Fouché se transfuga varias veces

 


 

Uno de los más curiosos subproductos de la historia ha sido siempre la aparición de sinvergüenzas de corte maquiavélico. Ahora bien, en la sinvergonzonería —como en todo en esta vida— hay clases. Concretamente, en esa merienda de negros que fue la Revolución francesa, los sinvergüenzas acabaron divididos entre aquellos que por torpes perdieron instantáneamente la cabeza a manos del hábil Sanson, verdugo de París, y los (poquísimos) que por listos la conservaron, aunque luego durante el resto de su vida le dieran poco uso.

La figura de Joseph Fouché es una de las destacadísimas, puesto que no solamente sobrevivió al Terror, sino también al gordo de Luis XVIII, lo que casi tiene más mérito. De ser un jacobino que se comía a los nobles crudos para desayunar, Fouché llegó a ser duque de Otranto, realista convencido, millonario y feliz accionista de la Telefónica francesa.

¿Cómo pudo suceder eso? Pues porque el pueblo francés y sus gobernantes resultaron ser muy olvidadizos. Veámoslo.

Su triunfo como político durante el proceso revolucionario se debió a que no hizo nada, procedimiento que aconsejaríamos a nuestros líderes actuales, pero que no lo recomendamos porque no les hace ninguna falta: ellos motu proprio tampoco hacen nada.

Por no hacer nada se entiende que Fouché no peroró en la Asamblea Nacional; no se subió ni una sola vez a la tribuna de oradores, alegando miedo a las alturas; no pronunció apasionantes y enfervorizados discursos ni tampoco aburridos y somnolecedores; ni siquiera intentó destacar entre su facción, los girondinos, sino que modestamente se pasó a los jacobinos cuando los otros perdieron importancia y a él le vino bien.

El caso es que nadie notaba ni su ausencia ni su presencia. El afán por dar discursos y sermonear al prójimo era entonces tan fuerte que todos se daban de bofetadas porque les dejaran hablar a ellos. Fouché no, con lo cual no se hizo famoso y nadie recordó su nombre cuando se empezaron a pedir cabezas a diario para mitigar la sensación de déjà vu que inunda todos los procesos revolucionarios.

La inacción de Fouché era sólo externa, todo hay que decirlo. Por detrás movía los hilos con habilidad de titiritero, enterándose de los secretos de sus compañeros de tribuna y chantajeándoles a placer, actividad para la que resultó estar admirablemente dotado por la naturaleza. Fue el inventor de facto del espionaje moderno, tal y como lo conocemos.

Llegó entonces el momento crucial para los tigres de la Gironda y también para los chacales jacobinos sedientos de sangre: la decisión de si había que cortarle la cabeza al rey Luis XVI, culpable del delito de ser tonto y mal rey, o si se le podía dejar en su sitio para facilitarle el peinado. Con prácticamente un empate, le tocó el turno de emitir su voto al bueno de Fouché (¿o habría que decir «al malo de Fouché»?), quien ya no pudo ampararse en el anonimato y dijo con la boca chica: «La mort», cambiando así un poquito la historia de Francia.

Luego, a lo largo de toda su dilatada vida, Fouché tendría que escribir kilómetros y kilómetros de frases justificativas, empleando cubos y cubos de tinta y el papel sacado de un montón de árboles y trapos viejos para exonerarse de esas dos regicídicas palabras.

Pero en aquel momento, le dieron fama de sanguinario, lo que llevó al Comité de Salvación Pública a enviarle a Lyon en 1793 a meter en cintura a una población más monárquica de lo que convenía en aquellos tiempos turbulentos.

Fouché se portó, haciendo matar a miles de burgueses adinerados, lo que le valió el apodo de «Mitrailleur de Lyon». Además, con un martillito de plata, fue dando simbólicos golpes y rompiéndoles las narices a las efigies de los santos de todas las iglesias de la ciudad. Los santos protestaron, pero nadie les hizo demasiado caso.

Cuando volvió a París, había adquirido tanto nombre como revolucionario de primera que Robespierre sintió la picadura del mosquito de los celos y determinó cargarse a aquel individuo que le hacía tanta sombra, pese a que era bastante flacucho. Pero, ¡ah!, lo que Robespierre no sabía era que Fouché era un experto complotero con el que no tenía cuenta enemistarse y que iba a orquestar el golpe de estado de Thermidor, que acabaría con él. Fouché fue el «cocinero de la conspiración», según dijo el propio Robespierre, que siempre le tuvo tirria (bien fundada, como se demostró después, cuando el otro hizo que le cortara la cabeza).

Con la llegada del Directorio (que, por cierto, llegó con bastante retraso sobre lo previsto), perfeccionó su profesión de tránsfuga vocacional, logrando ser amiguete de Barras primero y de Babeuf después, y lo hubiera sido de cualquier otro que hubiera aparecido por allí con ganas de mandar.

En 1799 se le nombra Ministro de la Policía y es ahí, en el espionaje organizado y pagado con fondos públicos, en donde Fouché se encuentra verdaderamente en su salsa y puede desplegar sus habilidades, como si sus habilidades fueran un mapa de carreteras.

Crea una magistral red de espionaje de la que no se salva nadie. Si antes conocía los secretos de sus compañeros de gobierno, sus robos, sus estupros y sus chanchullés (no estamos seguros de que esta palabra exista en francés, aunque recordamos haberla leído en algún sitio), ahora sabía los de mucha otra gente importante de toda Francia. Usará esta información para prosperar y para tomarle el pelo primero a Napoleón y luego a los borbones, pero sobre todo, para gobernar él y ser el verdadero amo de Francia, sin que se note mucho.

¿Por dónde íbamos? ¡Ah, sí!

Fue su red de agentes por toda Francia la que ayudó decisivamente al golpe de estado que llevó al poder a Bonaparte. Y Fouché siempre tendría en vilo a su señor, que no se fiaba de él ni un pelo y hacía muy requetebién.

El ministro de policía se inventó una oficina de censura, por la que permitía o prohibía determinadas publicaciones realistas, para poner nervioso a Napoleón. Se inventaba complots (la Academia prefiere ‘complós’ o ‘complotes’, pero a nosotros no nos gustan estos términos) contra él, que luego destripaba, con lo que se hizo imprescindible y terrible.

Se llevó a matar con Talleyrand, que sabía que Fouché era un bicho de mucho cuidado, y solamente estuvieron de acuerdo en aquellos asuntos que significaban más poder para ellos y menos para Bonaparte.

Cuando Napoleón se harta de él y le destituye, Fouché se dedica a las finanzas y con sus contactos y secretos consigue toda la información privilegiada que le da la gana y se convierte en el hombre más rico de Francia, arruinando al hacerlo a unos cuantos financieros culpables de ser menos hábiles que él.

En el momento en que Napoleón se corona emperador, le vuelve a contratar, pues aunque había supuestamente desmantelado el ministerio de policía, éste seguía funcionando en la sombra, informando a Fouché, como un cuerpo de espionaje privado. Y esto le hacía imprescindible. Gobernar sin él era como pretender hacer croquetas sin harina: una empresa condenada al fracaso.

De nuevo al servicio del tenientillo corso venido a más, Fouché destapa tres o cuatro conspiraciones, una semana sí y otra también.

El hábil enredador —quizá hastiado por la rutina— se inventa él mismo una conspiración contra el emperador, lía a Talleyrand para que le secunde, la filtra para que Napoleón se entere, hace recaer las culpas en su socio y se carga así a su principal enemigo político y al único hombre de Francia lo suficientemente inteligente como para sustituirle. A partir de ese momento, gobierna más aún, si cabe.

De hecho, le agrada tanto eso de gobernar que empieza a llevar a cabo tal actividad por su cuenta y riesgo. Mientras Napoleón está en Austria haciendo de las suyas (haciendo sus guerras, queremos decir), Inglaterra intenta una invasión de Francia. Fouché, sin encomendarse a Napoleón ni al diablo, organiza la defensa por su cuenta, llama a filas a los licenciados de la Guardia Nacional, recluta tropas, hace proclamas y descalabra a los ingleses. Napoleón tiene que reconocer públicamente que su ministro lo ha hecho muy bien y esto le repatea.

Y como Fouché le ha cogido el gusto al mando, se dedica siempre que puede a mover tropas de acá para allá, a espaldas de su señor. En el momento en que éste se entera, le expulsa del gobierno, le nombra embajador y le manda a Iliria (que era como enviarle a ese sitio tan feo al que solemos mandar a la gente que nos molesta).

Fouché está fuera de Francia en su cargo diplomático cuando cae Napoleón, haciéndose bastante daño. Fouché corre a París (no literalmente, suponemos) y se encuentra, para su sorpresa y decepción, con que el viejo zorro de Talleyrand ha instalado en el trono a los borbones y es él quien mangonea en el país.

A Luis XVIII —que recuerda aquella sentencia de muerte dictada contra su hermano— Fouché no le cae excesivamente simpático, por decirlo de una forma suave. Así es que no le da ni los buenos días, mucho menos un cargo.

Pero Napoleón se escapa de su prisión en Elba y avanza hacia París. Al principio los borbones se ríen mucho. Luis XVIII incluso se atraganta de tanta risa. Pero a medida que las tropas que se supone que tienen que detener a Napoleón se van uniendo a su ejército, ya se van riendo menos. «El monstruo se ha escapado» se convierte sucesivamente en «El tirano avanza hacia la capital», «El general rebelde aumenta su ejército», «Napoleón está a las puertas de la ciudad» y «El glorioso emperador entra en París». Los borbones ya no se ríen nada.

¿Quién puede ayudar en esta situación? Fouché. Le ofrecen de nuevo el ministerio de policía.

¡Ah, amigo! Pero las cosas han cambiado. Fouché sabe que los borbones, ante Napoleón, no tienen ni dos bofetadas, así es que no se compromete con la causa perdedora. Aconseja el rey que se vaya a paseo (a Gante) y le promete que él se quedará en París para ponerle la zancadilla a Bonaparte a las primeras de cambio. Se gana así la buena voluntad y el agradecimiento borbónicos (si es que tales cosas han existido alguna vez).

En 1814 Napoleón llega a París y se inicia el Imperio de los Cien Días. Pero entonces al emperador le sacuden en Waterloo y el exemperador se encuentra con un parlamento controlado por Fouché, que acaba haciéndose con las riendas del poder y obligándole a abdicar.

Napoleón escribió más tarde en sus Memorias: «Desde lo alto de estas pirámides, cuarenta siglos os contemplan».

(Esta frase de Napoleón no tiene nada que ver con lo que estamos contando aquí. Nos hemos equivocado de cita y pedimos perdón por ello. En realidad, las palabras de Bonaparte que queríamos mencionar eran las siguientes: «Si la traición tuviese nombre, se llamaría Fouché».)

Cuando las tropas aliadas entran en París, controlando la ciudad y comiéndose todos los bollos de crema de todas las pastelerías, Fouché, amo y señor del cotarro en ese momento, entrega el poder a Luis XVIII, contando con su agradecimiento por haberle regalado un trono.

Este fue su mayor y único fallo político: fiarse de los borbones.

Lo pagaría caro.

Porque éstos le prometieron en un principio el oro y el moro, diciendo estarle «agradecidísimos». Pero al cabo de un tiempo breve, cuando Luis XVIII sintió sus reales posaderas bien afianzadas en el solio real, recuperó la memoria y ya no se acordó de ese Fouché que posibilitó su restauración en el trono, sino sólo de aquel Fouché, el «Mitrailleur de Lyon», que votó un día para descabezar a Luis XVI.

Así es que en 1816 empezaron a hacerle el moving.

Primero les desministrizaron de la policía y le embajadieron a Sajonia, para contentar a los ultrarrealistas, que estaban desatados haciéndole la pelota al rey para conseguir títulos nobiliarios. Luis XVIII, que había tragado en un principio con aquel jacobino «arrepentido», no tuvo otra que dejar caer a Fouché como si fuera el envoltorio de un caramelo.

Se le destituyó enseguida de su cargo diplomático, por medio de una ley para proscribir a los regidas que se votó especialmente para él. Se le finiquitó así políticamente.

Fouché tuvo que refugiarse en el Imperio austriaco, al que había puesto de vuelta y media durante la etapa de la Revolución.

En eso acabó el «agradecimiento» borbónico.

La moraleja de esta vida es que por malo que seas, siempre acabas topando con otro más malo que tú.

Joseph Fouché, rey en la sombra durante un montón de gobiernos diferentes, murió en el destierro, en Trieste, en 1820.

(Y si no murió y sigue todavía por ahí, entonces debe de haber llevado una vida muy retirada, porque no hemos vuelto a tener noticias de él.)

 

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