Serafín y Joaquín Álvarez Quintero


 

          No tan famosos en la literatura como los hermanos Karamazov, pero casi, son los hermanos Álvarez Quintero, quienes, a decir de las malas lenguas, compartían el mismo bigote. Vivieron y escribieron tan al unísono y de forma tan compenetrada que cuando murió uno de ellos, la familia no tenía muy claro cuál de los dos había sido.

          Entre 1888 y 1938 estos dos prolíficos caballeretes estrenan más de doscientas comedias de todo género y medida, y se quedan a gusto. Dan un golpe de mano en Sainetelandia y se hacen con el trono, en el que se sientan ambos amigablemente, pues compartían absolutamente todo. (Ninguno de los dos era casado, aclaración que creemos imprescindible.) Y, dentro de este género costumbrista, se especializan en el andalucismo más feroz, aunque también escriben alguna pieza maña, para variar. Y hemos escrito ‘costumbrismo’ por la velocidad adquirida, porque lo que teníamos que haber dicho era ‘malcostumbrismo’, ya que el sainete —como todos ustedes saben (y si no lo saben, lo van a saber ahora mismo)— es un subgénero teatral que consiste en contar la vida de la gentuza y los vicios y defectos del pueblo llano, a que llamarle ‘llano’ es hacerle un favor.

Los Quintero, popularísimos hasta el paroxismo (lo que no hablaba muy bien de los públicos que les aplaudían), basaron su teatro en dos premisas fundamentales: a) el amor triunfa, y b) los sevillanos son los más simpáticos del mundo, todo ello en un producto de consumo surgido de una especie de cadena de montaje en el que cada obra que estrenaban tenía más éxito cuanto más se parecía a la anterior. El «respetable» quería una cosa concreta, ellos le daban precisamente eso y todos vivían felices y contentos. La interpretación amable de la vida primaba, los conflictos que se planteaban eran nimios y, además, se resolvían siempre en la escena que venía a continuación: los autores no permitían nunca que el público se acongojara durante más de tres minutos y medio, porque eso deslucía el resultado final.

          No crean que este tipo de comedias no tiene su especial mérito. Si es difícil escribir un argumento interesante y original, lo es mucho más inventar doscientas historias sosas y aburridas, pero ellos lo consiguieron de sobra y sin despeinarse.

Se ha dicho que en su teatro los personajes no sufren conflictos, sino tan solo contrariedades. Nosotros lo reduciríamos al nivel de meras molestias.

          ¿Cuáles son los temas de los patios andaluces? Pues los amoríos, los celillos (porque son pequeños), la soltería y los medios para salir de ella, la murmuración y el cotilleo de las comadres.

          Los Quintero lograron en el cliché andaluz una perfección que ríase usted de los cuadros de Velázquez o de las esculturas de Miguel Ángel. En su Andalucía siempre hay sol, chatos de vino, mujeres hermosas, criados agradecidos a los amos por lo bien que estos les tratan, personajes amabilísimos todos, gentes todas nobles, mocitas todas honradas, mozos todos trabajadores y, sobre todo, un no sabemos qué que llena de inmensa felicidad a todos los personajes, aunque para lograrla tengan que esperarse hasta el tercer acto.

          En el mundo de los Quintero no había hambre, ni anarquistas con bombas, ni analfabetismo, ni odio de clases, ni gitanos en liza con guardias civiles, ni maestros mal pagados, ni poliomielitis, ni caciquismo, ni pucherazos ni Ley de Fugas. Todas estas cosas, según su cosmovisión, eran mentiras que difundían los elementos subversivos de la sociedad. Su teatro es en extremo decadente, inmovilista y más conservador que los reyes godos (exceptuando a Wamba, que era bastante más «progre» que ellos).

          Las tesis de sus obras son de una profundidad que es mejor que la juzguen ustedes. Los mosquitos (1927) cuenta la historia de un celoso y se nos explica que los celos son como los mosquitos: cuando te pican, te quedas muy a disgusto. Al final, resulta que la esposa del protagonista no le engañaba ni nada: todo se lo había figurado él. Y como no hay conflicto, pues todo acaba muy requetebién, tras tres soporíferos actos en los que los actores se beben en escena varias botellas de fino para dar ambiente.

          Destripemos algunas de sus obras más conocidas. El genio alegre (1906) habla de un personaje que tiene el genio muy alegre (nos lo estábamos imaginando) y no se amuerma por nada. Argumento, lo que se dice argumento, la comedia no lo tiene, pero con su tipismo se puede llenar un volquete.

Lo que hablan las mujeres (1932) cuenta la historia de un matrimonio. Ella es una gran cotorra y el marido se lo afea continuamente. Pero al final nos enteramos de que él había tenido un hijo de extranjis y la mujer lo sabía y nunca dijo nada, sino que calló como una muerta, con lo que se demuestra que las mujeres no hablan tanto, al fin y al cabo.

          En El patio (1900) tampoco pasa nada especial: se trata únicamente de un desfile de tipos populares que no tienen gracia, tan solo gracejo. Es un pueblo que ríe y canta feliz. La descripción de su placidez y confort son los responsables del éxito de la obra. La garantía de que al final todo se resolvía siempre al gusto de todos permitía al público disfrutar de antemano del «final feliz», que era un final que parecía empezar desde el principio.

          Puebla de las mujeres (1912) habla de un pueblo donde las mujeres mandan (¡vaya novedad!). Mariquilla Terremoto (1930) es la historia de una chica pizpireta que se mueve mucho. Sangre gorda (1909), por el contrario, es la de un señor que no se mueve nada.

Cuando los hermanos quisieron hacer algo más serio con Malvaloca (1912), les salió un melodramón tremendo y manido. Su mejor pieza quizás sea Las de Caín (1908), sobre un padre que no consigue casar a sus hijas. Pero la obra parece escrita a medias entre Moratín y Bretón de los Herreros. Para lograr algo medianamente aceptable, los Quintero tuvieron que olvidarse de su estilo propio a imitar el de otros.


 

 

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