Tarzán y la expedición del rey Tshilumbulula

 



Novela de aventuras viajeras de Edgar Rice Burroughs, sin acabar, porque, llegado a un punto, al autor no se le ocurría ni «usted lo pase bien».

 

          Todo lo que vamos a narrar se sitúa, con la ayuda de una brújula y un sextante, en la región de Mupanga, en el África Austral, en el lugar exacto en el que se cruzan el meridiano de Bucarest y el Trópico de Sagitario.

          El reino de Mupanga, para no desentonar del resto, era una República constituida, aunque continuaba siendo lo que siempre fue, y el rey Tshilumbulula se veía en el imperativo de hacer las veces de Presidente y Primer Ministro. Como sus súbditos le adoraban, era un imperativo que llevaba consigo la admiración.

          Esta región que limitaba con Angola, con Rodesia e —inexplicablemente— con el estrecho de los Dardanelos, era una zona rica en puerros y coles de Buchungui, con abundantes minas de hojalata, amén de otros productos que hacían del país un emporio de riqueza. Abundaban también igualmente asimismo en los árboles los loros, en los campos los toros, en los cielos los meteoros, en los bosques los sicomoros, en los palacios los tesoros y en los barcos los comodoros.

          Y esto de los comodoros es a lo que íbamos; porque, como el país no tenía mar, los barcos, con sus comodoros, sólo habrían servido en caso de que el país, a falta de mar, tuviera océano, lo que tampoco hubiese sido de despreciar. Pero como el país tampoco tenía océano, vamos a tener que explicar un poquito más el asunto. Por otra parte, ¿qué sería el África sin sus misterios?

          Pero es que el rey Tshilumbulula —que, para explicarlo, diremos que en lengua de allá significa «el que tiene mucha lumbulula»— había leído a Platón en una edición pirata hecha en el siglo xvii en Talcachén de Coquechilchán, hoy el Chacay del Planchón, del Jujuy.

          Allí, el gran griego hablaba de unos continentes sumergidos dignos de ser notados: la Atlántida, la Pacífica y la Índica. Sin embargo, la mención al primero se les pasó a los censores. Y de allí el sabio Tshilumbulula dedujo que si tan grandes continentes se habían metido en el agua como quien lava, con tanta facilidad, también era factible que en cualquier momento algo tan insignificante como el África se anegara por completo. Para entonces, una flota de barcos sería de gran utilidad para salvar a la familia real y para que no se mojaran las acciones de la «Tombuctu Penguin Company Ltd.» que dicha familia poseía enterradas debajo de un arbusto de la familia de las rosáceas del género rubus y que no sabemos por qué milagro biológico relacionado con los pingüinos y las altas finanzas, se mantenían siempre en alza.

          Los barcos propiedad del precavido monarca se hallaban dispuestos siempre para la navegación y sólo esperaban que el agua invadiese el continente al primer cataclismo geológico, para navegar rápidamente. Eran unos buques sólidamente construidos, si se tiene en cuenta la técnica de allá, y uniendo el esfuerzo de su velamen al de la tripulación —diez hombres en cada barco— podían desarrollar una velocidad de 300 nudos por hora, lo que parecería imposible si no se considerara la ya reconocida habilidad de los marineros para hacer nudos.

          Pero sucedió que la Sociedad Geográfica del Mupanga, con un gesto de honestidad digno de mejor causa, había decidido emplear su presupuesto de aquel año fiscal, en vez de en las acostumbradas comilonas —que salían carísimas porque, en aquellos últimos años y debido a la escasez, los centollos y los europeos se habían puesto en el mercado a unos precios imposibles— en una expedición a las tierras ignotas de la Europa Meridional, bastante desconocidas aún para los etnólogos mupanganos.

          Dicha expedición tenía muchos y diversos objetos:

          l.— Explorar la península más cercana al África que, aunque conocida en su parte sur, era aún un dédalo de caminos y un embotellamiento de incógnitas en su parte interior.

          2.— Averiguar el paradero de muchos africanos del norte que en el año de 771 y en seguimiento de un tal Tariq, quizá un líder revolucionario de la época, se habían internado en dicha península y no habían vuelto aún.

          3.— Hallar las fuentes del Guadalquivir, ese río misterioso en cuya orilla se yergue la antigua Hispalis, de exótica memoria, y que es el principal centro de exportación mundial de ese producto ambiguo de la península conocido con el nombre de «lagrasia».

          Y se habían ido para allá. Lo que pasa es que unos señores vestidos de verde, muy brutos, no les habían dejado pasar.

 

*        *        *

 

          La preparación de la expedición se había iniciado con los objetos que los valientes guerreros pensaban llevarse. Dichos objetos eran:

          1.— Arcos y flechas en cantidad abundante.

          2.— Veinte sacos de trocitos de cristal sin valor ninguno que, al parecer, los indígenas de la península cambiaban por comestibles y otros valores útiles, tras empeñarse en dar los nombres de rubíes y zafiros a aquellas simples agrupaciones de cadenas de carbono cristalizadas y comprimidas en las profundidades de la corteza terrestre.

          3.— Diversas pieles de elefante blanco para pintar encima los mapas que se hicieran de los lugares explorados, etc.

          El rey Tshilumbulula que, como ya hemos dicho, era un salvaje de ideas avanzadas y mente abierta y emprendedora, aprobó y hasta estuvo a punto de darle notable al proyecto, teniendo la fluorescente idea de que los expedicionarios utilizasen sus barcos para trasladarse, en vez de tener que hacer el penoso esfuerzo de cruzar el África por tierra, gastándose un dineral en cebras y postillones.

          El Comité Directivo de la Sociedad Geográfica de Mupanga, tras un banquete al que asistieron sus quince miembros, su presidente, el doctor Motlokotloko y un misionero finlandés (que asistió en calidad de ingrediente de un guiso) decidieron los nombres de los exploradores, su recorrido, duración del viaje, dietas, regímenes, etc.

          Los exploradores serían los siguientes:

          Alyid o Eljid. «Eljid» era un titulo que se le daba al más valiente de los guerreros de la tribu, denominados «yammad». Para ser digno de esta denominación había que pasar diversas pruebas y demostrar repetidamente valor, lo que se hacía cazando cocodrilos sin más ayuda que una docena de plátanos y una pluma de colibrí o bien atravesando a nado el caudaloso río Zumba tras haberse comido dos kilos y cuarto de gambas y haberse atado una piedra pómez a la espalda para flotar bien. El que conseguía superar todas estas pruebas sin deterioro visible de su estructura ósea era honrado con el título antes mencionado y, como privilegio, podía importar electrodomésticos de Ciudad del Cabo sin pagar aduana. Pero no todos se atrevían. Así que eran muchos los «yammad» pero pocos los «eljid».

          Beodo. Que era el hechicero de la tribu. Había obtenido su título de «Magique Licencié» en la Universidad de St. Louis del Senegal y llevaba ya bastantes años ejerciendo. Claro, que era sólo un mago de magia general, un mago de cabecera, pero para una expedición siempre sería mejor un mago que entendiera un poco de todo, que un especialista.

          Orondo. Un cocinero de primera clase. Como era muy posible que en los lugares a los que se dirigía la expedición no se encontrasen los comestibles a los que los mupanganos se hallaban habituados, este cocinero se ocuparía de proveer a los expedicionarios de sus comidas preferidas. A este efecto, ya había puesto a bastantes prisioneros en salmuera. Este Orondo amaba su profesión y todo lo veía desde el punto de vista alimenticio. Era un verdadero artista de la caldera y creaba nuevas y suculentas recetas tras muchos experimentos. Toda su parentela había ya desaparecido misteriosamente.

          Motlokotloko. Presidente de la Sociedad Geográfica de Mupanga. Era el que dirigiría la expedición y el que pintaría los elefantes, describiendo el país y las costumbres de las tribus de la península. Era uno de los geógrafos y antropólogos más famosos de su tiempo y por medio de la compañía de correos «Transcontinental de avestruces» se mantenía en contacto con los demás sabios de África e intercambiaba con ellos informaciones científicas y cromos repetidos.

          Bir Umm Yaret Hafiz Maaten Geizel el Ayeram. El Almirante de la flotilla y capitán de navío, un refugiado argelino que había huido de su país por cuestiones políticas: porque en la política del Banco de Orán de Crédito, en donde trabajaba, no entraba el permitir desfalcos tan grandes como los que Don B.U.Y.H.M.G el Ayeram llevaba a cabo todos los meses. Ahora éste se encontraba en Mupanga de inmigrante y había destacado como navegante por la seguridad de que nunca encallaría, tal era la forma en la que rehuía los bancos después de su aventura argelina. Además tenía —cosa nada despreciable— la habilidad de meter barcos dentro de botellas y —cosa menos despreciable todavía en los tiempos en que vivimos— de meter botellas dentro de barcos, porque contrabandeaba que daba gusto. Sin embargo, ahora, como capitán de fragata en Mupanga, estaba en seco, como se sabe.

          Sinkeré. Criado para todo que debía cuidar de la expedición y hacerle de pinche a Orondo, pinchando los alimentos que éste le indicara.

          La marinería. Diez osados marinos cuyos nombres hacemos constar por orden alfabético: Meringa, Micauné, Moaba, Mokuati, Maramba, Maenga, Mabula, Morokuén, Machango y James. (Este último, convertido a la verdadera fe por un misionero escocés del que, al poco de su llegada a Mupanga, no quedaba ni la gaita).

          Los alimentos. Que se llamaban por el número y que eran el 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 22, 23, 24, 25, 26, 27, 28, 29, 30, 31, 32, 33, 34, 35, 36, 37, 38, 39, 40, 41, 42, 43, 44, 45, 46, 47, 48, 49, 50, 51, 52, 53, 54, 55, 56, 57, 58, 59, 60, 61, 62, 63, 64, 65, 66, 67, 68, 69, 70, 71, 72, 73, 74, 75, 76, 77, 78, 79, 80, 81, 82, 83, 84, 85, 86, 87, 88, 89, 90, 91, 92, 93, 94, 95, 96, 97, 98, 99 y 100, numerados según su frescura, para que no se les estropeasen por el camino. Estos alimentos tenían una gran ventaja, y era que no había que transportarlos, porque se transportaban solos. Pero había, en cambio, que cuidar de su salud, para que no crearan indigestiones. El rey Tshilumbulula no quería que se repitiera la terrible epidemia de 1943, que diezmó a la población y que fue debida al consumo de unos ingleses adulterados. Desde entonces se llevaba a cabo un estricto control de calidad que el mago Beodo supervisaba en persona.

          Cada uno de los componentes era un experto en la materia y todo hacia prever el éxito de la expedición.

 

(Inacabado, antes de que le diera tiempo a salir a Tarzán. Ya hemos dicho que el Burroughs no sabía cómo seguir).   

 

 

 

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