Cinco semanas en globo
es un título muy majo
que da información precisa
del argumento narrado,
porque hay novelas que tienen
unos nombres inexactos,
te prometen maravillas
y te dan un sucedáneo.
Aquí, el doctor Samuel Fergusson
—un científico británico
que se aburre y tiene mucho
tiempo libre entre las manos—
decide cruzar el África
montado en un globo aeróstato
sin propósito concreto:
solo por pasar el rato.
Consigue doce mil libras
dándole un real sablazo
a la Sociedad Geográfica
para costearse los gastos.
Las libras no son de choco-
late hecho de cacao,
sino moneda de curso
legal en el mundo anglo
y, con ellas, abre un ta-
ller para hacer a destajo
un globo de esos redondos
que se surcan los espacios
y en los que te puedes ir
a hacer gárgaras volando.
Para subir y bajar
Samuel se hace un aparato
que descompone las aguas:
oxígeno por un lado
e hidrógeno por el otro
y así, una vez separados,
sirven para calentar
un gran serpentín metálico
relleno de un gas... ¡esperen!,
que me he puesto harto didáctico
y lo que menos importa
para apreciar el relato
es esta descripción física
de cómo asciende ese trasto,
así es que, con su permiso,
probo lector, me lo salto.
Para el viaje lía a Dick
(un amiguete sensato,
cascarrabias, cazador,
escocés y, ergo, tacaño)
y también al pobre Joe,
un muchacho que es su fámulo
y no tiene más opciones
que apuntarse al espectáculo
o quedarse varios meses
sin recibir su salario.
El periplo empieza el
dieciocho de abril del año
mil ochocientos sesenta
y dos, por el calendario
gregoriano (nunca está
de más ser fiel en los datos),
en Zanzíbar, una isla
del continente africano
que está... que está al lado de...
bueno: está por allá abajo
(en el mapa que tenemos
viene pintada en morado).
El propósito es cruzar
hasta el océano Atlántico,
porque atinar a un país
concreto es muy complicado.
Y cruzan tras mil peligros
y se salvan de milagro,
por lo que puede decirse
que hacen un cruzado mágico.
¿Qué aventuras increíbles
vivieron aquellos cuatro
(Fergusson, Dick, Joe y el globo,
que a este hay también que contarlo)?
(Esto es muy propio de Verne:
escribir un breve párrafo
haciéndose una pregunta
que dé interés al relato
y forzando así al lector
a seguir con el libraco).
La primera peripecia
es que llegan a un poblacho
donde negros antropófagos
pretenden hacer un caldo
con ellos; pero resulta
que al ver el globo bajando
se creen que es un dios lunar
que visita a los humanos
y, doblando los riñones,
se disponen a adorarlo,
mientras que los prisioneros
consiguen salir zumbando.
Se cruzan con unas águilas
que iban por allí de paso,
que se lanzan sobre el globo
y le dan de picotazos
por ver si se pincha (la
curiosidad mata al gato).
Por fortuna, el globo era
doble en su estructura; vamos:
que había otro globo metido
en el grande, por si acaso.
Pasan sed en el desierto
porque allí no hay agua (¡claro!).
El globo se queda quieto
como si estuviera anclado.
Quieren hacer que despegue
saliendo fuera y soplando,
pero este recurso heroico
solo cosecha un fracaso.
Rezan para que haya viento
y Eolo les hace caso,
consiguiendo así librarse
de morir de sed y de asco.
Cuando el globo pierde aire
y es inminente el trompazo,
Joe salta al Chad de cabeza
(Chad es el nombre del lago
que hay en Chad, que allí la gente
no perdió el tiempo pensando
en un nombre diferente
teniendo uno tan a mano).
Desprovisto de ese peso,
el globo sube a lo alto
y se pierde en lontananza
mientras Joe, todo mojado,
llega a un islote y se sube,
para dormir, en un árbol.
A la mañana siguiente
se despierta muy temprano
rodeado de serpientes.
Grita: «¡Lagarto, lagarto!»
y ha de hacer mil jeribeques
para evitar sus bocados.
Tres capítulos después
ha de intervenir el Hado,
que hace que encuentren a Joe,
que está huyendo en un caballo
de unos feos beduinos
que quieren darle un recado.
Consiguen subirle al globo,
dejándoles con un palmo
de narices a los moros,
que se llevan un gran chasco.
Pasan otras muchas cosas
que, por pereza, no narro.
Sobrevuelan Tombuctú
(una ciudad muy cochambro-
sa), allí en las fuentes del Nilo
(en donde beben los patos),
también el monte Rubeho
(mucho más alto que ancho),
Tabora (en Tanzania) y
Villafranca de los Barros.
Arriban al Senegal
el veinticuatro de mayo
tras cien días de trayecto
(si es que el cálculo es exacto),
llevando solo lo puesto
y dos de ellos, sin zapatos,
pues en varias situaciones
se han tenido que ir dejando
por el camino los víveres,
el equipaje de mano,
las armas, los instrumentos
científicos, el piano,
la mecedora, el sillón,
el perchero y el armario,
y el resto de los enseres
con que el globo iba cargado.
Y, por si esto fuera poco,
el globo llega hecho cachos,
hecho migas, hecho trizas,
hecho polvo, hecho pedazos,
hecho tiras, hecho añicos,
prácticamente hecho átomos.
Logran volver los viajeros
con todo el pellejo intacto
y en Londres se da un banquete
con cien discursos pesados
celebrando que un inglés
con un coste millonario
viajó de acá para allá
sin que sirviera de algo.
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