! ¡Claro que podrá pagar cualquier precio! ¿Para qué, si no, están el pueblo y los impuestos?
Rahman.—(Pensativo.) Cuatrocientos camellos… E irá con ellos a todas partes[2].
Ahmad.—Así logrará su mayor deseo: que su nombre pase a la historia.
Rahman.—Pues ten por seguro que pasará. ¡Se le conocerá como «el Visir de los camellos» y será el hazmerreír de toda Asia y de los continentes salvajes[3]!
Ahmad.—¡Ya lo creo que lo será! ¡Cuatrocientos y un rumiantes jorobados yendo juntos de acá para allá!
Rahman.—¿Cuatrocientos uno? ¿Qué animal es el que has añadido?
Ahmad.—Pues he añadido al Visir mismo. ¿O es que te parece que nuestro comendador de los creyentes no ha hecho suficientemente el camello en todo este asunto?
TELÓN
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