Rememoremos la sorprendente historia del collar que precipitó el triste final de aquella cursi llamada María Antonieta, que fue reina de Francia durante unos añitos hasta que Madame Guillotine dijo tajantemente aquello de «¡Bueno está lo bueno, hasta aquí hemos llegado y se acabó lo que se daba!».
Y lo más paradójico del asunto es que la soberana no llegó a poseer el collar, ni siquiera a echarle la vista encima, pero su declarado amor por el carbono comprimido la perdió igualmente.
Esta curiosa farsa totalmente verídica que contamos aquí para escarmiento universal de los amantes de las joyas se la inventó la Historia un buen día para demostrarnos por enésima vez más a los escritores que a su lado no tenemos nada que hacer a la hora de imaginar situaciones insólitas.
La cosa fue tal que así.
El año de 1875 pilla a la reina muy liada preparando la representación de Las bodas de Fígaro en su cuco teatrito de Trianon. Luis XVI ha prohibido la obra de Beaumarchais por subversiva, pero María Antonieta le tiene en un puño y hace lo que le da la gana sin que el otro se atreva a rechistar, cosa que sucede con muchos matrimonios sin que nadie se lleve por ello las manos a la cabeza.
En medio de los ensayos se presenta intempestivamente el joyero de la corte, de apellido Boehmer, más judío que el violinista en el tejado, y pide a María A. que se le pague de una vez su collar de diamantes, que ya va siendo hora.
¿Qué collar, pregunta la reina? Ella no ha comprado ningún collar de diamantes en los últimos días (antes sí, muchos, pero recientemente no). Boehmer balbucea y cuenta una historia harto confusa: cierta condesa Valois, amiga íntima de la reina, ha comprado en su nombre y en secreto un collar que cuesta nada menos que un millón seiscientas mil libras del ala. El collar ha sido entregado a monseñor el cardenal de Rohan. No se ha pagado aún y eso no puede ser, así es que por favor, pide el joyero, tenga su alteza la bondad de estirarse y abonar ese pico, etc., etc.
María Antonieta se estupeface. ¿Quién es esa condesa Valois? Ella no conoce a ninguna dama de ese nombre. Y en cuanto al cardenal Rohan, le considera (acertadamente) un imbécil de marca mayor y ni siquiera le dirige la palabra. ¿Cómo ha podido nadie pensar que ella iba a encargar en secreto un collar a través de semejantes intermediarios? ¿Cómo ha podido nadie pensar eso?
Ahí reside el quid de la cuestión que nos ocupa: lo ha podido pensar perfectamente todo el mundo porque la reina es sobradamente notoria por su desmesurado amor a las joyas desmesuradas (léase ‘carísimas’), de las cuales hace colección hasta el punto de tener muchas «repes». De hecho, ha dejado al reino tan sacudido económicamente por sus manirrotismos en asuntos de piedras que todos la llaman «Madame Déficit». Por ello, cuando se insinúa que la reina se ha gastado una millonada y media en una piedra mientras que la mayoría de los franceses se comen las otras piedras de pura hambre, todo el mundo se lo cree sin el menor asomo de duda.
Pero, bueno: hay que aclarar el lío. El rey llama al cardenal para tirarle de las orejas. Le pregunta de qué iba la cosa y el príncipe de la Iglesia se pone a sudar copiosamente.
—Ya veo que he hecho el canelo, majestad —responde ante las pesquisas del monarca—, pero mi intención era buena.
—Sí, sí, pero ¿dónde está ese collar maldito que nos arruina? —quiere saber Luis XVI, emperrado en desenredar aquella madeja.
—No lo tengo yo.
—¿Pues quién, entonces?
—Esa mujer.
—¿Qué mujer?
—¡La mujer!
—¡¡¿Pero qué mujer?!!
Rohan se lo cuenta todo al rey con señales, pero sin pelos. Una prójima, que se le presentó como condesa de Valois y amiga de la reina, le pidió que le comprase a la reina el collar en secreto, para que el rey no se enterase. Él accedió a ser intermediario para ganarse los favores de la reina, que por aquel entonces y debido a una inexplicable antipatía, ni le dirigía la palabra. Rohan pagó religiosamente, como cardenal que era, y entregó el collar a la Valois para que ella se lo hiciese llegar a María Antonieta como estaba previsto.
—Pues yo no lo tengo; a mí, que me registren —dice la reina.
—Rohan: os han tomado el pelo de un modo horroroso —sentencia el rey.
—Ahora me doy cuenta, majestad.
—Sois un burro, monseñor.
—Lo soy, majestad —reconoce Rohan.
—¡Guardias: detened al cardenal! —manda el monarca.
Todos los presentes se aterran ante el escándalo. ¡Un cardenal detenido! ¡En la antecámara del rey! ¡Un Rohan, familia aristocrática donde las haya! ¿Es que el rey está borracho?
El príncipe de Rohan, limosnero del rey, cardenal de la Iglesia, príncipe imperial de Alsacia, miembro de la Academia, receptáculo de innumerables dignidades y socio número tres del Paris Saint-Germain Football Club es conducido a prisión, porque él no ha ido nunca antes y no se sabe el camino.
¿Qué había sucedido en realidad? Pues una historia embrollada que no estaba muy clara. El mismo Goethe intentó luego relatarla en su comedia El gran copto, pero los alemanes no son buenos contando historias, porque las alargan más de lo debido y al final te aburres y pasas a otra cosa.
«La mujer» que interviene en la estafa es una impostora del tamaño del Gran Cañón del Colorado. Afirma ser la última descendiente de la rama de los Valois, una dinastía que reinó en Francia durante siglos y luego se fue a hacer gárgaras (por lo que se tuvo que recurrir a los Borbones, a falta de otra cosa mejor). La presunta Valois engaña a un tonto noble y se casa con él, convirtiéndose así en condesa de La Motte. Decide salir de pobre y dar un golpe de mano de los que pasan a la historia. Somos testigos de que lo consiguió.
Se presenta ante Rohan como íntima de la reina. Ella no ignora que el cardenal quiere conseguir el favor de la soberana. Falsifica una carta de la reina dirigida a Rohan pidiéndole que le compre la joya con discreción. El cardenal quiere saber por qué necesita la reina un intermediario para una compra secreta. Porque el rey es un gran tacaño y no quiere que la reina adquiera más collares teniendo un solo cuello, contesta la otra. Esto le parece muy creíble a Rohan, que accede. Pero es mucha pasta y quiere antes cerciorarse de que la reina está dispuesta a ser su amiga. Exige que la reina se lo pida en persona.
¿Cómo saltarse este obstáculo? Es fácil. La condesa de La Motte y presunta de Valois contrata a una actriz para que se haga pasar por la reina. Así de sencillo. Una noche se propicia un encuentro entre Rohan y su cómica en los jardines de Versalles. La Motte, segura de que el negocio será rentable, invierte en un traje semejante a los de María Antonieta. La comedianta finge ser la reina y en la oscuridad y medio tapándose la cara con un abanico, le dice unas apresuradas palabras de agradecimiento al cardenal y éste se queda satisfecho, aunque ella no le hable en público. La comedia de enredo ha dado el resultado apetecido.
A los pocos días de aquel encuentro, el bobo del cardenal paga el collar, como ya sabemos; la condesa se lo guarda tranquilamente y cuando se vuelve a saberse de él es porque el marido de la timadora está en Londres vendiéndolo por piezas.
El joyero le escribe a María Antonieta una carta muy servil y cortés —aunque con una letra infame— comunicándole lo contento que está de que la reina luzca tan bello collar. Aquella misiva no le parece sospechosa a la reina, que está comprando tantas joyas a tantos señores distintos que no sabe cuál es cuál y ni a cuál se refiere en concreto la carta.
Y esta es la historia, señores. La condesa de La Motte-Valois nunca hubiera podido elaborar el timo si la mala reputación de la soberana no hubiese colaborado a la verosimilitud de su intento de compra. La reina era inocente de este despilfarro puntual, sí, pero tan culpable de tantos y tantos otros que ya daba un poco igual. La joya nunca fue suya, pero para efectos morales, como si lo hubiera sido.
Porque los franceses se cabrean. Los libelos airean el asunto y las cosas se envenenan, porque en los graneros del reino no hay grano, sólo ratas. En la tierra más fértil de Europa escasea el pan. Si unos tienen poco es porque otros tienen mucho y los innumerables muertos de hambre del país se enteran por fin de quiénes son los que tienen la culpa de su situación. Los pobres diablos que se parten el espinazo por unos sous ven que en algunos círculos los regalos amorosos de un millón y medio son algo frecuente y a lo que no se le da excesiva importancia.
Ante el clamor popular en contra de los abusos de la monarquía, María Antonieta intenta ahorrar y despide a dos o tres criados que no le hacen mucha falta y pone a sus gatos a régimen.
Pero ya es demasiado tarde y el pueblo de Francia no tarda mucho en pasarle la factura por aquel lujoso pedrusco.
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