Stanley Donen (1954)
Esta es la historia de los hermanos Pontipee, sobre los que nadie en su pueblo se pone de acuerdo si son más brutos que pelirrojos o más pelirrojos que brutos, pero en cualquier caso, mucho de ambas cosas.
El tiempo en el que se desarrolla la acción es 1850 y el espacio, Oregón. Ahora bien: si aplicamos la fórmula v = e : t , hallamos que la velocidad a la que pasa la película es Oregón : 1850 = ¿ ? (Nunca se nos han dado bien las matemáticas. No las comprendemos en absoluto.)
Adam es el mayor de siete hermanos leñadores y rudos (como corresponde a todo leñador que se precie) y el único de ellos que tiene dos camisas (aunque una de ellas algo raída por los codos). Como siempre se le queman los bizcochos, decide agenciarse una esposa «fuerte y que cocine bien». No tiene preferencia por ninguna clase de mujer en particular: una de marca blanca le servirá perfectamente si cumple con unos requisitos básicos. Buscando, buscando, se dirige a la posada local donde encuentra a Milly, que cocina para cien personas y el sheriff. La perspectiva de guisar para solo una es lo que le decide a aceptar la propuesta de matrimonio que le hace Adam, tras mirarle detenidamente los dientes y las caderas.
Molly se despide, deja hambrientos a los parroquianos, se casa por la posta, se sube a la carreta y se marcha con su nuevo y flamante marido de la camisa de cuadros (prenda obligada por una normativa del gremio de leñadores).
«My pleasure in an artesian well!» [¡Mi gozo en un pozo!], exclama Molly cuando ve a los seis hermanos que faltaban y cómo ponen los pies —y otras cosas— en la mesa, cómo gritan energúmenamente y cómo despiden olor tal que mantienen a las mofetas bien alejadas de todo el condado. (La verdad es que los hermanos son muy simpáticos y tienen la gentileza de vestirse durante toda la película con la misma ropa para que el espectador los pueda reconocer con facilidad y no los confunda).
Milly es optimista y cree que no hay nada que el estropajo no pueda arreglar. Se pone en plan marimandón y consigue que los hermanos se bañen y froten, y froten, y froten, y froten, y froten, y froten, y froten, y froten, y froten, y froten, y froten, y froten, y froten, y froten, y froten, y froten, y froten, hasta que acaban quedando completamente relucientes.
El siguiente paso en este pigmalionesco y septuplicado plan de Milly es llevarlos al pueblo para que asistan a una fiesta. Allí, los hermanos Pontipee bailan, beben, participan en una competición para construir un granero y, acto seguido, participan en otra competición (improvisada) para romperlo, pues se pelean con los chicos del pueblo, que son unos remilgados de mucho cuidado y que, comparados con los montañeses, parecen todos perder aceite.
El resultado de la expedición es que los seis hermanos se enamoran (cada uno de una chica distinta, porque estamos en un tiempo en que la moral prevalecía todavía en Hollywood) y regresan a la montaña más melancólicos que Macías «el Enamorado», que el joven Werther o el anciano Fausto.
El recuerdo de las chicas no les deja dormir ni comer ni hacer esa actividad derivada del comer: están hechos una verdadera lástima y, como están todo el rato pensando en otra cosa, sierran los árboles con una lentitud exasperante, algo que la ecología agradece pero que repatea al espectador.
Y es aquí donde aparece el Deus ex machina de la trama. Adam, del que creíamos que no sabía hacer la ‘o’ con un canuto, resulta que sabe latín y se ha estudiado nada menos que a Plutarco, quien en su libro Vidas paralelas narró el episodio de la historia de Roma conocido como «el rapto de la sabinas». Según él —y según otros pelmas de la antigüedad, pues hay distintas versiones—, las sabinas (las chicas de la región de Sabinia, en el actual Lacio, según se entra a mano derecha) se bañaban en el río sin tanga ni nada y unos romanos que pasaban por allí las sacaron del agua para que se secaran. Ellas lloraron y patalearon, pero flojito, y finalmente se fueron de buen grado con sus raptores, con lo que aquello fue un secuestro de chichinabo, un rapto casi amateur, aunque la tradición diga otra cosa. Ya sabemos que una de las características principales de las leyendas es que suelen incluir una alta dosis de exageración. La moraleja extraída es que si raptas a una doncella y ella llora, eso no quiere decir nada en absoluto, pues a lo mejor está tan a gusto.
Adam propone entonces ir al pueblo y traerse a las chicas por la fuerza en el carro grande, porque, de buen grado, sus padres no se las iban a dar. A los hermanos esta idea les parece brillante y se disponen a ponerla en práctica. Provistos de sacos, llegan al pueblo al anochecer, ensacan a sus respectivas idolatradas y se las llevan puestas.
Padres y antiguos novios les persiguen, ¡faltaría más!, pero al llegar a un sendero que bordea un precipicio se produce un alud, cae la nieve (en eso precisamente consisten los aludes), el camino se queda cortado por completo y los perseguidores tienen que volverse con el pato entre las rabas. Hasta la próxima primavera no deshelará y las muchachas habrán de pasar el invierno con sus captores.
La bronca que les cae a los varones es más monumental que el casco viejo de la ciudad de Cáceres. Milly, cual gallina clueca, toma bajo sus alas a las aterrorizadas jovencitas y se convierte en su carabina sin disparar ni un solo tiro. Manda a los hombres a dormir a la intemperie (bajo la nieve abundante) y les hace caldo de pollo a las chicas para que se sientan como en casa.
Durante todo el invierno, las pobres mujeres víctimas de la brutalidad machista se pasan el día jugando a prendas, tejiendo y haciéndose comiditas cómodamente al calor de la lumbre, mientras los malvados raptores duermen hacinados en el granero, no tienen permiso para cambiarse de calzoncillos y se pasan el día cortando leña en el exterior a 15º bajo cero.
Finalmente la película llega a su clímax. El sol primaveral aparece por encima de los montes, el hielo se deshiela, los caminos se abren, los padres y novios ofendidos agarran sus pringosos rifles (porque sus dueños llevan diez meses engrasándolos) y todos se dirigen a casa de los Pontipee a disparar un poco.
Al llegar a la granja, lo primero que escuchan es el llanto de un recién nacido. Una fatídica pregunta se cierne sobre la patrulla de salvamento: ¿Quién habrá sido la primera en...? La moral decimonónica no les permite acabar la frase ni aun en su imaginación.
Pero cuando los padres se enfrentan a sus hijas, todas ellas aseguran ser la madre del recién nacido. Ante esta fuenteovejunesca respuesta y ante la imposibilidad de averiguar la verdad, los progenitores no tienen otra alternativa que casar allí mismo a las seis parejas a punta de escopeta.
El niño es de Milly, claro está, pero la treta les sirve a las jóvenes y se demuestra por vez enésima que a las mujeres les seduce que las seduzcan y que a la hora de perpetuar la especie, los pectorales de los leñadores atraen más que las galanterías de los petimetres.
Toda la película está aliñada con bonitas coreografías, montañas al fondo y pasteles de manzana que, aparte de alubias, parece ser lo único que se comía en Oregón por aquellos años.
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