Esta historia tan curiosa
que contaré cuenta un cuento
que ilustra el detalle la
relatividad del tiempo:
esa teoría confusa
(que me ahorquen si la entiendo)
de la que habló ese señor
del bigote, don Alberto
Einstein, que fue funcionario
y que tenía un empleo
como inspector de patentes
en Berna, si no recuerdo
mal, antes que le dieran
la medalla (y el dinero)
del Nobel de Medicina.
(No. Fue de Física. Creo.)
Pues va de un señor feudal
medieval o del Medioevo
(porque de las dos maneras
se dice y está correcto)
que es más bruto que una artesa
más cruel que el rey don Pedro,
zoquete como el que más,
cafre como un sarraceno,
especialista en pegar
mojicones a sus siervos,
capones a sus criados,
latigazos a sus perros,
soplamocos a sus tíos,
patadas a sus abuelos,
bofetadas a sus primos
y escupitajos a aquellos
que no le tocaban nada,
fueran de allí o forasteros.
En fin: el hombre era un diablo
de los juanetes al pelo.
El caso es que sale al monte
a cazar un día de enero,
seguido de sus criados
sus azores y sus perros.
Pero el hombre se equivoca
donde bifurca un sendero
y pierde a la comitiva
que le seguía de lejos.
Está solo, caza un poco,
se baña en un arroyuelo,
se echa una siesta alargada
a la sombra de un abeto
y, cuando ya cae la tarde,
vuelve a su castillo, hambriento.
Halla la puerta cerrada.
Llama recio y, al momento,
le abre un monje capuchino
con pinta de ser portero.
«¿Qué queréis, buen caminante?»,
pregunta el monje. «¿Qué quiero?
Pues cenar. ¿Y quién sois vos?»
Replica el monje: «Primero
decid quién sois vos.» «Vos, antes.»
«No, vos.» «Vos.» «Vos.» «Vos.» Aquello
parece que no termina
y es todo un aburrimiento.
Dice el conde: «¿En mi castillo
qué hacéis, si puedo saberlo?»
«¿Qué castillo ni ocho cuartos
decís, ni qué niño muerto?
Hais de saber», dice el otro,
«que estáis en un monasterio.»
«¡No puede ser!» «¿Qué apostáis?»
El conde queda perplejo.
«Me extraña que no sepáis
dónde estáis», dice el portero,
«porque hace trescientos años
que el castillo y los terrenos
que lo circundan en círculo
son nuestros y solo nuestros.»
«Trescientos años... ¡Recórcholis!»,
grita el conde, aún boquiabierto.
«Según cuenta la leyenda
un conde canalla y memo
era el dueño del castillo.
Pero un buen día de enero
se fue a cazar, no volvió
jamás y los herederos
vendieron las propiedades
por dos perras y se fueron.
Desde ese día, la orden
de San Rufo y San Josefo
es dueña del edificio,
de los campos y sus siervos
y hasta que haya un Mendizábal
pues lo seguiremos siendo.»
Tras escuchar el relato
el conde se queda lelo.
«Y, por cierto, ¿qué queríais?»
Y responde el conde: «Quiero...
pues meterme monje capu-
chino sin perder momento,
porque si no lo hago así
creo que esta noche no ceno.»
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