Esta obra, escribida por
el «Fénix de los Ingenios»,
se estrenó probablemente
allá por el mil seiscientos
veinte, año que fue bisiesto,
como bien recordarán
algunos lectores viejos.
No contaremos la historia
sólo haremos un bosquejo,
que una cosa es aprender
y otra, malgastar el tiempo:
lo poco gusta y lo mucho
es un rollo macabeo.
La comedia va de un crimen
y acaba en el cementerio,
como es natural. La víctima
es un pringado mancebo
que no tiene otro capricho
que enamorarse hasta el tuétano
de una muchacha que tiene
por novio a un bruto mastuerzo.
Todos los protagonistas
de la obra son de pueblo
y esto no es peyorativo:
que la mitad son de Olmedo
y de la gran villa de
Medina del Campo, el resto.
En resumen, que el conflicto
no es sólo cuestión de celos,
sino del proverbial asco
que causan los forasteros,
pues don Rodrigo no quiere
estar sin novia y compuesto,
pero lo que en realidad
le repatea es el hecho
de que su rival resulte
ser un palurdo paleto,
hortera y zafio, que viene
de un lugar que es más pequeño,
porque la rivalidad
rural es algo muy serio.
Don Alfonso va a Medina,
acompañado de Tello
—su criado— a disfrutar,
a ligar, a ver los fuegos
artificiales, comer
cocido e ir al encierro.
Se pasean por la feria
y los dos se ponen ciegos
a pasteles, a algodón
dulce, a churros y a buñuelos;
en fin: comen hasta hartarse
en un total desenfreno.
Los medinos... medinenses...
medineños (no sabemos
qué gentilicio se gastan),
al verlos, frunces el ceño.
Miran a Alfonso muy mal,
como si fuera extremeño,
catalán o marroquí,
murciano o portorriqueño
y le dedica algún
vocablo un pelín obsceno.
Pero Alfonso no hace caso
de la sarta de improperios
que le sueltan los medinos
y todo le importa un bledo.
Decide pasar de ofensas,
pues se ha entusiasmado viendo
a doña Inés, una dama
que presenta buen aspecto,
muestra pinta de ser noble
y tiene todo bien puesto.
Sin pensárselo dos veces,
con mucho apresuramiento,
va y le envía una misiva
con románticos conceptos
y versos muy bien plagiados
—tomados del Romancero,
de Boscán y Garcilaso—,
en la que le hace requiebros,
le cuenta su mal de amores,
le hace tres mil juramentos,
en su extremada pasión
llega a pedirle himeneo
y le incluye la receta
de los pimientos rellenos.
Durante el segundo acto
suceden otros sucesos
que ya ustedes se imaginan:
citas, lances, devaneos,
muchos mensajes por carta
y alguna vez por teléfono.
Tello finge ser un pro-
fesor de latinamientos
para penetrar la casa
de la amada de su dueño.
Doña Inés, por evitar
tener que aguantar al muermo
de don Rodrigo, le dice
a su papá (que es don Pedro)
que está pensando en meterse
monja y marcharse a un convento
y que si no se ha ido ya,
es porque están en enero
y, como hace un frío que pela,
no le parece un momento
bueno para profesar
hasta que pase el invierno.
Pero vamos al meollo
de este trágico suceso
que pasa en el tercer acto
y que tiene su comienzo
en que hay toros y Rodrigo
se pega un trastazo inmenso
ante todos los presentes
al caerse de su penco.
Un toro acude a embestirle
con propósitos muy feos
y hete aquí que es don Alfonso
quien se muestra quijotesco
y salva la vida al otro,
que queda con muy mal cuerpo,
jura vengarse y alquila
a un matón a muy buen precio.
Las fiestas se han acabado.
Se ha hecho de noche y el cielo
está más oscuro que el
sobaco de un carbonero.
Alfonso se va a su casa
no por evitar a Febo
—que con abrasantes rayos
te deja el cutis moreno
y expuesto a un cáncer de piel—,
sino por ahorrar dinero
en pagarse una posada
(pues, como todos sabemos,
los hoteles, cuando hay fiestas,
se desmadran con los precios).
Decide partir de noche,
mostrando que es muy flamenco
y que no le teme a nada,
pero demuestra al hacerlo
ser muy poco precavido
y carecer de cerebro,
pues está cantado que
va a tener un mal encuentro
y que, como se descuide,
le van a dar para el pelo.
Sus enemigos se encuentran
acechantes al acecho,
con las pistolas cargadas
y los tirachinas prestos,
escondidos tras un árbol,
en espera del momento
de pegarle siete tiros
al caballero de Olmedo
y demostrar que en Medina
son más brutos que un cencerro.
Álvaro, por el camino
va montado en su cabello
(queremos decir ‘caballo’,
más la rima nos ha puesto
en la obligación de hacer
este apaño chapucero)
y da unos tumbos enormes
porque se cae de sueño.
Aquí empieza el episodio
más tremebundo del cuento.
Oye una canción fatídica
que está cantando un labriego
en sol menor sostenido
y que cuenta, más o menos,
cómo al salir de Medina
mataron a un caballero
por la espalda y a traición
cuando se volvía a su pueblo.
A Álvaro un escalofrío
le recorre todo el cuerpo
y de los pies al cogote
se le eriza todo el vello,
no sólo por el augurio
terrorífico y tremendo,
sino porque el que ha cantado,
el mencionado labriego,
es la persona que más
desafina en todo el reino.
Llega, por fin, al lugar
donde esperan los siniestros
matadores. Se los topa
y allí le entra tanto miedo
que se hace una cosa encima
que no especificaremos
porque sería de mal gusto
dar detalles tan concretos.
El asesino dispara,
cual si cazara un conejo,
y acierta, por lo que Alfonso
se lleva la mano al pecho
—igualito que si fuera
el personaje de «El Greco»—
y comprueba que la bala
le hecho un perfecto agujero
por donde se ve la super-
ficie del pulmón derecho,
(porque el chaleco antibalas
—que es un magnífico invento—
aún no existe en este siglo
que está aún en el Medievo).
Tarda unos minutos en
darse cuenta de que ha muerto,
pero al cabo se convence,
cayéndose del jamelgo,
dándose un morrón de aúpa
contra el durísimo suelo
y quedando en este modo
listo ya para el sepelio.
Moraleja: hay que hacer caso
cuando te advierten con pelos
y señales que es mejor
que te gastes los dineros
en un hotel y no salgas
a patear los senderos
de noche si hay asesinos
sanguinarios y muy diestros
dispuestos a darte un susto
y dejarte cadavérico.
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