Unas preguntas que surgen
cuando estudiamos historia:
doña Juana de Castilla
¿era loca o no era loca?,
¿era Juana o no era Juana?,
¿era doña o no era doña?
Dicen algunos que para
hacerse con su corona
su padre fue y propaló
que estaba como una chota
y que si le era imposible
regir sobre su persona
misma, porque a cada dos
por tres se le iba la olla,
claro está que no podría
hacer de reina ella sola.
Esta excusa de Fernando
es la que sale en las crónicas,
la que cuentan las leyendas
y la que inspiró cien obras
teatrales, porque resulta
una trama más jugosa
sacar a una reina ida
y tomársela a chacota
que decir que estaba sana
y le hicieron una OPA
hostil para destronarla
—que es una expresión de ahora—.
Contaremos su tragedia,
porque fue la repanocha.
Todo comenzó en el día
de la soberana boda
(el «final feliz» que tienen
muchas películas tontas),
pues fue casarse y sufrir
desde la primera hora.
Su marido era Felipe,
un tal duque de Borgoña,
conde de Flandes y archi-
duque de Austria, un andoba
más presumido que un mono,
más patoso que una oca,
más infiel que una coneja
y más malo que una cobra,
pues trató a patada limpia
a la infeliz de su novia.
Primero todo fue bien
en los asuntos de alcoba,
ya que tuvieron seis hijos
en fila (más bien, en cola),
pero luego el Felipillo
comenzó a yacer con otras,
pues, como dice el refrán
(que tiene razón de sobra),
«Hay gusto en la variedad»
y si cenas siempre sopa
de fideos o de letras,
de estrellitas o de conchas,
acabas aborreciéndola
y te apetece otra cosa:
un filete con patatas,
huevos fritos con chistorra
o esas pescadillas fritas
(las que se muerden la cola).
Felipe empezó a buscarse
cenas mucho más sabrosas
que Juana (quien, tras casarse
se puso como una foca)
y se aficionó de lleno
a jamones y a jamonas.
Esto no quiere decir
que no hiciera con su esposa
esas cosas sexuales
que hacen los adultos: cópulas,
más solo de higos a brevas
y en cantidad tan inocua
que parecía que la había
recetado un homeópata.
Doña Juana se grilló
—tienen razón los que abogan
por una reina demente,
enajenada y neurótica—,
pues Felipe no ocultaba
sus traiciones amorosas
y gozaba al ver a Juana
cada día más celosa,
porque hay gentes que son pu-
ñeteras como ellas solas,
que gustan de hacer sufrir
y son más malas que el cólera.
Un día, el marido estaba
en el juego de pelota,
sudó un montón, bebió agua
helada, que es peligrosa,
y se murió en dos patadas
de la manera más sosa.
Y aquí empezó el episodio
que dio a la buena señora
fama de orate (u orata)
y de estar mal de la rótula,
pues el muerto murió en Burgos
y como allí el viento sopla
con un frescor bajocérico
que provoca tiritonas
y como Felipe quiso
ser enterrado en la costa,
entre olas, arena y sol,
ni corta ni perezosa,
Juana decidió llevarse
en hombros y por la posta
su cadáver a Granada,
pues no sabía, la muy boba,
ni las mínimas nociones
de la geografía española
ni que en Granada no hay playa
ni mar, mucho menos olas.
Dicho y hecho: dio a los nobles
orden de coger antorchas,
pues se iba a viajar de noche
para poder ver la Osa
Mayor durante el camino;
y aquella banda aristócrata
que se veía obligada
a obedecer cualquier norma
que impusiesen los monarcas
—cómo jugar a la Oca
con ellos, limpiar sus mocos,
llenar de vinos sus copas,
rascarles los omoplatos,
darles masajes y coba—
partió con Juana hacia el sur
con el féretro en volondas.
(Ya sabemos que es ‘volandas’, pero entonces el verso no rima, por lo que nos hemos permitido cambiar la palabra en una letra de nada.)
Fue un viaje corto: ocho meses
solo, una excursión incómoda
con parada en Albacete,
en Puertollano y en Córdoba,
pasando un frío tremendo
por esas tierras inhóspitas
(por no hablar de cuando el chef
quiso gastar una broma
a los nobles y les dio
para comer algarrobas,
berzas de esas de los campos,
cebolletas y bellotas).
Como la fúnebre gira
resultó muy estrambótica
y costó muchos ducados
(aspecto que siempre importa),
se decidió que la reina
estaba mal de la chola
y se encerró a Juana en
el castillo de La Mota
u otro sitio parecido
con almenas y esas cosas
que abundan en los castillos:
torreones y mazmorras,
donde estuvo prisionera
hasta que se fue a la otra
vida, ya que esta de aquí
le salió defectuosa.
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