Era don Diego Martínez
un buen señor de Toledo
que vivió en aquella época
feliz del Renacimiento
en que las gentes vestían
jubones de terciopelo
y calzas con mil botones
elaborados con hueso
porque aún no se había inventado
la cremallera ni el velcro.
Fue y conoció a Inés de Vargas,
que estaba buena cual queso
y andaba buscando un novio
como quien busca un remedio.
Así como vio el galán
que todo el monte era orégano
hubo chispa entre los dos
y hubo también himeneo
pero sin boda (ya saben
qué es a lo que me refiero).
Ella dijo estar en cinta
por pescarle (no era cierto);
mas Diego se lo creyó
y, en cuanto supo el suceso,
dijo que el Emperador
don Carlos Quinto o Primero
le había puesto un telegrama
mandándole que, al momento,
fuera a Flandes a llevar
torrijas para los Tercios
para levantar los ánimos
y sostener el Imperio.
Inés no se creyó nada,
se olió a la legua el pretexto
y, para hacerse un seguro
por si Diego se hacía el sueco,
le hizo jurar con la mano
puesta sobre el Pentateuco
que regresaría enseguida
y que se iría derecho
al altar, como ha de hacer
todo noble caballero.
Diego, pillado a traición,
pues no tuvo más remedio
que acceder: juró volver
y casarse (mas, por dentro,
ya supondrán que el taimado
juró cruzando los dedos.)
Pasó un día, una semana,
un mes, tres años enteros
y, en lo que al mozo respecta,
si te he visto no me acuerdo.
Regresó a la patria tras
haberse teñido el pelo
de un tono verde botella
con mechas color burdeos,
de manera que no le
reconoció ni su abuelo,
pero Inés sí; y cuando supo
que de Flandes ya había vuelto
y que no le había traído
ni manteca de recuerdo,
le buscó en su domicilio
y le exigió el casamiento.
No hay que decir que la dama
en tres años se había puesto
algo vacuna de carnes,
algo focosa de cuerpo.
Diego la vio y pretendió
haberse quedado amnésico
a causa de un golpe que
recibió encima del cuero
cabelludo en la batalla.
Pero no le valió el cuento.
Inés insistió en la boda.
El joven siguió impertérrito.
Al ver que no prosperaba
su asunto con el mancebo,
la dama se fue hacía él
y le sacudió un directo
de derecha a la mandíbula
y se marchó con estrépito.
Había por aquel entonces
en la ciudad de Toledo
un juez que era un tío muy listo
y tenía fama de recto
(por más que los jueces justos
sólo existen en los cuentos).
A él fue a ver Inés de Vargas
con las del Beri, diciendo:
«¡Justicia pido, señor!,
pues el malvado don Diego
me sedujo totalmente,
después me largó el camelo
de que me haría su esposa
y ahora no se le ve el pelo.»
«¿Tienes testigos que prueben
que juró casarse?» «Tengo.
Porque cuando lo juró
lo hizo sobre un crucifejo.»
(Nota del autor.— Ya sé
que es «crucifijo», sí; pero
si no cambio la palabra
es que no me rima el verso.)
El juez se levantó y dijo:
«Tu testigo es estupendo.
Mañana mismo nos vamos
a la Vega, en un momento,
le preguntamos al Cristo
si es verdad el juramento
y así, de paso, salimos
a pasar un rato al fresco,
que ya estoy harto de estar
en este juzgado infecto
y a todos nos vendrá bien
irnos a dar un paseo.»
Al día siguiente, en la Vega
preguntan al Nazareno:
«Jesús, hijo de María,
llamado para este pleito
como testigo de cargo
contra el cochino don Diego,
¿es verdad que, en Carnavales,
juró en este sitio mesmo
y a tus planta el Martínez
hacer un bodorrio pleno
con la de Vargas? ¡Contesta!»
Y entonces, desde los cielos,
se oyó una voz sobrehumana
tras un leve carraspeo:
«Dice verdad doña Inés:
el tipo juró; eso es cierto.
Pero no era necesario
meterme a mí en este enredo,
pues si luego no se arregla,
yo cargaré con el muerto.»
Todos los allí reunidos
se quedaron hechos hielo,
petrificados de espanto,
asombrados, patitiesos.
Inés se deshizo en lágrimas
y Diego, por no ser menos,
sacó de la faltriquera
para sonarse un pañuelo
y lloró en tal abundancia
que a sus pies formó un riachuelo.
Dijo Inés: «¿Te casarás
ahora ya que el Dios eterno
afirma que lo juraste?»
A lo que respondió Diego:
«Presenciar ese milagro
es que me ha dejado seco.
Aún estoy sobrecogido
y pienso que lo correcto
es reconocer que he sido
un sinvergüenza tremendo.
Por eso, lo que he de hacer
para poder ser absuelto
de mis múltiples pecados
que enfurecen a los cielos
es renunciar a este mundo,
a las mujeres y al sexo,
para hacerme capuchino
e ingresar en un convento.»
De esta manera, Martínez
mostró su arrepentimiento
y del temido casorio
escapose por los pelos.
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