Felipe V

 


Hablando de locuras, mencionaremos el hecho histórico de que las vidas de muchos millones de personas en una docena de reinos dependieron durante casi cincuenta años de los cambios de humor de un majareta maniaco-depresivo, lo que no dice mucho en favor de la institución de la monarquía.

Felipe V, retoño de una familia que se estuvo casando con ella misma durante siglos, acabó sus días metido permanentemente en su cama, arrojándole sus excrementos a sus sufridos lacayos y pretendiendo montarse en los caballos que aparecían en los tapices que decoraban su alcoba.

Contaremos ahora cómo el asunto llegó hasta esos límites.

O, mejor, no lo contaremos, porque supondría tener que insertar aquí toda la Guerra de Sucesión, que es un tostón histórico que nadie tiene ganas de rememorar. Baste decir que en ella los españoles pelearon denodadamente para conseguir que les gobernara un rey francés de la casa de Borbón, en vez de uno de la casa de Austria, como habían tenido hasta el momento. (Hecho curioso, si tiene en cuenta que en 1808 esos mismos españoles entraron de nuevo en guerra para no tener a un rey francés, algo que decían que les repugnaba infinitamente, pero que habían aceptado alegremente cien años antes.)

Como fuere, Felipe fue el hijo del bobo de Luis de Francia —vástago a su vez del megalómano Luis XIV— y de Maria Ana Victoria de Baviera, que pasó en una depresión perpetua toda su corta vida. El retoño hizo honor a las taras de sus antepasados, todos ellos de muy dudoso caletre desde el primer Hugo Capeto.

Felipe no parecía tener una gran opinión de sí mismo. Nos referimos a que se creyó una rana durante gran parte de su reinado. Estaba convencido de que carecía de brazos y brincó continuadamente por las estancias de palacio, pero sin atreverse a salir al jardín, no fuera a ser que alguna culebra le devorase.

También sufrió complejo de conejo en lo que a reproducción se refiere. Su deseo sexual era grande y continuo: tuvo cuatro hijos del primer matrimonio y siete del segundo. No engendró más porque los ministros le aconsejaron que no forzara las finanzas de palacio creando tanta gente a la que dar de comer y vestir. Le convencieron de que el sexo era pecado mortal y Felipe lo dejó estar, porque le resultaba muy laborioso tener que confesarse tres o cuatro veces al día, porque se le puso en la cabeza a expiar sus pecados nada más cometidos.

Dejó por completo las riendas del gobierno en manos de los primeros cortesanos que acertaron a hacerle bien la pelota. Esto es de por sí un signo claro de locura, por si los otros detalles que les hemos contado no fueran bastante para convencerles.

Otra de sus manías fue su odio a las tijeras. La melena no era problema, pues en aquel tiempo el pelo se llevaba bien largo. El conflicto estribaba en que se negó en rotundo durante años a cortarse las uñas de los pies, lo que prácticamente le impedía caminar. En los bailes palaciegos y en los actos de revista a las tropas lo pasaba especialmente mal.

En cierta ocasión se metió en la cama y afirmó que estaba muerto. Pasó quince días dando gritos para intentar convencer a sus criados y cortesanos de que le amortajaran y enterraran de una vez. Estuvo tan convincente que por poco lo consigue. Empero, uno de sus servidores se tomó la libertad de hacerle cosquillas y, como el rey no pudo ignorarlas, quedó demostrado que seguía vivo.

Claro, que se pasó los siguientes treinta años jurando y perjurando que se iba a morir de inmediato. Se puso tan pesado con esto que acabó con la paciencia de todos los que le rodeaban, que comenzaron a odiarle con odio congoleño. Y si alguien no lo asesinó, por no oírle, fue precisamente para que no pareciera que había tenido razón en su pronóstico.

Sus últimos tiempos fueron especialmente escatológicos, pues se pasó varios meses sin salir de la cama, haciendo en ella esas cosas que hacen los humanos y las otras especies animales a las varias horas de haber comido y bebido.

Los historiadores hablan eufemísticamente de «su escasa higiene», lo cual es una manera elegante de decir que la ropa se le pegó al cuerpo de tal manera que, a su muerte, no hubo forma de quitársela: al intentarlo, le despellejaban, por lo que se le tuvo que momificar: no hubo otra.

No se nos oculta que este último dato que hemos proporcionado a nuestros queridos lectores es de muy mal gusto, pero los reyes gozan siempre de muy buena prensa: por lo general, se ocultan sus vicios y defectos y se les perdona todo (tenemos casos bien recientes). Por ello creemos que no está mal, para variar, que alguna vez se cuente la verdad sobre los reinados de esos señores a los que se les otorga el derecho de que nos manden y nos mangoneen solo con tomarse el trabajo de nacer.

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