Los bolsillos de Robinson

 


 

Advierte Umberto Eco en Apocalípticos e integrados o en su otro famoso libro de ensayos, Semiótica para escrofulosos (Taurus, 2001) que Robinson se desnuda totalmente, nada hasta el barco encallado junto a la isla y luego se llena los bolsillos de cosas útiles.

          Eco es malvado y hace esto para avergonzarnos a los millones de lectores de la obra de Deföe que no nos dimos cuenta en su día de este lapsus calami.

          No faltan los exégetas minuciosos que sostiene que lo de los bolsillos no es sino una eufemística metáfora, que el ingenioso Robinson iba realmente desnudo y usó como receptáculos las dos cavidades de su cuerpo en que puedes guardar, transportar y luego recuperar objetos: aquellas empleadas para comer y descomer.

          Como transportó un sinfín de adminículos sospechamos que tuvo que hacer bastantes viajes.

          Otra interpretación puritana apunta que llevaba pantalones. La desnudez del torso era suficiente para que un conservador del siglo xviii considerase en cueros al protagonista.

          Yo pensaba hablarles de Viernes y de su malsana pasión por Robinson (pues de otro modo no se explican los trabajos que le hacía); el asunto de la desnudez nos encamina, empero, por otro derrotero: el de la ambigüedad literaria. Preguntas tales como «¿Qué quería decir Deföe?», «¿Sabía Deföe lo que se hacía?», «¿Nadie advirtió el gazapo?», «¿Cuántos niveles de lectura puede tener una novela?» o «¿Qué sentido tiene darle vueltas a una majadería como ésta?» se agolpan en mi mente.

          Explicaciones filosóficas a la súbita materialización del bolsillo de Robinson:

Schopenhauer dice que el mundo es representación, que nada es per se, sino que depende del punto de vista del observador. Deföe pensaba que su protagonista no llevaba bolsillos y así lo contó. Robinson, por el contrario, pensaba que sí los llevaba, los llenó de objetos y acabó saliéndose con la suya.

          Berkeley sostiene que el mundo es irreal, un engaño de nuestra imaginación, por lo que no existe ni Robinson, ni el barco, ni Deföe, ni los bolsillos, ni este libro, ni yo, ni ustedes ni siquiera ningún Berkeley que pueda decir algo tan raro, por lo que nos quedamos como estábamos.

          La explicación que daría Santo Tomás es algo liosa; porque si aparecieron bolsillos donde no los había, entonces el náufrago era un bendito en quien se hizo el milagro; pero si iba desnudo —aunque fuera en una isla desierta donde no podía verle nadie— entonces de seguro que era un pecador inmoral, se condenaría a los infiernos y los bolsillos serían lo primero que ardiera.

          Creo que ya va siendo hora de que acabe este inconexo escrito que nos lleva a ningún lado. Lo haré del modo tradicional, mediante el empleo de la palabra que suele usarse en estos casos: Fin.

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