Inglaterra, 1598. En un tribunal presidido por el juez Sir Raleigh Haircomb (quien, por cierto, se estrena ese día en el cargo) se está juzgando a Ben Jonson, dramaturgo contemporáneo de Shakespeare y con quien se llevaba muy mal. (Todos los dramaturgos de entonces se llevaban muy mal con Shakespeare, porque estaban hartos de que este les copiara los argumentos de sus piezas, pero esto no hace al caso.) El proceso lleva ya varios días y Jonson, que se defiende a sí mismo para ahorrarse el abogado, está haciendo el alegato final. En primera fila, entre el público hay tres hombres especialmente interesados en el procedimiento. El resto del público sigue con desmedido interés el juicio, con la esperanza de que Sir Raleigh mande ajusticiar al autor, no porque les caiga mal especialmente, sino porque ver ahorcar siempre ha sido un espectáculo muy entretenido, sobre todo antes de la invención de la radio.
Ben Jonson.—...y así fue como sucedió la cosa, milord. Yo no pretendía matar al señor Gabriel Spenser; y si él decidió morir tras recibir la pequeña puñalada que yo le asesté (una puñalada flojita, insignificante, incluso ridícula, diría yo), fue un acto de malicia por su parte que no tenía otro objeto que comprometerme.
Sir Raleigh.—¿La culpa fue suya, entonces?
Ben Jonson.—Por completo. Otra persona mejor intencionada no se habría muerto tan fácilmente solo para crearme un problema con la justicia. Claro: como vio que no podía vencerme, decidió morir allí y que fueran otros los que se enfrentaran conmigo.
Sir Raleigh.—Señor Jonson, lleváis hablando media hora, dando vueltas y más vueltas completamente mareantes al mismo relato y vuestro discurso no hace más que complicarse. No sé si es porque no os expresáis bien o qué, pero el caso es que cuantas más cosas me decís, menos entiendo lo que sucedió el día de autos. ¿Estáis seguro de que no sois hombre de leyes, de esos que te convencen de cualquier cosa que se les antoje? Eso lo explicaría todo.
Ben Jonson.—Por supuesto que no, milord. No soy un sofista.
Sir Raleigh.—¿Un sofista? ¿No lo sois?
Ben Jonson.—¡No, por ventura!
Hombre 1º.—(Al Hombre 2º.) Su Señoría no sabe lo que es eso.
Hombre 3º.—(Al Hombre 1º.) Es que es nuevo.
Hombre 2º.— ‘Sofista’ es un término clásico que se aplica a los abogados liantes, excelencia.
Sir Raleigh.—(Molesto por haber quedado en evidencia.) Os agradezco la aclaración, señor, pero os conmino a que dejéis de interrumpir.
Ben Jonson.—Yo no soy sofista, como os he dicho, sino que ejerzo una profesión mucho menos digna.
Sir Raleigh.—¿Pues cómo os ganáis la vida?
Ben Jonson.—Soy actor.
(Se escucha un fuerte murmullo de desaprobación entre el público presente.)
Hombre 1º.—¡Un actor! ¡Qué asco!
Hombre 2º.—¡Que lo ahorquen sin más!
Hombre 3º.—¿Que lo ahorquen?
Hombre 2º.—¡Claro! ¿Por qué no?
Sir Raleigh.—(Golpeando con el mallete.) ¡Silencio en la sala!
Hombre 2º.—¡Mándele ahorcar, excelencia! Seguro que lo merece.
Sir Raleigh.—¡Silencio he dicho! Aquí yo soy el único que decide a quién se ahorca y a quién no.
Hombre 2º.—¿Entonces no podemos hacer sugerencias?
Sir Raleigh.—(Indignado.) ¡Por supuesto que no!
Hombre 2º.—¿Ni aceptaría Su Señoría el sabio consejo de un hombre de experiencia, como yo, que conoce muy bien a esos pícaros actores?
Sir Raleigh.—¡A callar! Advierto muy seriamente a todos los presentes que si vuelven a interrumpir la vista, mandaré desalojar la sala.
Hombre 1º.—(Al Hombre 2º.) No lo hará. Le gusta demasiado tener público que le escuche cuando dicta sentencias.
Ben Jonson.—(Dirigiéndose a los presentes.) El señor juez dice bien. Si me han de colgar, quiero que sea por orden de una persona respetable como Su Señoría, no por el consejo de cualquier chisgarabís metomentodo.
(Rumores de protesta en la sala.)
Sir Raleigh.—Gracias, señor Jonson.
Ben Jonson.—De nada, milord.
Sir Raleigh.—Intentaremos continuar juzgándoos, aunque creo que tendremos que volver a retomar el proceso por el principio, para ver si me entero de algo. Me dijisteis que erais actor, ¿no es así?
Ben Jonson.—En efecto.
Sir Raleigh.—Que tuvisteis una pendencia con otro miembro de la profesión.
Ben Jonson.—Con Spenser «el Tiñoso», sí.
Sir Raleigh.—¿Así le llamabais?
Ben Jonson.—En efecto.
Sir Raleigh.—A sus espaldas, supongo.
Ben Jonson.—¡Oh, no, milord! A su cara. A él le gustaba.
Sir Raleigh.—(Sorprendido.) ¿Le gustaba?
Ben Jonson.—Sí. Prefería que se dirigieran a él con ese apodo que con el otro.
Sir Raleigh.—¿Tenía otro?
Ben Jonson.—¡Ya lo creo!
Sir Raleigh.—¿Y cuál era, si puede saberse?
Ben Jonson.—Ese es el caso, milord: que no puede saberse.
Sir Raleigh.—¿No?
Ben Jonson.—Al menos, no pueden... no deben saberlo personas elegantes como vos.
Sir Raleigh.—Yo no me sonrojo fácilmente.
Ben Jonson.—Creedme: no querréis conocerlo.
Sir Raleigh.—Pues sí, porque me ha picado la curiosidad. Acercaos y decídmelo confidencialmente.
Ben Jonson.—No puedo negarme; debo obedecer.
Hombre 2º.—Eso es una redundancia.
Ben Jonson.—¿Cómo?
Sir Raleigh.—¿Qué decís?
Hombre 2º.—Habéis dicho «No puedo negarme» y luego «debo obedecer», dos frases que significan lo mismo. ¿Os preciáis de ser actor...
Ben Jonson.—(Interrumpiéndole.) Actor y de los buenos.
Hombre 2º.—¿... os preciáis de ser actor y luego cometéis errores básicos como este? ¿Qué sentido tiene esa costumbre de hinchar así vuestro discurso?
Ben Jonson.—Considerad, señor, que cuando escribes algo, de alguna manera, te pagan por palabras.
Hombre 2.—En eso lleváis razón.
Sir Raleigh.—¡Ya basta de charla con el público, señor Jonson! Acercaos y decidme de una vez el dicho apodo del malogrado señor Spenser.
(Jonson se cerca al juez y le habla al oído.)
Ben Jonson.—Pues le llamaban... bis, bis, bis...
Sir Raleigh.—(Gritando, escandalizado.) ¡¡¡Lady Anne de Burleigh!!!
Hombre 3º.—(Al Hombre 2º.) ¿Pero qué clase de exclamación es esa?
Hombre 1º.—(Al Hombre 3º.) Es una manera elegante de decir «¡la madre que me parió!». Lady Anne era la difunta mamá del señor juez.
Hombre 3º.—¡Ah! No lo sabía.
Hombre 1º.—Yo es que vengo muy a menudo a estos juicios y siempre acabo enterándome de cosas.
Sir Raleigh.—Creo que, en vista de estos nuevos datos, nos seguiremos refiriendo al señor Spencer como «el Tiñoso», ya que la mayor parte de la gente le apodaba así, ¿no es eso?
Ben Jonson.—Sí, milord. La mayor parte.
Sir Raleigh.—Bien; prosigamos.
Hombre 3º.—¡Eso, continúe Su Señoría, que nos estamos aburriendo!
Sir Raleigh.— (Golpeando con el mallete.) ¡Silencio! Convenimos, señor Jonson, en que vos acuchillasteis al «Tiñoso»... al señor Spencer.
Ben Jonson.—Si os empeñáis en verlo así...
Sir Raleigh.—Pero aseguráis que se os ha acusado de su muerte de un modo injusto.
Ben Jonson.—Justo.
Sir Raleigh.—¿Justo o injusto, en qué quedamos?
Ben Jonson.—Digo que es justo decir que era injusto.
Sir Raleigh.—Repito que es difícil entenderos, señor.
Hombre 1º.—Para nosotros, no; aquí le hemos entendido perfectamente.
Sir Raleigh.—Pero ¿por qué injusto? Vos le matasteis, señor Jonson: eso es un hecho certísimo; y muchos testigos lo vieron. ¿Qué tenéis que decir a eso?
Ben Jonson.—Bueno; primero habría que definir a qué nos referimos exactamente cuando hablamos de matar.
Hombre 1º.—¡Y decía que no era hombre de leyes!
Sir Raleigh.—¡Silencio! (A Jonson.) Explicaos.
Ben Jonson.—Pues tuvimos una pendencia... no: yo no la llamaría así.
Sir Raleigh.—Pues ¿cómo la llamaríais?
Ben Jonson.—La llamaría, por ejemplo, desacuerdo. Hemos de ser precisos con las palabras que empleamos. En fin; tuvimos un desacuerdo y luego él murió: eso no lo niego. Pero de una cosa no se deduce necesariamente la otra.
Sir Raleigh.—¿Ah, no? ¿Y las cinco puñaladas que le disteis?
Ben Jonson.—¡Protesto, milord! No fueron cinco, solo cuatro. Cinco y cuatro no son la misma cosa, como cualquier experto en la ciencia aritmética os confirmará gustoso si le preguntáis. No hace falta que os diga que en los procesos penales en los que la vida de un hombre está en juego se ha de ser muy preciso con los datos.
Sir Raleigh.—Bien: tenéis razón, os lo concedo. Pero el caso es que el Spenser «el Tiñoso»... er... que el señor George Spenser murió.
Hombre 1º.—No le llaméis ‘señor’, excelencia. Era sólo un actor y no le correspondía ese tratamiento.
Sir Raleigh.—¡Le llamaré como me plazca! ¡Estaríamos buenos! El caso es que el señor Spenser murió.
Hombre 3º.—A todos, tarde o temprano, nos llega la hora.
Hombre 2º.—¡Bien muerto está! Era un actor malísimo.
Sir Raleigh.—(Indignado. Al Hombre 2º.)¿Mal actor? ¿Y qué tendrá que ver una cosa con la otra? ¿Os parece bien que le mataran únicamente por ser un mal actor? Además, vos mismo me acabáis de aconsejar que ahorque al señor Jonson.
Hombre 2º.—Usando vuestras mismas palabras, Señoría, ¿qué tendrá que ver una cosa con la otra? Yo voto porque ahorquen a este y antes me pareció bien que mataran al otro. ¿O es que no voy a poder decir lo que pienso? ¿No existe la libertad de expresión? ¿No estamos en un país libre?
Hombre 1º.—¡Eso! ¡Bien dicho!
Sir Raleigh.—¿Un país libre? ¡Dios no lo quiera! Pero me estoy de nuevo apartando del caso. (A Jonson.) Responda el reo: ¿por qué fue la pendencia... bueno, el desacuerdo, como preferís llamarlo? (Pausa.) Señor Jonson, os pregunto a vos.
Ben Jonson.—(Distraído.) ¿Eh?
Sir Raleigh.—Os estoy hablando. He dicho «responda el reo».
Hombre 2º.—(A Jonson.) El reo sois vos.
Ben Jonson.—¡Ya lo sé, señor, gracias! Sé muy bien lo que significa la palabra ‘reo’. Tengo estudios. Lo que pasa es que no había oído a Su Señoría.
Hombre 2º.—¡Qué bromista!
Sir Raleigh.—¡Silencio en la sala! ¡Si no dejáis de interrumpir y interrumpir y interrumpir, no acabaremos nunca con este juicio!
Ben Jonson.—E.
Sir Raleigh.—¿Eh?
Ben Jonson.—E.
Sir Raleigh.—¿Cómo?
Ben Jonson.—E, he dicho.
Sir Raleigh.—¿Os sorprendéis?
Ben Jonson.—¿Que me sorprendo?
Sir Raleigh.—Claro; como decís «¿eh?»
Ben Jonson.—(Entendiendo.) ¡Ah! ¡No! No he dicho «eh», sino «e».
Sir Raleigh.—¿E?
Ben Jonson.—Claro está. Su Señoría es ahora quien atenta contra las reglas del inglés de la reina.
Hombre 2º.—También llamado ‘inglés de Oxford’.
Ben Jonson.—Efectivamente. Sir Raleigh, habéis dicho claramente ‘y interrumpir’ varias veces. Debe decirse ‘e interrumpir’.
Sir Raleigh.—¿Quién lo dice?
Ben Jonson.—Lo dicen todos los que lo dicen bien.
Sir Raleigh.—Digo que quién dice que haya que decir ‘e interrumpir’, ¿queréis decirme?
Hombre 1º.—(Divirtiéndose. Al Hombre 3º.) Se están armando un lío.
Ben Jonson.—Me sorprendéis, milord. Seguro que estáis de chanza. Es imposible que ignoréis esa regla básica de la lengua.
Sir Raleigh.—(Avergonzado.) Er... La conozco, por supuesto. Pero no perdamos el hilo. Yo quiero enterarme de la causa de la pendencia.
Ben Jonson.—La causa es que era muy mal actor.
Sir Raleigh.—¿Mal actor?
Ben Jonson.—Pésimo, milord. Insistía en que pusiéramos para él un nombre ficticio en los carteles, porque si el público leía el suyo verdadero, no entraba ni loco a ver la función.
Sir Raleigh.—¡Vaya! El primer actor del que tengo noticia que renuncie así a las migajas de fama que le corresponden.
Ben Jonson.—Y está, además, el asunto de las morcillas.
Sir Raleigh.—¿Y qué asunto es ese?
Ben Jonson.—Quiero decir que le gustaban mucho, milord.
Sir Raleigh.—¿Le gustaban mucho las morcillas? No veo qué tiene eso de malo. A mí mismo me complacen también, especialmente las de arroz.
Hombre 2º.—(Como quien le habla a un niño pequeño.) No le habéis entendido, Su Señoría. Jonson se refiere a las morcillas teatrales.
Ben Jonson.—En efecto.
Sir Raleigh.—No entiendo nada.
Ben Jonson.—Desconocéis la lengua, milord. ¡Un hombre de tan alta alcurnia como vos...! ¡Quién lo diría! Deberíais preocuparos algo más de ampliar vuestro vocabulario. ¿En verdad no sabéis los que es una morcilla?
Sir Raleigh.—Un embutido sanguinolento.
Ben Jonson.—¿Y en la segunda acepción del término?
Sir Raleigh.—¿Es que tiene varias?
Hombre 2º.—En el mundo del teatro se llaman también ‘morcillas’ a las frases que el actor se inventa e introduce en la obra cuando se cree más ingenioso que el que la ha escrito, lo que equivale a siempre.
Sir Raleigh.—(Al Hombre 2º.) Parecéis bien informado. ¿Pertenecéis también al depravado mundo de la farándula?
Hombre 2º.—¡Oh, no, milord! ¡Afortunadamente no! Soy panadero. Pero cualquier sujeto con una cultura regularcilla sabe lo de las morcillas.
Sir Raleigh.—Haré como que no he escuchado esa última frase, porque no quiero tener que empezar un nuevo juicio antes de haber acabado con el que tengo entre manos. (A Jonson.) Y volviendo al tema que nos ocupa, porque si no, no acabaremos nunca, ¿tan malo es eso de improvisar frases sobre la marcha?
Ben Jonson.—Es una costumbre asquerosa, milord. Y que nos molesta mucho a los que escribimos.
Sir Raleigh.—¿A los que escribís? ¿No habíamos quedado en que erais actor?
Ben Jonson.—Autor principalmente. Trabajo como actor para poder comer.
Sir Raleigh.—Y eso? ¿Es que los autores no comen?
Ben Jonson.—Casi nunca.
Hombre 1º.—Con lo poco que ganan, no se lo pueden permitir.
Ben Jonson.—(Al Hombre 1º.) Tenéis razón. Gracias por vuestra explicación, amable señor.
Hombre 1º.—Es a vos a quien debo dar las gracias, maestro Jonson. Estoy disfrutando de lo lindo viendo cómo sois juzgado.
Hombre 3º.—Nosotros, y creo que hablo por todos los aquí presentes, también estamos pasándolo en grande.
(Gritos de «¡Eso!, ¡Eso!»)
Ben Jonson.—Celebro que mi proceso sirva para algún fin positivo.
Sir Raleigh.—¡Así no hay manera de hacer justicia! Tienen que acabarse ya estas continuas interrupciones. ¡Son molestísimas!
Ben Jonson.—Estoy de acuerdo, Sir Raleigh. Lo mismo nos sucede a los actores cuando estamos en escena y varios individuos entre el público empiezan a toser en medio de nuestros soliloquios. El teatro es un imán para los tísicos.
Sir Raleigh.—Entonces entenderéis cómo me siento. Y retomando por enésima vez el proceso os diré, señor Jonson...
Ben Jonson.—Ben.
Sir Raleigh.—¿Adónde? ¿Y cómo osáis tutearme?
Ben Jonson.—Digo que Ben, que podéis llamarme Ben, milord.
Sir Raleigh.—¿Ben?
Ben Jonson.—Ben, sí. Es mi hipocorístico.
Sir Raleigh.—¿Vuestro qué?
Hombre 2º.—Un hipocorístico es un diminutivo de un nombre, excelencia. ¡Parece mentira que no lo sepáis, un hombre de vuestro rango, que seguro que se codea con lo mejor sociedad londinense...!
Sir Raleigh.—¡Pero qué estoy oyendo! ¡En mi propia sala...!
Hombre 3º.—(Al Hombre 2º.) Estos individuos de clase alta a los que se les supone receptáculos de una elevada cultura te dan muchas sorpresas.
Hombre 2º.—(Al Hombre 3º.) Tú lo has dicho.
Sir Raleigh.—(Indignado.) ¡Un solo comentario más y empezaré a mandar gente a galeras hasta que me quede solo! (Haciendo por tranquilizarse.) ¿Por dónde íbamos?
Ben Jonson.—Íbamos por Ben.
Sir Raleigh.—¿Otra vez? ¡Ah, ya!
Hombre 2º.—(Poniéndose didáctico.) Ben es el diminutivo de su nombre, Su Señoría. Así es que debe de llamarse Benedict.
Hombre 3º.—O quizá Benjamin: todo podría ser.
Hombre 1º.—Yo os apuesto una libra a que se llama Benedict.
Hombre 3º.—¡Acepto!
Sir Raleigh.—(Indignado.) ¡Apuestas en mi sala!
Ben Jonson.—(Al Hombre 1º, sin hacer caso al Juez.) Pues habéis perdido, mi querido señor. Mis padres me pusieron de nombre Benjamin en honor a Benjamin Franklin, el ilustre inventor del pararrayos.
Hombre 3º.—Eso no puede ser, porque ese tal individuo no ha nacido todavía.
Ben Jonson.—¡Anda!
Hombre 3º.—Y lo que es peor: no es inglés.
Ben Jonson.—¿No ha nacido aún?
Hombre 3º.—Le falta siglo y medio.
Ben Jonson.—Entonces mis padres me pondrían el nombre en honor a otro Benjamin distinto.
Hombre 3º.—Seguramente.
Sir Raleigh.—(Aparte.) Nada: que no consigo acabar con el proceso. (Alto.) Señores: dejen de una vez de interrumpir o no podré juzgar al señor Jonson. En fin, a lo que voy...
Ben Jonson.—Ben.
Sir Raleigh.—¿Qué?
Ben Jonson.—¡Que me llaméis Ben, diantre! Todos los que me quieren me llaman así.
Sir Raleigh.—(Indignado.) ¡Pero yo no os quiero, señor? No os quiero en absoluto. Siempre procuro no cogerles cariño a los que condeno a muerte, porque de otra manera acabo yo llevándome el disgusto.
Ben Jonson.—¿No me llamaréis Ben, entonces?
Sir Raleigh.—No lo haré. Es mejor mantener las formas. Hasta el momento en que decida mandaros ahorcar sois digno de todos los respetos de este tribunal y, por consiguiente, os seguiré llamando por vuestro apellido. Una vez que decida acabar con vos, algo que veo muy probable, ya será otra cosa.
Hombre 1º.—¡Qué considerado!
Sir Raleigh.—Y como la hora del almuerzo ya se está acercando, voy a ir completando el sumario y resumiendo mis hallazgos. Estoy seguro que mi veredicto será de culpabilidad y según las leyes inglesas, todo asesino...
Ben Jonson.—(Interrumpiéndole.) Eso que decís es incorrecto.
Sir Raleigh.—¿Cómo incorrecto? Matasteis a un hombre ante testigos. Es verdad que era un actor y eso es una circunstancia atenuante, pero que sois culpable es la fija y las leyes inglesas, como decía...
Ben Jonson.—Yo no cuestiono la ley, milord: todo lo contrario. Pero a lo que me refería es que vuestra frase es incorrecta en sí.
Sir Raleigh.—¿Incorrecta?
Ben Jonson.—¡A ver! Dijisteis: «Estoy seguro que mi veredicto...»
Sir Raleigh.—Y estoy bien seguro de ello.
Ben Jonson.—No lo dudo; pero deberíais haber dicho «estoy seguro de que».
Sir Raleigh.—¿De que?
Ben Jonson.—De que, de que.
Sir Raleigh.—¿Os atrevéis a corregir de nuevo mi gramática? ¡Sois verdaderamente atrevido y hasta diría que insolente!
Hombre 1º.—Esto nos interesa mucho, Señoría. Deje que se explique.
Ben Jonson.—(Poniéndose pedagógico.) ¿Diríais, por ventura, «estoy seguro algo», «estoy seguro eso»? ¿Verdad que no? (El Juez niega con la cabeza.) ¡Claro que no! Diríais «estoy seguro de algo» (Recalcando la ‘de’.), «estoy seguro de eso» (Igual.).
Sir Raleigh.—Es cierto.
Ben Jonson.—Luego vuestra frase debió ser «Estoy seguro de que mi veredicto... etcétera, etcétera».
Hombre 1º.—Tiene un pico de oro.
Hombre 3º.—Ha dejado chafado a Su Señoría.
Sir Raleigh.—¡Ya está bien! ¡No voy a tolerar ninguna corrección más! ¡Cualquiera que oiga las impertinencias que me estáis diciendo y los supuestos errores de habla que me estáis achacando empezaría a pensar que soy un pollino!
Una voz del público.—No, milord: ya lo pensábamos antes.
Sir Raleigh.—(Furioso.) ¿Quién ha sido? ¿Quién ha sido el que ha hablado? (Pausa.) Bien: no voy a desperdiciar ni un momento más haciendo justicia con esta chusma. ¡Señor Jonson?
Ben Jonson.—¿Sí, milord?
Sir Raleigh.—Os condeno a ser colgado de una soga hasta la muerte.
(Se oyen aplausos espontáneos en el público.)
Hombre 2º.—¡Muy bien juzgado, sí señor!
Hombre 1º.—¡Tres «hurras» por Sir Raleigh!
Hombres 1º, 2º y 3º.— ¡Hurra! ¡¡Hurra!! ¡¡¡Hurra!!!
Hombre 2º.— ( A Jonson.) No os lo toméis a mal, señor. Comprenderéis que en nuestra alegría por tener la ocasión de presenciar un ahorcamiento no hay ni un ápice de animosidad contra vos.
Ben Jonson.—Me hago cargo.
Sir Raleigh.—La ejecución se llevará a cabo de inmediato en el patio posterior. Mi decisión es irrevocable y de nada valdrán vuestras protestas, vuestras súplicas ni vuestras lágrimas.
Ben Jonson.—El pañuelo.
Sir Raleigh.—¿Qué?
Ben Jonson.—Que os habéis olvidado del pañuelo.
Hombre 3º.—Es verdad: se ha olvidado.
Hombre 1º.—Este Sir Raleigh está resultando un chapucero.
Sir Raleigh.—(Sin comprender nada.) ¿Pero a qué pañuelo os referís?
Ben Jonson.—Al negro, milord. Los jueces ingleses, para arrebatar la vida a cualquier súbdito de Su Majestad, han de hacerlo tras ponerse un trapo negro sobre la cabeza, en señal de duelo.
Sir Raleigh.—¿Eso es cierto?
Hombre 1º.—(Al Hombre 2º.) No se ha leído las Ordenanzas.
Ben Jonson.—¡Por supuesto que es cierto!
Sir Raleigh.—Y ese pañuelo ¿está por aquí o me lo tenía que haber traído yo de casa?
Hombre 2º.—Estará probablemente en un cajón de vuestro estrado. Mirad bien.
Sir Raleigh.—(Busca en un cajón y saca un pañuelo.) ¡Ajajá! Helo aquí. (Se lo pone encima de la peluca.) Pues repitiendo lo de antes, os condeno a ahorcamiento hasta que exhaléis el último suspiro. Vuestro cuerpo quedará expuesto durante días para advertencia a otros.
Ben Jonson.—(Sonriendo.) Me temo que no, milord.
Sir Raleigh.—¿Cómo?
Ben Jonson.— No podéis hacerme matar.
Sir Raleigh.—¿Qué os apostáis?
Hombre 1º.—Yo me apuesto dos libras; no: mejor tres.
Sir Raleigh.—(Al Hombre 1º, irritado.) ¡No estaba hablando con vos! (A Jonson.) Cómo es eso de que no puedo mataros.
Ben Jonson.—(Riendo.) Vamos, milord; estáis de chanza, seguro. Es imposible que no conozcáis la razón que impide mi muerte.
Hombre 2º.—Si os hubierais leído las leyes que regulan los homicidios...
Sir Raleigh.—(Muy enfadado.) ¡Me las he leído!
Hombre 2º.— Si os hubierais leído las leyes que regulan los homicidios, repito, sabríais que no está permitido castigar a un hombre como el señor Jonson.
Sir Raleigh.—¿Por qué? ¿Es acaso yerno de algún rey?
Hombre 2º.—Es más valioso al país que ningún yerno, Su Señoría.
Sir Raleigh.—¿Por qué?
Hombre 3º.—Porque sabe leer y escribir.
Sir Raleigh.—(Tras dudar un rato. Aparte.) Sí: algo había leído yo al respecto en algún sitio; pero no logro recordar qué era.
Hombre 3º.—Se llama «Benefit of Clergy Act». La ley del «Derecho de clerecía», para aclararnos.
Ben Jonson.—(Al Hombre 3º.) Efectivamente; gracias, señor.
Sir Raleigh.—¿De clerecía?
Hombre 3º.—«Privilegium clericale», para ser más exactos.
Sir Raleigh.—¿Privi... qué?
Hombre 2º.—(Desesperado.) ¡Tampoco sabe latín! Pero, ¿en manos de quién estamos?
Ben Jonson.—Es una ley antigua, milord. Enrique II la promulgó en 1170 y nadie se ha molestado desde entonces de hacerla desaparecer. Se basa en la necesidad de nuestro reino de tener alguna que otra persona culta en medio de tanto zoquete. Una persona que lee y escribe es un bien nacional que no se puede malgastar. En un principio, la ley iba a ser provisional, porque el rey que la promulgó supuso ingenuamente que el nivel cultural inglés mejoraría en unas décadas y todos acabarían por aprender las letras. Pero hete aquí que han pasado tres siglos largos y los honorables súbditos de nuestra bienamada reina Isabel siguen tan vagos como antaño.
Hombre 1º.—(A gritos.) ¡El verso, el verso! ¡Que recite el verso!
Sir Raleigh.—¿Qué dice ese energúmeno?
Hombre 3º.—¡Eso es! ¡Que lo recite! (Dirigiéndose al resto del público.) ¡Queremos oírlo!, ¿no es así, compañeros?
Voces del público.—¡Sí! ¡Que recite! ¡Que recite!
Sir Raleigh.—¡Pero qué diablos...! ¿Qué tiene que recitar?
Hombre 1º.—(Por Sir Raleigh.) La ignorancia de este hombre tira de espaldas.
Hombre 3º.—Para demostrar la capacidad lectora se pide al reo que lea el primer verso del Salmo 51, sin equivocarse en la pronunciación.
Sir Raleigh.—¡Ah!
Hombre 2º.—Es un salmo elegido con mala idea, porque tiene los diablos en el cuerpo y es tan difícil de pronunciar como un trabalenguas.
Hombre 3º.—Las gentes incultas le llaman coloquialmente «el salmo del cuello», porque es el que empleas precisamente para eso: para proteger tu cuello.
Hombre 1º.—Las gentes cultas, por el contrario, le llaman «El Miserere», porque ese es el tema que toca.
Hombre 2º.—(Mirando a Sir Raleigh con absoluto desprecio.) Y luego están las gentes que no lo llaman de ninguna manera, porque ni siquiera han oído hablar del tal salmo de él. (Escupe en suelo.) ¡Puaj!
Sir Raleigh.—(Achantado.) Bien; pues que lea el acusado lo que tiene que leer. ¿Tenemos una Biblia a mano?
Ben Jonson.—No es preciso, milord. No necesito una Biblia para una cosa tan sencilla. ¡Si me lo sé de memoria...!
Hombre 1º.—(Por Jonson.) ¡Es un hacha!
Sir Raleigh.—Entonces, veamos; digo; oigamos.
Ben Jonson.—Empiezo.
Hombre 1º.—(Chistándole al público.) ¡Callen vuesas mercedes, que va a empezar! (Se hacen un silencio expectante.)
Ben Jonson.—(Tras una pausa dramática y echándole mucho teatro al asunto, comienza a recitar, como el versículo fuera una pieza trágica.) «Miserere mei Deus secundum misericordiam tuam iuxta multitudinem miserationum tuarum dele iniquitates meas». (Hay una pausa gloriosa.)
Hombre 1º.—(Con gran admiración.) ¡Qué bárbaro! ¡Qué bien lo han dicho!
Hombre 3º.— ¡Lo ha clavado! ¡Qué prosodia tan admirable!
Hombre 2º.—¡Y sin ni siquiera beber agua antes!
Sir Raleigh.—(Al Hombre 2º.) ¿Debo entender que lo ha pronunciado bien?
Hombre 2º.—Lo ha hecho perfecto.
Hombre 1º.—¡Su señoría!
Sir Raleigh.—¿Qué queréis, señor?
Hombre.—¿Me permitís acercarme al reo? Quisiera tener el honor de abrazarle y darle la enhorabuena. ¿Puedo?
Sir Raleigh.—¡Por supuesto que no! ¡Hasta ahí podríamos llegar!
Hombre 3º.—Bueno: yo no le abrazaré ahora, pero lo haré más tarde, porque tenéis que soltarle, según la ley.
Sir Raleigh.—(Vencido.) ¡Qué remedio me queda! Señor Jonson, digo esto muy a mi pesar, pero quedáis en libertad.
(Gritos de júbilo entre el público, que se levanta y se acerca a Jonson a felicitarle y a darle palmaditas en la espalda sin que los guardias puedan impedirlo.)
Voces.—¡Viva Ben Jonson! ¡Vivan los que saben leer! ¡Viva la cultura!
Sir Raleigh.—(Al Hombre 2º.) ¿Y qué hago yo ahora?
Hombre 2º.— ¿Aparte del ridículo, queréis decir?
Sir Raleigh.—¿Cómo acabo este proceso?
Hombre 2º.— ¡Tampoco lo sabe! ¡Es increíble! Perdería toda mi fe en las instituciones inglesas si la hubiera tenido alguna vez.
Hombre 1º.—(Acercándose al estrado.) Es muy fácil, Su Señoría. Solo se tiene que coger el mallete y golpear en la mesa al tiempo que se exclama en voz alta: «¡Se levanta la sesión!» ¿Podréis hacerlo?
Sir Raleigh.—¿El mallete, decís?
Hombre 2º.—Mejor lo hago yo; será más rápido. (Golpea con el mallete.) ¡Se levanta la sesión! Presidió el Honorable Sir Raleigh Haircomb.
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