Cómo se civilizó el primer perro

 

 

          (Lo que vamos a contar aquí no es una anécdota real, sino una leyenda africana, concretamente del distrito de Bata, en Guinea, según se entra, a mano derecha.)

 

          Pues acaeció, hijo, mío, cuando la Tierra aún era joven y las palmeras tenían sus hojas relucientes de puro nuevas, que los Animales del Bosque se reunieron con un Propósito para su Vida y organizaron una Asamblea para elegir a su Rey, y optaron por el Primer León... (vamos a dejar estas mayúsculas innecesarias para que la anécdota no parezca un fragmento de un libro de misticismo ocultista).

Este mandó que se despejara un trozo de selva para establecer allí un cementerio (municipal), donde de entonces en adelante todas las bestias llevarían a sus muertos queridos (y a los no queridos, también, porque en algún sitio había que echarlos). Así se hizo y nadie sospechó nada raro, de momento.

Pero el Primer Perro era astuto y, por demás, cotilla, y hablando con unos y con otros acabó por enterarse de la terrible verdad: el Primer León y el Primer Tigre (que eran los Primeros Amiguetes) devoraban los cadáveres que las otras bestias llevaban allí y se ahorraban de esta manera el trabajo de salir a cazar con la calor.

Sucedió entonces que murió la madre del Primer Perro (sería la Perra Cero, entendemos) y fue llevada, como correspondía, al recién inaugurado cementerio. El Primer Perro se olió la tostada y se escondió tras una bicicleta para observar a los dos felinos. Cuando se hubieron merendado a su señora madre, el can decidió vengarse, pidiendo ayuda a los hombres.

Marchó en dirección al poblado y encontró a los humanos reunidos en la «Casa de la Palabra», haciendo probablemente hechizos de magia. El Primer Perro pudo escuchar las voces que salían del recinto, pero no pudo entenderlas. Tales invocaciones decían cosas como «¡Envido!», ¡«Órdago!», «¡Mus!» y otros sortilegios por el estilo.

Cuando consiguió la atención de los Primeros Hombres con unos cuantos ladridos en re bemol mayor, les relató su sucedido y pidió su ayuda escarmentante para con aquellos dos gatos grandes y sinvergüenzas.

Pero los hombres no dan nada a cambio de nada y exigieron su precio: ayudarían en aquella ocasión específica a condición de que el perro se comprometiera a permanecer con ellos para siempre y les ayudara con la caza, la casa, etc. ¡Pues no eran nadie los Primeros Hombres pidiendo!

El Primer Perro accedió, bien por bondad de corazón o por memez (eso aún está por dilucidarse).

Se prepararon trampas para los felinos y se dieron batidos a las fieras (batidos, no: batidas; ¡solo hubiera faltado que se les hubieran preparado refrescos!).

Pero cuando el león se enteró de que el perro era tránsfuga, como un político contemporáneo cualquiera, reunió a todas las fieras corrupias de la selva y marchó con su ejército animal contra el poblado de los Primeros Hombres.

Afortunadamente, empezó a llover agua (nunca está de más especificar, porque en otros mitos llueven otras cosas: leche, maná en el desierto, pipí de ángeles, etc.) y las fieras prefirieron irse a sus guaridas y desertaron en masa.

Un cazador con excelente puntería o excelente suerte (esto también está por dilucidar) alcanzó al león con una flecha y lo mató muerto.

Desde entonces, hijo mío, el perro vive con los hombres, convertido en enemigo de los animales salvajes, y estos no tienen rey, sino que cada uno hace lo que le da la gana, dentro de sus posibilidades.


 

 


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