Stubby —qué significa
«tapón»— un perro sargento,
listo como Rin Tin Tin
—pese a no haber parentesco
entre ambos canes— nació
parece ser que en Connecticut
en julio del diecisiete
y empezó el año académico
yendo a la Universidad
de Yale, donde lo encontraron
en los jardines los miembros
—no había miembras esos días—
del 102 Regimiento
de Infantería, que estaban
por allí de entrenamiento.
Le obligaron a alistarse
y a firmar mil documentos,
obligándose a luchar
a muerte contra el Imperio
germano y a defender
al Tío Sam hasta su entierro.
Pasó al continente, a Francia,
donde un cinco de febrero
tuvo en terrible comba-
te su bautismo de fuego.
Permaneció en las trincheras
dieciocho meses y medio
y estuvo en cuatro ofensivas,
tres actos de salvamento,
veintidós escaramuzas
diez refriegas y un rodeo
que montaron los soldados
en medio del campamento,
usando, en lugar de toros
o de caballos, un cerdo
(que, por salir muy salvaje,
dejó a muchos por los suelos).
Al cabo de varios meses,
viendo que el recluta-perro
era mucho más valiente
que hombres hechos y derechos,
los oficiales al mando
consideraron sus méritos
y propusieron a Stubby
para otorgarle un ascenso.
Así, el can conectiqués
tuvo a su mando a unos cientos
de los soldados más rasos
y los cabos más zopencos.
Sus hazañas en la guerra
fueron varias. Un mortero
le hizo pupa en una pata
y estando con los enfermos
les levantó la moral
(y les levantó el dinero,
ganándoles en el póker,
en el que era muy experto).
Con los proyectiles químicos,
Stubby ayudaba, oliéndolos
mucho antes de que cayeran,
para que les diera tiempo
para enfundarse la máscara,
para ponerse a cubierto,
para sacar el paraguas
o para salir corriendo.
Él solito capturó
al borde del campamento
a un espía que venía
disfrazado de camello
(lo que en los campos de Francia
no resulta un acierto).
Le olió, vio que era alemán
y le dio un mordisco de esos
que das cuando tienes hambre,
en esa parte del cuerpo
en donde la espalda tiene
su final y dan comienzo
las piernas. El apresado
no pudo eludir el cepo
y se tuvo que rendir,
sufriendo un ataque histérico
y acordándose de Woodrow
Wilson, su padre y su abuelo.
Aunque fue herido dos veces:
en la pata y en el pecho,
cuando terminó la guerra
volvió a casa tan contento,
sin necesitar pensión
ni tampoco tratamiento
psiquiátrico, como ocurre
con militares de pelo
en pecho, que al fin resultan
más blando que un caramelo
de esos que hay, que los chupas
y tienen un chicle dentro.
Las mujeres sufragistas
de New Haven le tejieron
con mucha lana y cariño
al héroe-can un chaleco,
para que allí se prendiera
las medallas que le dieron,
pues no quedaba bonito
que se las colgara al cuello.
Hacía el saque de honor
siempre que había un encuentro
de rugby y en los descansos
daba tres vueltas al «ruedo»,
recibiendo los aplausos
de los entusiastas bélicos.
En los actos militares
y desfiles del Ejército
tenía una silla de honor
para sentarse y un hueso,
porque mientras desfilaban
se entretuviera en roerlo.
En el año veintiséis
finó el can durante el sueño
y le disecaron, aunque
—la verdad— con poco esmero.
Si tienes curiosidad
y quieres perder el tiempo
yendo a Washington D.C.,
puedes verlo en el Museo
Smithsonian, por más que
yo no te lo recomiendo,
pues resulta un anticlímax
ver a un héroe con el pelo
apolillado y pringoso
y con los morros muy feos.
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